La Pulseada volvió a juntar a los protagonistas del primer encuentro entre Carlos Cajade y un grupo de chicos de la calle, ocurrido en la Navidad de 1984, por los que decidió iniciar su actual obra.
La primera Navidad de Sandrito
Después de la misa de la noche del 24 de diciembre de 1984 en la Iglesia San Francisco de Asís de Berisso, el entonces párroco Carlos Cajade se dirigió al atrio para saludar a sus fieles y desearles una feliz Navidad. Tres hermanitos se quedaron allí, de pie, para preguntarle qué era la Navidad. Los tres eran chicos de la calle y Cajade esperó esa Navidad con ellos. Con Sandrito, como todavía lo llama el cura Carlos, y sus hermanos menores, nació el Hogar de la Madre Tres Veces Admirable, porque poco después, espontáneamente, empezaron a llevar a sus amigos. La casa parroquial quedó chica y comenzaron las gestiones para conseguir un sitio más apropiado. En 1986 se mudaron a su emplazamiento actual, en 643 entre 12 y 13 de La Plata.
Cada uno tiene hoy una vida diferente. Mucho más iluminada, más cargada de esperanza. A todos les cambió el destino aquel 24 de diciembre del ’84, cuando se encontraron. Los chicos, hoy adultos y con sus días llenos de vida, están convencidos de que un ángel bajó para salvarlos, pero lo que no saben -o sí- es que tal vez los ángeles fueron ellos, que llegaron para darle un verdadero sentido a la existencia de Carlos Cajade y a la de todo lo que construyeron juntos desde ese momento.
Veinte años de aquel primer rato compartido. Sandro ya no tiene 12 años, ni Margarita 11, ni Fernando 10. Ya no están ni el dolor, ni el hambre al que el abandono los tenía sometidos. Y cada uno pudo armar una familia cargada del amor y los valores que empezaron a recibir desde ese instante. Como también Beto, Cachito y Alejandra, los demás hermanos, que siguieron el mismo camino. Y como también todos los pibes que más tarde encontraron el sendero desmalezado por los anteriores. Todos los otros que le dieron forma al gran hogar armado por Carli, para enseñarle a la sociedad que existe un forma mejor de pelear contra la pobreza.
En la casa de Mario -el periodista de los Cajade-, La Pulseada juntó a los protagonistas de aquella primera Navidad. Entre mate y mate, Sandro, Margarita y Fernando dijeron cosas que nunca le habían confesado «al padre Carlos». Y éste, a su vez, también les recordó el valor que, hoy a la distancia, tiene aquella decisión de esperar juntos una Navidad. Así, juntos otra vez, reconstruyeron un instante único. Y lo volvieron a hacer de la única forma que aprendieron desde ese día: con amor y, con mutuo respeto, mirándose a los ojos.
Carlos: -La San Francisco fue la primera parroquia en la que yo estuve como responsable. Ya había sido ayudante en otras iglesias como la Catedral o Maria Auxiliadora de Berisso. Yo era un curita joven, de 34 años, y los adolescentes de la zona me habían «invadido» el lugar; había misas en que la gente salía hasta la calle y los micros le pasaban entre ella. Eran como cien jóvenes que, tras la dictadura, estaban muy asustados y no se animaban a realizar trabajos sociales. A raíz de eso, hicimos una catequesis porque los chicos tenían que entender que la política no era una mala cosa y que tenía que servir para ayudar a los sectores más marginados. En una ocasión, me habían mandado a un instituto de menores y en ese lugar comprendí que había un montón de pibes encerrados simplemente por ser pobres; ellos no habían cometido delito alguno, pero como sus familias se habían destruido por algún motivo y eran pobres, terminaban internados en ese tipo de lugares. Al mismo tiempo me enteraba que el 82 por ciento de los presos de Olmos había pasado alguna vez por un instituto de menores. ¡Pobres pibes!, nacieron pobres, los encerraron porque se quedaron sin familias y más adelante terminaron todos en la cárcel. ¡Algo había que hacer! Todo esto provocaba que una idea me viniera dando vueltas en la cabeza y la charlaba con ese montón de adolescentes que se me habían acercado a la parroquia. Incluso, ya había empezado a llevarme de los institutos a muchos chicos y los repartía durante una o dos semanas en las casas de amigos, vecinos y hasta familiares. ¡Algo teníamos que hacer! Y seguramente, no por casualidad, pasó lo que pasó en aquella Navidad.
