Creador de coros como Quinteto Tiempo y renovador del folclore como quenista y compositor, Jorge Cumbo se fue a estudiar a París, viajó por el mundo, volvió a Buenos Aires y sigue proyectando como una joven promesa.
Por Juan Manuel Mannarino
A Jorge Cumbo, 72 años, el cuerpo pequeño dentro de una bata azul oriental, se lo podría imaginar en París, Barcelona o Tokyo. Pero hace tres años volvió a la Argentina y ahora, dice, está estresado: se le vence el contrato de alquiler y debe mudarse. Son las diez de la mañana de un jueves y, en la caótica habitación de un solo ambiente en un piso 16, el músico carraspea sobre lo difícil que es vivir en Buenos Aires. Que la garantía propietaria, que los dueños prefieren estudiantes, que le piden documentos que no tiene.
El quenista platense que llegó a tocar con el compositor estadounidense Paul Simon se interrumpe en silencios que duran minutos y habla “del entusiasmado presente musical”. En 2003, cuando vivía en París, tocó con una orquesta de cuerdas. Muestra las partituras desparramadas sobre la mesa. Son temas suyos, con arreglos para cuerdas, y las enviará por correo a músicos de Bahía Blanca. En una pared, pegado con cinta scotch, un papel dice: “1995. Premio Kónex. Diploma al Mérito a Jorge Cumbo, uno de los 5 mejores instrumentistas de folclore de la década en Argentina”.
—¿Hacés los arreglos de tus temas?
—Los arreglos… jaja.
Cuenta que un tal Patricio Villarejo escuchó uno de sus temas en el Facebook. Y le escribió.
—Estoy en Barracas, ¿cuándo te puedo visitar? —preguntó Villarejo.
—Perdón, ¿vos quién sos? –respondió Cumbo, asombrado.
—Ah, sí, no me presenté. Mirá Jorge, soy violonchelista, director de orquesta, toqué en la orquesta de Osvaldo Pugliese. Le hice arreglos a Charly García cuando tocó en el Colón.
—¿Eh?… ¡Claro, pibe! Venite cuando quieras.
Villarejo le pidió más temas y se ofreció a meter mano en los arreglos, pero el platense lamentó no poder pagarle. “Cumbo, lo haría por placer. Sos un capo”, contraatacó Villarejo, que le consiguió tocar con orquestas nacionales.
A Cumbo los proyectos le surgen hoy como si fuera una joven promesa. Dice que está por formar un grupo con Hernán Pagola, aerofonista de Jaime Torres. “En Japón toqué una especie de folclore avanzado con músicos de jazz. Me gustaría plasmarlo acá, una vez que supere la burocracia de los papeles”, bromea. La improvisación, para él, que empezó como cantante y formó coros como el Quinteto Tiempo en los 60, es un arma esencial. “Improvisar es sentirte vivo. Siempre me gustó hacerlo sin un esquema de arreglos ensayados. Poner más énfasis en el sentimiento y en el sabor latinoamericano que en cuestiones formales”, resume Cumbo, creador en los 80 del magistral trío Cumbo-Vitale-González, de dúos con Manolo Juárez y Leo Maslíah, y autor de discos fundamentales de la fusión folclórica como “De cañas y computadoras (1995)” y “Cañas y guitarras” (1997).
Ahora, dice, conoció al grupo Pachamama en Neuquén. “Un ejército de percusión, de vientos y cuerdas. Los vi ensayar y quedé tan maravillado que tocaré con ellos”. La idea, entonces, sería construir dos bandas: una, “que se mueva de Neuquén para abajo”; y, la otra, “de Buenos Aires para arriba”. Además, Cumbo integra el grupo de Peteco Carabajal.
—Es un orgullo tocar con uno de los mejores músicos populares argentinos. Pero, al mismo tiempo, su música puede prescindir de quenas. En el estilo musical que hace no estamos cerca. Un par de veces me pidió unos arreglos y no le fueron (se ríe).
—¿Y cuál es tu estilo?
—Es argentino con objetivos universales. Uno de mis berretines es que la quena ocupe el mismo lugar que ocupa un piano o una batería. Que se toque como un instrumento más y no como mero acompañamiento. Le enseño a la quena hablar otros idiomas, con escalas poco ortodoxas. Quiero que mi música tenga un perfume argentino con armonías de otros mundos.
—¿Y eso lo lográs?
—Sí, constantemente. Si no, hubiera largado todo. Me sorprende cómo es escuchada mi música. Ahora estoy dando clases y vino un pibe a incorporar mis elementos. Es el quenista de Bruno Arias. No puedo creer que quiera aprender conmigo. ¿Qué puedo enseñarle?
