Una maestra entre los wichís

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134-MaestraWichisA Herminia Gómez todos la conocen como Rosa. Durante casi dos décadas fue maestra en Campo del Hacha, en el Departamento Ramón Lista, de Formosa, donde habitan los wichís: “La enseñanza siempre fue mutua”, dice. Hoy, mientras se recupera en la ciudad de una enfermedad, sueña con volver a esa comunidad que adora y donde tanto la esperan.

Por Margarita Eva Torres y Soledad Gómez

Tiene el monte grabado en sus ojos y en la piel el calor húmedo de tantas noches en que ni las sábanas se podían soportar. Lo que más extraña es el silencio. Ese silencio que a veces aturde y otras veces calma, pero que siempre está.

Herminia Gómez (62) es una maestra rural que hace mucho tiempo cambió su nombre de pila por Rosa. Nació en La Madrid, Formosa, aunque fue anotada en Las Lomitas, porque era el único lugar que tenía registro civil. A mediados de los ´60 se radicó en Ibarreta. Pero el destino la envió a un lugar metido en el corazón de su provincia, muy cerca de la frontera entre Paraguay, Argentina y Bolivia.

Campo del Hacha no figura en los mapas, pero es un paraje que pertenece al Departamento Ramón Lista. Allí se habla casi exclusivamente la lengua wichí y el aprendizaje del castellano se produce únicamente vía escolar.

En 1995 Rosa enviudó y quedó a cargo de su único hijo. Por eso quiso buscar un cargo que le asegurara estabilidad. No todos los maestros están dispuestos a ir a las escuelas que están en lugares de difícil acceso. Pero Rosa sí. Sólo con verla uno puede saber que se trata de una mujer fuerte y decidida.

Cuando se quedó sola, se presentó a un concurso y fue designada como maestra de grado en un establecimiento de Santa Rosa, pero al poco tiempo fue “permutada” y terminó en la Escuela Nº 419, en Campo del Hacha, en el extremo noroeste de Formosa.

“Ayudarlos y que me ayuden”

“El primer día que llegué fue desesperante. Los originarios adultos me recibieron muy bien, tanto que me quedé 17 años”, cuenta Rosa. “Me sentí protegida, aunque todos los días tenía que enfrentarme a un desafío terrible que es la lengua wichí, enseñar a niños que sólo conocen su lengua materna y que para mí era totalmente desconocida”.

En ese contexto, “sentí la necesidad de ayudarlos y que me ayuden, de enseñarles y que me enseñen. Por eso siempre la enseñanza fue mutua”, afirma.

Dice que los wichís “se manifiestan muy poco, en general son muy silenciosos. Son gente con muchas necesidades, vos les das una cosa y le faltan diez o cien. Son muy solidarios. Yo vivía sola y en noches terriblemente calurosas, de 45 grados, si necesitaba algo llamaba al vecino y al instante tenía a tres personas para ayudarme”.

En Campo del Hacha, los wichís profesan la religión anglicana, que se introdujo a través de las misiones y ganó adeptos junto a otras religiones de orientación evangélica. Estos cultos aplicaron una férrea disciplina para regir la conducta provocando una interacción en la que el dogma convive con la conciencia mágica y la creencia de la cura a través del rezo.

Rosa narra que “en la época en que vivían a la vera del Río Pilcomayo vinieron personas de otros lugares a evangelizar y les implantaron esa religión. Actualmente tienen sus iglesias, pastores y consejeros comunitarios que tienen un rol muy importante en la comunidad, a tal punto que si hay algún problema, no llaman a la policía, sino que se los convoca a ellos y entre todos lo abordan”.

Cuando recién llegó a la comunidad, Rosa vivía en una pieza que le prestaban, pero luego se instaló en la escuela, “poniendo biombos para separar la dirección” del dormitorio. En 2002 “el gobierno mandó a hacer unas viviendas de servicio” destinadas a albergar a los maestros que fuesen a trabajar allí y definitivamente ese fue su lugar.

La importancia del auxiliar bilingüe

Rosa destacó en todo momento el rol del “MEMA”: Maestro Especial de la Modalidad Aborigen. Estas figuras docentes, que ejercen en el marco de la Educación Intercultural Bilingüe, tienen distintas denominaciones (como ADA en Chaco, ADIS en Misiones y auxiliar bilingüe intercultural en Salta), aunque funcionan de forma semejante en los diferentes contextos donde –sin su intervención– las barreras que pone el idioma serían insalvables.