-¿Qué era de la vida de Uds. por ese entonces?
Fernando: -Un verdadero desastre…
Sandro: -Nosotros siempre habíamos vivido bien. Hasta la muerte de mi papá, éramos una familia normal. Pero ocurrió eso, al tiempo mi madre se juntó con un ex policía, que además tomaba, y todo cambió.
Margarita: -…tanto cambió que, de entrada, nos empezó a pegar a mí y a Fernando…Nos mandaba a pedir a la calle y si no traíamos nada, nos fajaba. Empezamos a ir a la parroquia María Auxiliadora para pedirle a la gente y allí conocimos al padre Miguel.
Sandro: -El padre Miguel era uno de los que nos ayudaba; en realidad mucha gente nos ayudaba y nosotros íbamos a la iglesia porque allí nos daban comida. En realidad, no nos interesaba la religión pero en la iglesia comíamos y también juntábamos plata para llevar a casa y evitar los golpes; mi padrastro quería dinero, no comida. Yo me cansé pronto de esa vida y me fui de mi casa. Vivía en la calle, dormía en las alcantarillas, en los zaguanes de las casas, en la puerta de la iglesia. Un día, el padre Miguel nos habló de Cajade, que estaba en una iglesia más cerquita de casa, y ese 24 de diciembre a la noche fuimos por primera vez a su misa.
-¿Y qué les llamó la atención?
Sandro: -Él se acercó a nosotros después de terminar la misa; la gente se estaba yendo e iba a cerrar la iglesia, y nos dijo que nos fuéramos a nuestra casa porque ya estaba por llegar la Navidad. «¿Qué es la Navidad?», le preguntamos nosotros, y eso hizo que se quedara a charlar con los tres. No me acuerdo bien sus palabras.
Margarita: -Más a la noche nos habló de Jesús, del arbolito y de toda la historia. Nosotros lo escuchábamos con atención, pero en realidad para nosotros la Navidad o cualquier otro día era lo mismo. Familia no teníamos, o mejor dicho la familia éramos los hermanos. Nosotros queríamos comer y la Navidad era como un fin de semana, en que no estaba el comedor de la escuela, es decir que no había comida.
-Y a vos Carlos ¿qué te llamó la atención de los chicos?
Carlos: -En esas fechas, a mí no me gustaba hacer la misa cerca de la medianoche para no romper el encuentro familiar y por eso la hacía a las 21. Esa noche tenía un montón de invitaciones de la gente del barrio y pensaba recorrer la mayor cantidad de casas posible.
Fernando: -Si, pero eligió estar con nosotros y no con los demás. Y eso fue lo importante…
Carlos: -Lo que recuerdo es que uno de ellos me contó que en la escuela le habían dado un pan dulce, pero que se lo había comido el mismo día. Nos quedamos charlando sobre la Navidad en la puerta de la parroquia y hasta les pregunté si lo que querían era dinero. Creo que me los quise sacar de encima con una monedas… Me contestaron que no, que ellos realmente no festejaban la Navidad, que vivían en una construcción que había en un terreno y que si no les creía que vaya con ellos. Ahí lo único que me pasó por la cabeza es que no los podía abandonar yo también. El que más me insistía para que vaya con ellos era Fernando…
Fernando: -Yo quería que nos siguiera y más a la noche, después que hicimos un fuego y se puso a tocar la guitarra, por nada del mundo quería que se fuera.