—Empezaste con el canto, compusiste, tocaste otros instrumentos, como saxo, guitarra o bajo. ¿Qué te llevó a la quena?
—Cuando viví en París había músicos que tocaban quena pero se diversificaban con otros instrumentos, como el pinkullo, los quenachos y las flautas traversas. La gente estaba chocha porque en un concierto escuchaban una variedad fenomenal de sonidos. Fue un desafío decir “yo voy a tocar 15 temas con quena”, aunque resultara pesado. Y entonces conocí a (el quenista y compositor) Uña Ramos y cambió todo.
—Antes de viajar a Francia tenías 25 años y habías apostado a estudiar en la universidad. ¿Por qué?
—Descubrí que los grandes músicos universales compusieron sobre la base de melodías populares. Yo tenía mucho oído pero me metí en la escuela de Bellas Artes de La Plata a estudiar dirección de coro y orquesta. Un profesor alemán me negó tocar folclore porque no era “música seria” y abandoné. Pero también me gustaba la música contemporánea. Y al profesor Enrique Gerardi le mostré las grabaciones que hacía en mi casa. Eran ritmos delirantes con la voz, golpeando cucharitas. Al poco tiempo, me invitó a su grupo. Tenía 25 años y estaba con capos de la vanguardia. Tocábamos en conciertos para cinco personas… no iba nadie.
Idas y vueltas
Gerardi le consiguió una beca para estudiar en Francia con Pierre Schaeffer, el creador de la música concreta. “Pierre Bolulez y Karlheinz Stockhausen me rompían la cabeza de la misma manera que Atahualpa Yupanqui y Los Chalchaleros, y que Béla Bartók y Miles Davis. Lo andino, lo contemporáneo, lo barroco, lo clásico, todo influyó en lo que hago”, dice, y cuenta que como no sabía hablar francés dejó la beca. Trabajó de cualquier cosa. En el barrio latino de París conoció boliches donde se tocaba música latinoamericana. Cantó tangos y luego ejecutó percusión en el grupo Los Incas —luego llamado Urubamba—. El director del grupo le acercó una quena hasta el arribo del nuevo aerofonista: ¡un tal Uña Ramos! “Quedé desmayado cuando lo escuché”, recuerda ahora Cumbo. Tiempo después Uña se fue y él quedó como primera quena. Fueron épocas de gloria, entre los 60 y los 70: Paul Simon los invitó a grabar “El cóndor pasa” y los sumó a sus giras por el mundo.
Pero se cansó de ser “un músico de…” y volvió a Argentina en 1976 con la idea de construir un camino como solista. En esa época, descubrió el Minimoog y mezcló música electrónica con las cañas. Escuchó “La pared maravillosa”, de George Harrison. “Era genial cómo se congeniaban dos rítmicas tan antagónicas como el rock y la música hindú. Una guía indispensable”.
—¿Cómo fue volver en plena dictadura?
—Fue espantoso. Cuando volví, me mareé bastante, no distinguía entre Isabelita y la milicada. En los 60, en el bar Adriático de La Plata [uno de los cafés de 51 entre 7 y 8] me juntaba con músicos y artistas, entre los que estaban Cacho Bidonde y Carlos Moreno, se armaban tertulias y se discutía de política. Mucha de esas gente desapareció o la mató los militares. A mí no me pasó nada comparado con otros. Pero en varios conciertos sufrimos razzias. Nos llevaban a un centro de detención por Puerto Madero. Caminaba por los pasillos y a los costados había gente que agarraba los barrotes de sus celdas, te dictaba un número de teléfono y te gritaba “Loco, llamá a mi abogado, avisale a mi vieja que ni sabe dónde estoy”. Compuse “A La Plata” en homenaje a mis amigos desaparecidos y en 1981 lo estrené en el hall del Teatro San Martín. Hubo gente que me abrazó y no paraba de llorar. Es un recuerdo imborrable.
Ya había escuchado a Dino Saluzzi y a Waldo de los Ríos y quiso pertenecer a la troupe de la renovación del folclore, donde estaban el Chango Farías Gómez —con el que tocó en los célebres ciclos “El Chango y sus amigos”—, Manolo Juárez y Hugo Díaz. De esos cruces surgió el notable disco Cumbo-Juárez. Después formó el Trío Cumbo, con Gerardo Di Giusto y Ricardo Moyano (“siempre fui un desastre para gestionar lo mío, rechacé miles de oportunidades y los músicos se fueron”, admite). Entonces se encontró con el guitarrista Lucho González y fueron a tocar al teatro Santa María. En los ´80, los papás de Lito Vitale organizaban un ciclo y Lito hacía el sonido hasta que se sentó en el piano y en media hora armaron un repertorio. El trío Vitale-González-Cumbo fue una las mejores formaciones instrumentales de la “proyección folclórica”, como solía decir el Chango. “No ensayábamos. Íbamos a tocar el tema que sabíamos y a cada noche salían otros. Había una telepatía única, después nos fue difícil reemplazarnos”, reflexiona.