Los comienzos en la escuela fueron duros: “El primer problema que enfrenté fue la inasistencia de los niños y la imposibilidad de comunicarme por el desconocimiento de su lengua, pero como contábamos con el MEMA, que sí manejaba el castellano, entonces podíamos dialogar. Hacíamos visitas domiciliarias para hablar con los padres, conocerlos, acercar la escuela a la comunidad”.

Rosa aclaró que “la enseñanza siempre fue bilingüe y siempre hemos partido de los conocimientos que traía el niño de su casa y los plasmábamos de la mejor manera y siempre juntos”. Todo el quehacer era “planificado y realizado con los alumnos y el maestro MEMA, que es como un nexo entre la escuela y la comunidad”.

“Si había algún problema con un niño –prosigue–, íbamos a su casa con el MEMA, quien les hablaba en su idioma para saber qué le pasaba y le explicaba al padre por qué era importante que no deje de asistir a clase”.

Le preguntamos a Rosa cuál fue su aprendizaje más significativo: “Aprendí que se es feliz con muy poco. Esta gente, a su manera, vive feliz en lo natural. No se preocupan, por ejemplo, de si algo tiene que durar hasta mañana, viven el momento. En cambio nosotros vivimos ahorrando. No nos conformamos con un par de zapatillas, queremos tres. También aprendí a dar y que dando uno es feliz y hace feliz a otro. Ese es un aprendizaje fuerte: no hay que vivir solo para uno porque hay mucha gente que necesita. Conozco a muchos maestros que todavía trabajan en el oeste, en lugares como María Cristina y San Miguel, que lo siguen haciendo todos los días”.

Los hombres wichís son muy “solidarios y respetuosos”, pero las mujeres merecen un capítulo aparte. Rosa reflexionó acerca de cómo la impactó –negativamente en un principio- el hecho de comprobar que eran ellas las encargadas de los trabajos duros como ir a juntar leña al monte. Luego entendió que en esa comunidad “cada uno tiene un rol y es algo cultural”, no es, como podría juzgarse a simple vista, producto del sometimiento al dominio masculino. No obstante, las mujeres “son muy sumisas y casi no hablan. El que habla y va al frente es el hombre, aunque tampoco levanta la voz”.

El desmonte y sus consecuencias

Aunque de a poco el gobierno está construyendo casas de material, la mayoría de las familias viven “en ranchos de ladrillos hechos de barro, por ellos mismos”, consignó Rosa, al tiempo que agregó que si bien estos pueblos siguen viviendo de lo que la naturaleza les da, como en sus orígenes, hoy han diversificado sus actividades y además de recoger frutos, producen miel, cazan y “como estamos cerca de Salta vienen camiones y llevan a muchos hombres para hacer la zafra porotera”.

Rosa siempre enfatizó la simpleza de los wichís, el desprendimiento con el que viven, en el sentido de que no buscan acumular ni tener, sino vivir el día a día, en armonía con la naturaleza. Pero ese sano estilo de vida se ve condicionado, cada vez más, por la actividad del hombre “blanco”. “Hubo grandes desmontes”, por eso “se los preparó en apicultura. Hoy tienen grandes cantidades de cajones con abejas y la provincia le compra lo que producen”, comentó.

“La mano del hombre afectó mucho esa cultura natural –dice– porque si hay un desmonte, no sólo los frutos desaparecen, también la caza. Ellos antes cazaban algo y era su alimento principal, ahora deben comprar su carne”.

Es probable que en Campo del Hacha los primeros gritos hayan sido los de Rosa que a veces quebraban el silencio del lugar cuando veía alguna víbora, araña o rata, de esas que abundan cuando desborda el Río Pilcomayo. Contó que una noche de calor agobiante, vio algo sobre su cama y gritó de tal manera que a los cinco minutos tenía alrededor a varios hombres que la miraban con estupor. Ellos la tranquilizaron y retiraron la rata intrusa que andaba haciendo de las suyas en la oscuridad.

Rosa recuerda especialmente el afecto y la calma de los wichís, de quienes “aprendí que se puede vivir hablando en voz baja. Ellos escuchan mucho y saben que si tienen que hacer una cosa, la hacen. No lo discuten. Lo hacen y nada más”.