Carlos: -Yo tenía un auto viejo y nos subimos con Sandro, Fernando y Beto -Margarita estaba en la casita con Cachito y Alejandra, que eran los hermanos más chiquitos- y fuimos juntos a encontrarnos con los demás. La casita estaba al fondo de la casa familiar y esa noche no estaba ninguno de los grandes. Había que atravesar como un monte… Estaba todo oscuro. Yo entré asustado y hasta pensaba «qué estoy haciendo acá», pero ya estaba jugado y sentía que allí debía estar. Ellos iban adelante en medio de los sauces y seguía pensando «dónde me estoy metiendo»… Con el tiempo entendí que me estaba metiendo en el pesebre. Llegué y la vi a Margarita… Cachito, que ahora trabaja en nuestra imprenta y tiene una nenita hermosa, y que me miraba con unos ojos enormes, bien negritos y que brillaban increíblemente ante la luz de la vela…
Margarita: -… El padre se quedó en la puerta y miraba extrañado, y yo le dije que pasara tranquilo. Preguntó si teníamos para comer y le dije que no había nada. Yo quería que fuera a comprar comida; estaba desesperada de hambre y él se fue a traer lo que pudo, porque ya eran como las 11 de la noche. Trajo pan dulce, un budín, galletitas, una gaseosa para nosotros y un vino para él. Se sentó en la tierra porque no había sillas y, ante nuestra desesperación por comer rápido, nos enseñó cómo teníamos que compartir. Bajó una guitarra del auto, se quedó un montón, pasamos juntos la medianoche y después no lo dejábamos ir.
Carlos: -Yo no sé hasta qué hora me quedé, pero lo que sí recuerdo es que después ya no fui a ninguna de las casas en que me esperaban.
Margarita: -Me acuerdo que varias veces se les llenaron los ojos de lágrimas. Y para mí era como que había venido un ángel. Para nosotros, hasta ahí nuestro ángel era Sandro, que hacía de papá y de mamá. Tenía apenas un añito más, pero él se hacía cargo de todo. Nosotros perdimos mucho en nuestra niñez, pero Sandro perdió mucho más porque tuvo que hacerse grande de golpe. Nos lavaba, nos cocinaba, salía a la calle más que todos. Yo esa noche sentí que Sandro, nuestro ángel, había traído a otro ángel más grande para que nos ayude.
Sandro: (conmocionado) -Todo era muy difícil para nosotros, porque además teníamos mucho miedo en nuestra casa. Sabíamos que nuestro padrastro era un ex policía que en la dictadura había hecho cualquier cosa; él mismo nos había contado que secuestraba y torturaba gente, y la verdad es que nosotros le teníamos terror. Nos pegaba a todos, a mí, a ellos más chicos y lo peor es que también le pegaba a mi mamá. Nos quemaba con cigarrillos, nos fajaba con una varita de sauce. Le teníamos miedo y lo odiábamos al mismo tiempo. Siempre quisimos crecer para poder cagarlo a palos… Es más, siendo tan chicos, una vez estuvimos a punto de matarlo…
Margarita: -… Anotamos en un papelito la hora en que se iba y volvía y nos escondimos en un campo hasta que pasó. Sandro tenía un revólver y yo le decía «matalo Sandro, matalo ya», pero a él le temblaba la mano y no podía; yo le quería sacar el revólver para hacerlo, pero no me dejaba…
-¿Qué pasó después de esa Nochebuena?
Carlos: -«¿Qué hice anoche, qué me pasó?», me pregunté cuando desperté. Yo sentía una gran satisfacción. Sentía que había orientado mi vida. Era como que toda esa idea de hacer algo para los chicos más pobres, esa noche se había encaminado hacia algo concreto, el lugar donde estaban los chicos que no tenían nada.