—Ahora que estás cerca, ¿visitás La Plata?
—Hasta el año pasado sí, pero con las cosas para resolver que tengo, uf… Tengo amigos, una hermana y un sobrino. Quiero vivir en algún lugar más natural, evitar la locura de las ciudades. Si hacés rock and roll la ciudad te viene fenómeno. Pero si tocás flautas, necesitás silencio.
—¿Qué significa La Plata para vos?
—Me crié cerca de un cine comiendo pan con manteca y azúcar y viendo películas de cowboys. Me la pasaba en el Max Nordeau, donde mi papá era directivo. Me gustaba esa sensación de ciudad fantasma cuando desaparecen los estudiantes y los gorriones se espantan cuando caminás. Viví hasta los 27 y tengo igualdad de recuerdos que en Barcelona, París o Tokyo. Pero mi personalidad es platense, no porteña. Los platenses somos centrados, nos cuesta mostrar todo lo que somos, reprimimos y tenemos una conducta cautelosa y una formación intelectual interesante. En Europa envidian eso. Argentina está exageradamente viva con lo que sufrió.
Cumbo, que tiene un hijo camarógrafo que vive en España, se casó dos veces y ahora está formando una pareja. Dice que en Buenos Aires le cuesta charlar un rato con alguien. “Predomina lo utilitario, lo impersonal. Eso no me pasó en Neuquén”, se amarga. Su padre nació en Polonia y a los diez años viajó a Argentina. Era hijo de un rabino. Le gustaba mirarlo cuando se afeitaba porque el padre cantaba música litúrgica judía. Su hermana tocaba el piano y cantaba boleros, y ambas “fueron influencias más espirituales que musicales. Me hicieron volcarme más del lado del misticismo que de lo bailable”, le cuenta el quenista a La Pulseada. Viajando se deslumbró con Turquía pero prefiere Japón. “Se respira religiosidad por todos lados. Una vez grabé un video de enseñanza de quena en el Machu Picchu. Ese video llegó a Japón y una escuela estudiaba instrumentos andinos con ese video. No lo podía creer. ¡Imaginate 80 japonesitos que venían a pedirme autógrafos, con deseos escritos en japonés!”.
—¿Qué música escuchás?
—En Francia descubrí a Maurice Duruflé, un compositor que se dedicó a la música litúrigca. Cuando salía a andar en bicicleta por el Canal du Midi lo escuchaba por los paisajes bucólicos y fue una toma de conciencia de mi conexión con la naturaleza.
—¿Por qué decidiste volver?
—Me volví a sentir extranjero y me cansé, como me había pasado antes de mi primer retorno, en el ‘76. Vivir en otro país puede ser placentero pero en algún momento cansa identificarse con el idioma y las costumbres ajenas. Ahora cuando voy de gira a lugares profundos de la Argentina redescubrí que tenemos una espiritualidad asombrosa.
—¿Qué quenistas te conmueven?
—Los que transmiten algo y no los que son buenos en la técnica. Yo la pasé mal porque hacía cosas raras y los ortodoxos me miraban de reojo y con porfía. Ahora todo el mundo se acostumbró a que la música folclórica suene con tintes modernos. Y en cuanto a los quenistas, Uña lo fue todo y es irrepetible. Me gustan mucho Hernán Pagola y el peruano Checho Cuadros, y hay muchos que tocan bárbaro pero también son saxofonistas o flautistas, y no es lo mismo.
Las quenas con las que suele tocar están descansando en la mesa, a un costado de la computadora y de un micrófono. “Los instrumentos son los viejos instrumentos. Me las hizo un lutier en los 80, no son las mejores pero siguen afinadas”, explica. De un cajón saca una quena grande, “pastosa, grave”, y toca la vidala “De lejos parece humo”. Dice que se la enseñó Uña. “Era medio egoísta… una vez le pregunté cómo había sacado un Do sostenido y me lo negó. Tenía un egoísmo constructivo, lo odié pero a la larga entendí que era una filosofía importante. No hay que endiosar a nuestros referentes, porque los repetimos y no buscamos nada nuevo”.
Un credo que, a su manera y desde los 70, cultiva sin claudicar: construir un estilo singular en el arte de la interpretación y llevar a la quena a cualquier rincón del mundo.