“En 2013 tuve un problema de salud, primero parecía que era un ACV por el gran calor. Fui a Ibarreta a hacerme unos estudios y luego volví –continúa Rosa–. El cariño con el que me recibieron fue terrible: los niños me abrazaban, hasta los hombres gritaban de alegría”. Pero esa dicha no duró demasiado porque desde el año pasado Rosa permanece en Ibarreta para tratar su problema que, luego se supo, era un cáncer de mama.

Esta maestra todo terreno no sólo enseñó a leer, a acompañar a los muertos, también sacó piojos, cocinó, tejió, hizo huerta. Todo allí fue siempre bienvenido y agradecido, por eso “da gusto y uno es feliz trabajando”, afirma.

Además, cada acción fue acordada, nunca impuesta. Como cuando le tuvo que explicar a los padres por qué era importante que los chicos se bañaran y lavaran la cabeza. “Una vez que nos dijeron que sí, compré las cosas, la doctora del pueblo me dio la loción para combatir la pediculosis y una vez por semana los limpiábamos. Hicimos un rincón de limpieza y los chicos estaban felices, hasta me avisaban cuando faltaba crema de enjuague. Hoy son espectaculares en la higiene, sobre todos los niños, los grandes viven más a su manera. Pero los nuevos aprendizajes se van replicando y van evolucionando”.

Rosa quiere curarse y volver: “Cuando veo las fotos me emociono hasta las lágrimas”, dice. Es que la soledad dejó de ser un fantasma en Campo del Hacha. Rosa estaba sola, su marido había muerto, su hijo se había quedado en Ibarreta, pero con los wichís formó una familia a la que pertenecerá por siempre. De hecho, estaba con ellos cuando se enteró de la muerte de su madre: “Yo lloraba tanto que los chicos venían, me gritaban, oraban y rezaban alrededor mío. Los amo. Son mi familia, mi apoyo, todo”.

Rosa no está presente hoy en Campo del Hacha, pero los 500 kilómetros que la separan no le impiden estar enterada de todo lo que pasa. “Seguramente Dios me va a amparar para salir adelante y poder regresar a mi escuela hermosa. Creo que las cosas se dan por algo. Si hubiese querido conseguir algún cargo en mi pueblo tendría que haber andado detrás de algún político, pero preferí irme a una escuela alejada. Hoy estoy orgullosa de esa decisión. No le debo nada a nadie y encontré un camino que llenó mi vida”.

En su labor, Rosa se topó con la más terrible desigualdad. Por un lado, el escenario de una vida llena de necesidades materiales y, por el otro, la mirada prejuiciosa de aquellos que discriminan al “indio” porque lo creen inferior. Se encontró con la soledad de una comunidad con miedo a los “blancos”, porque no eran respetados por quienes tenían la misión de ayudarlos. La escuela de Rosa cambió esas formas, incluyó a los wichís, fue un lugar para ellos y por eso logró ganar su confianza. Ellos aún la esperan, extrañan su presencia en los actos escolares, donde ella mandaba a preparar chocolate para grandes y chicos y todos querían participar. Extrañan el dulce de batata que compraba para el postre del comedor, pero sobre todo extrañan el sincero reconocimiento humano que ella siempre tuvo hacia ellos.

El ritual del sepelio solitario

Una imagen que atravesó el corazón de esta maestra, cuando estrenaba su profesión en Campo del Hacha, fue la de “una señora wichí que pasó frente a la escuela llevando alzado algo que la superaba en altura. Le pregunté al MEMA qué era y me dijo que lo que llevaba era el hijo que se había muerto. Lo llevaba al cementerio sola, no la acompañaba el marido, ni los otros hijos, ni los vecinos, ni nadie”. Así fue como Rosa se enteró de que para ellos era “algo vergonzoso que se muera un familiar”, pero ella, conmovida por el dolor silencioso de esas madres, decidió acompañarlas y así cambió aquella práctica. “Les comencé a explicar que en esos casos es bueno acompañar a la madre, ayudarla a soportar tremendo dolor y de a poco, cuando moría una persona en el pueblo, los chicos venían corriendo a avisarme. Entonces hacíamos flores y ese día no trabajábamos, nos íbamos a acompañar el muerto, con guardapolvo y al regresar hablábamos de eso, por qué tenemos que valorarnos, cuidar nuestra salud”. Rosa sostuvo, satisfecha, que “hoy en día la gente acompaña a los difuntos, hasta los hacen pasar por la iglesia” antes de llevarlos a su destino último.

Rosa dijo que en la comunidad wichí la muerte es asumida como una solución y que es bastante común que “los adolescentes se maten por un problema de amor”.

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