Sandro: -Al otro día supimos que había pasado algo diferente. La gente siempre nos ayudaba con comida, con ropa o con plata, pero esa vez él se había quedado con nosotros. Se quedó para escucharnos, para darnos algo que nadie nos daba, que era amor. Con el tiempo fui viendo que lo que necesita un chico de la calle no es sólo comida. La mayoría de la gente te da para comer. Alguno porque es bueno, otro porque es solidario, y otro porque te quiere sacar de encima, pero algo te da. Sin embargo, lo que muy pocos te ofrecen es tiempo, cariño, afecto. El padre en esa noche nos dio todo eso. En un ratito, hizo más por nosotros que cualquiera. Por eso, yo lo tomé de una manera distinta y me pegué enseguida a él. En ese momento, pensaba «por qué este tipo se acerca a nosotros, si él tiene todo: su casa, su trabajo, su familia, todo lo que a nosotros nos faltaba. ¿Qué quiere de nosotros?». Después entendí que le sobraba amor y me di cuenta de dónde lo había sacado. Con el tiempo conocí a su familia. A Mario, a Raúl, a José, a Teresa que nos bancó un montón, ¡Lidia!, la mamá, que nos dio tanto amor cada vez que íbamos a la casa. En todos ellos había algo que nosotros no conocíamos; en ellos y en las familias que ellos armaron después, en sus hijos. En todos había tanto amor… que… (todos lloran y nadie se anima a agregar palabras, hasta que el propio Sandro, como siempre hizo, banca al resto y continúa)… Eso era justo lo que no teníamos nosotros y por eso aprendimos tanto de ese afecto. Por eso, cuando uno forma una familia no necesita grandes cosas para salir adelante. Y mucho menos plata. Solo amor y contención…
Carlos: -… Es muy lindo escuchar que lo que más le quedó al Flaco tiene que ver con el amor de mi familia y qué bueno que, a lo largo del tiempo, ellos consideren eso como la mejor enseñanza de aquel momento. Y que la hayan podido llevar adelante en cada familia que ellos supieron armar más tarde. Sandro fue el que puso todo para salvar a sus hermanos. La inteligencia y la capacidad para encontrar un camino que le mejore la vida a todos ellos. Con una frialdad para bancarse todo, pero sabiendo para dónde ir. Cuando él descubre que a mí el tema me había pegado y que yo ya había empezado a planear más cosas, juega todas sus barajas para ayudarme en la obra que iba a iniciar. Comienzan a venir a la parroquia, a quedarse a comer conmigo. El Flaco no dudó en luchar a fondo para terminar de acercar a todos sus hermanos. Al escucharlo ahora, veo que él primero dudó, pero que cuando vio que no había nada raro detrás de mi forma de actuar, imaginó un futuro mejor.
-Cuenten algo de esos primeros tiempos…
Carlos: -Ya desde aquella Navidad los chicos habían empezado a venir a cada rato; andaban juntando maderitas por la calle para hacer el fuego, pero siempre estaban en la parroquia; se acercaban a saludarme, me ayudaban en algunas cosas. Fue como la amistad, que va creciendo con el tiempo.
Sandro: -Ya de entrada nos dimos cuenta de que él era distinto. Recién nos conocía, pero nos llenaba de ternura y de atención… No era sólo la comida; era otra cosa. Y lo empecé a invadir y a tratar de acercar a todos mis hermanos. Es que cuando mi padrastro se enteró de que un cura había pasado la Nochebuena con nosotros y que se había quedado en nuestra casa, se enojó muchísimo. No se salvo nadie de los golpes. Claro, nosotros contamos con mucho entusiasmo lo que nos había pasado y él se volvió loco. Allí yo decidí que nos teníamos que ir todos y cada vez nos acercamos más al padre. Así fue hasta que una noche en que llovía un montón, Beto y yo nos quedamos a dormir en la parroquia por primera vez. Y no nos fuimos más.
