Nota principal: Alberto Morlachetti: “La inseguridad no la causan los niños sino las empresas capitalistas”
El niño que fue Morlachetti puede dividir su historia en dos etapas contrapuestas. Una primera transitada en Córdoba junto a su abuelo Antonio, un anarquista que había participado de El Grito de Alcorta (revuelta ocurrida en 1912 que llevó como lema que la tierra era para el que la trabaja), y pasaba horas inventando historias y constelaciones mientras apuntaba al cielo con su dedo forjado con el arado. La segunda etapa se inaugura a los siete años con la llegada a Gerli, pueblo del conurbano bonaerense al que él llama “la Siberia urbana”, donde comenzó “una vida demasiado dura”: tuvo que ponerse a trabajar siendo aún muy chico, repartiendo diarios en una bicicleta con la que cruzaba el pantanal que dejaba la lluvia.
De esa primera etapa colmada de afecto y valores trasmitidos por ese abuelo anarquista, Morlachetti pareciera haber tomado la concepción del niño: “El abuelo pensaba que los chicos transformaban la naturaleza y las relaciones sociales al igual que los adultos. El anarquismo fue el primero que dijo que los chicos eran sujetos, no solamente de derecho; eran forjadores de derechos y forjadores de una nueva sociedad”, recuerda.
A la segunda etapa le corresponde ese saber profundo y en primera persona acerca del sufrimiento y la amargura que produce la pobreza. La síntesis de esa infancia es el motor que permite la realización de Pelota de Trapo. “No tengo duda de que mi vocación por los niños nace de mi propia vida”, asegura Morlachetti.
Con los años pudo seguir sus estudios y se recibió “con título honorífico” de sociólogo en la Universidad de Buenos Aires, donde además fue titular de cátedra hasta que renunció para dedicarse de lleno a la Obra. Pero vuelve con frecuencia a esa época y extrae, como quien busca en el cajón de los objetos valiosos, alguna frase que hiere y desnuda al capitalismo. Le gusta citar autores: “Yo estudio a Foucault, Derrida, me gusta mucho leer y escribir pero a la hora de hablar me gusta mucho hablar con los pibes. Aparte me divierto e incorporan un manantial de frescura que es notable, y un manantial de ingenuidad que se está perdiendo. La adultez se contamina de preguntas que son totalmente aleatorias. Y las preguntas fundamentales, como qué es al amor, la muerte, el deseo, la trascendencia, se las hace más el chico que el adulto”.
“El adulto contemporáneo a mí me asusta porque vive perplejo observando las góndolas de los supermercados. Está dispuesto a consumir hasta sus últimos días. Está destinado a un lugar que yo no envidio. Yo me quiero domiciliar en el asombro, no en la costumbre. Y los que se domicilian en el asombro dicen que son los niños, fundamentalmente. Los adultos no, lo han perdido. No es que no estén equipados, pero parece que el tiempo los desvalija sin piedad”.