Carlos: -Ellos no saben el bien que me hicieron, porque debo confesar algo muy mío. Yo vivía solo en la casa parroquial y de noche tenía un miedo espantoso. Era un lugar enorme, una manzana entera sin nadie y yo nunca había tenido que estar solo. Así que fueron ellos los que me ayudaron a mi, tanto como yo los ayudé a ellos. Es cierto, la primera noche había una tormenta impresionante y cuando cierro la puerta para que Beto y Sandro se vayan, pienso que no tenía sentido que con esa lluvia ellos la tuvieran que pasar entre cuatro chapas y yo con un inmenso lugar para repartir. Podríamos decir que allí nacía la obra. Después la cosa fue ir trayendo a los demás. Al día siguiente vino Fernando, luego Beto y, después de un tiempo, también llegaron Margarita, Cachito y Alejandra. Todo gracias a aquella claridad para luchar que tenía Sandro. De hecho, uno o dos años más adelante, cuando ya estábamos viviendo en lo que hoy es el Hogar, en un momento de crisis muy profunda dentro de la obra -estaban viviendo con nosotros pibes muy pesados, que un día casi queman la casa- el que toma las riendas del asunto fue Sandro. Toma el mando interno de la casa, se la pone al hombro y la saca adelante. Yo tenía que estar en la iglesia de Berisso y Quarraccino (Antonio, por entonces Arzobispo de La Plata) se negaba a todo lo que estábamos armando con los pibes; no quería que viviera con ellos y me obligaba a estar en la parroquia, así que me desdoblaba en todo y me estaba volviendo loco. En ese momento, el Flaco sostenía mi ausencia con una enorme lucidez. Yo siempre digo que él fue una de las vértebras en todo lo que luego se construyó. Fue la primera columna para salvar la obra.
Sandro: -Recuerdo de esos primeros tiempos que de mi parte no hubo problemas para instalarme porque yo ya hacía casi un año que venía durmiendo en la calle y desapareciendo de mi casa. Sí hubo algunos problemas con mis hermanos y también con alguna gente que rodeaba al padre. Yo quería llevarlos a todos, pero él me decía que había que hacerlo de a poco. Había gente de la parroquia que no quería porque durante el día quedábamos solos y hacíamos muchas travesuras. Una señora gorda protestaba porque -hay que reconocerlo- éramos terribles.
Margarita: -Ese tiempo lo sufrí muchísimo. Me enojé con Sandro porque creía que me estaba dejando en un lugar en el que cada vez me pegaban más y también con el cura. Una noche fuimos a comer a la parroquia y le dije que no quería volver a mi casa, que me encierre en un colegio pero que no me lleve. Él me llevó igual, le gritaba que era un malo y me dijo «quedate tranquila que yo te voy a sacar de aquí»… Al otro día, a las 5 de la mañana, fue un policía a buscarme porque el padre no había podido dormir en toda la noche. Ya me esperaba en la comisaría y nos llevó a los más chicos a la casa de su mamá Lidia.
Carlos: -Hubo todo un tiempo para terminar de sacarlos a todos. Habían empezado a llegar chicos de otras familias, como Miguel, que ahora es uno de los responsables de la imprenta y otros que después se fueron. Hasta hicimos una asamblea antes de recibirla a ella, que era la primera nena. Hubo un tiempo de decisiones en conjunto.
-Mario, ¿cómo se vivía todo esto del lado de la familia Cajade?
Mario: -Los 24 a la noche se la pasaba con las familias políticas, así que en esa Nochebuena no notamos su ausencia. En el mediodía de Navidad, sí nos juntamos todos los Cajade y Carli nos contó lo que había hecho la noche anterior. No nos llamó la atención. Con los días, mamá se entró a preocupar porque cada vez venía menos y ahí empezamos a tomar conciencia de que algo más grande estaba ocurriendo.
Carlos: -Yo me acuerdo que una señora de Berisso había ido a hablar con mi mamá a decirle que yo andaba con pibes delincuentes. Mi mamá, que ya los conocía a ellos porque yo los llevaba a mi casa, se sonrió y le restó importancia. Y al poco tiempo, hasta me los empezó a tener, a Cachito y a los más chiquitos. Se metió con todo en el proyecto y fue importantísima para bancarme. Igual fue un tiempo difícil porque no estábamos preparados para lo que luego iba a venir y no teníamos nada armado para recibir tantos chicos.
-A la distancia, ¿qué ven de la nueva vida que empezó para todos?
Margarita: -Veo que un día murió mi papá y desde el cielo nos mandaron al cura.
Fernando: -Nos salvó la vida. Con él volvimos a renacer.
Sandro: -Yo hubiese preferido tener una vida normal, como la que tenía cuando vivía mi viejo, pero dado como se dieron las cosas, el padre Carlos es lo mejor que nos pudo haber pasado. A nosotros y a todos los chicos como nosotros. Creo que algo nos iluminó para esa noche ir a verlo a la parroquia. Y después sé que tuve mucha seguridad para no volverme para atrás y seguir en esta nueva vida que aparecía. Hasta tuve que luchar contra mis principios. Yo era un chico con muchas mañas, medio duro por el sufrimiento y por la calle, y que alguien venga y que en lugar de dinero te dé un abrazo, te haga sentir que te tiene cariño, no es fácil de aceptar desde adentro, te parece que te quiere sacar algo. Con él y con su familia todo fue diferente. Nos taparon de amor y nos enseñaron a armar una familia, que es lo que hoy todos logramos hacer.
Carlos: -Como dijo Sandro, el gran triunfo de todo esto se dará el día en que cada chico pueda vivir con su papá y con su mamá y no hagan falta este tipo de obras. No habría dignidad más grande. Igual, creo que desde aquella Nochebuena se abrió una lucecita de esperanza. Sin darnos cuenta, entre un cura que tenía miedo a la noche y un grupo de pibes que estaban sufriendo lo que nadie podría imaginar, se abrió una puertita gracias al protagonismo de todos. Los pibes que con el tiempo llegaron al Hogar, encontraron algo mejor y con más posibilidades, pero ellos que agarraron esas primeras épocas, tuvieron que tener una gran valentía para vivir. Estábamos solos, era todo intemperie, pero sobraba amor. Y eso nos salvó a todos.
Sandro: -Es que, dinero te da cualquiera, educar te educa cualquiera. Quererte no…
¡¡¡¿Dónde está el auto?!!!
La mateada fue distendida de a ratos, conmocionante en otros… Siempre cálida y auténtica. Como a la hora de contar algunas travesuras cometidas por los chicos en los primeros tiempos de convivencia. Tiempos difíciles en los que a ellos les costaba manejarse con valores relacionados a la lealtad o el respeto, y en los que el «flamante papá» estaba aprendiendo a criar a unos pibes terribles. ¿Rabietas? Un montón.
Margarita: -¿Puedo contar alguna, padre?
Carlos: Me hiciste agarrar tantas… (carcajadas)… Me acuerdo de cuando me abriste en mil pedazos un equipo de música, para buscar adentro al cantante…
Margarita: -… o cuando, cada vez que nacía un chanchito, yo agarraba un balde y, por querer bañarlo, lo ahogaba.
Sandro: -Yo me acuerdo de una más grave, que fue cuando le robamos el auto y él (señala a Cajade); a pesar de la bronca que tenía, nos dejó una enseñanza imborrable…
Carlos: -Una mañana me levanto y no estaban ni ellos ni el auto. Me quería morir. No podía entender que se hubieran ido y con el auto… A través de un amigo, pedí ayuda a la policía…
Sandro: -Lo importante fue lo que ocurrió después. Nosotros nunca dudamos del amor que nos tenía, pero esa noche hizo algo muy particular que nos pegó mucho. A la mañana le sacamos el auto y nos fuimos a nuestra zona, en Berisso. Andábamos por ahí mostrándonos hasta que pinchamos una rueda. Dejamos el auto tirado y nos fuimos a esconder a la casa de mi mamá. Más tarde aparece el cura y salimos rajando por el medio del campo. Más a la noche nos agarra la policía y nos lleva a la comisaría. Había un vigilante gordo que nos tenía unas ganas bárbara. Le avisan al cura y se apareció. Nosotros estábamos contra la pared, con la cabeza agachada porque nos daba vergüenza mirarlo. El vigilante le decía «déjelos acá que nosotros los vamos a atender… Usted los baña con agua caliente; acá les vamos a meter agua fría», y se frotaba las manos, y él gritaba: «¡no, a los chicos me los llevo!». En un momento el policía se enojó y le dijo: «bueno, si no los deja no me llame más, porque yo no me haré responsable de los actos de ellos» y él, más enojado, le contestó: «¡Claro, qué va a ser el responsable… El responsable de los actos de ellos soy yo, y se vienen conmigo!». Nosotros sabíamos que él estaba con bronca por lo que le habíamos hecho, dolorido, pero ni aún así nos abandonó…».