Y ellos le vienen ganando esa otra Pulseada a la vida. Desde que decidieron salir a venderla, Graciela y sus hijos David, Ayelén, Emanuel ya no sobreviven, y cumplieron un sueño tan propio como colectivo, el de los que creamos esta revista, el de Carlitos: «Que los chicos se críen con sus padres, que cenen en su mesa»… Pero restan otras pulseadas, aún más difíciles: «que no haya necesidad de más comedores porque los papás por fin, tienen trabajo»
«¡¡¡Chau Pulseada!!!», le grita una señora al pasar… «Hoy no me la llevaste«, la reta y sonríe un hombre detrás de su vidrio polarizado de cuatro por cuatro. Es que no debe quedar platense que no haya visto pasar alguna vez a Graciela Romero, acompañada por sus hijos David, Ayelén, Emanuel, o sola; que no los hayan visto pasar con esas verdes chaquetas, insignia de valor; primero a pie casa por casa, luego en bicicleta, después en moto y dentro de poco en auto con el fajo de revistas que ya no pesan tanto porque ahora tienen movilidad.
Antes de ser vendedores, cargaban con otras pulseadas. Graciela era cocinera del Hospital Italiano hasta que el concesionario perdió la licitación y la trasladaron a Quilmes. Pero como no tenía con quién dejar a los chicos, se quedó sin el empleo, «en la miseria rotunda. Ni para comer había».
Y a ella le sonaba conocido todo eso: «Cuando era chica pedía, cirujeaba, sé lo que es la miseria, dormíamos en el piso, mis hermanos estuvieron en orfanatos, fui abusada… Siempre me propuse que lo que a mí me pasó no le pasaría a mis hijos».
Cuesta recordarla a Graciela hace apenas tres años, llegando a la revista en busca de ejemplares, así, entre avasallante y a la defensiva. Hoy también avasalla, pero distinto, derrocha palabra; no ahorra “gracias”, tampoco fuerza…: “Recuperamos la dignidad. Por eso digo que le debo mucho a Dios y a Cajade. No sé en qué hubiera terminado… Había que criar estas criaturas. Hoy ellos ya no van a un comedor: nos sentamos en casa a comer”.
Son casi las ocho de una noche ciclotímica. Parece que llueve y no, cuando se acomodan Graciela, y los mellizos Ayelén y Emanuel. Miran el grabador que ya conocen. Ella primero, como siempre, encara: “Y ¡cómo trabajamos!, porque fijate que a esta hora nos vamos a vender a Berisso donde le hacen un homenaje al cura… Los chicos siempre se quieren enganchar, cuando no tienen ganas no vienen… Para ellos es un juego. Crecieron con la revista, tenían siete años cuando empezaron, ahora tienen once”.
Los tres rondean el mate y untan con dulce las tostadas. Las revistas, los esperan afuera.
Un solo puño…
… ya eran cuando empezaron. Salieron a venderla desde el primer número, ese que en la presentación en público autografiaba contenta la Negri, que además sonreía en la tapa. “Nadie conocía a la revista entonces. Decíamos “La Pulseada” y se paraban a preguntar qué era eso. Un día decidimos cambiar de técnica, porque nosotros somos un solo cerebro en esta familia. Y empezamos a decir ‘La revista del padre Cajares’. Así le decíamos hasta que un cliente nos dijo que era ‘Cajade’”.
El primer día vendieron tres revistas “y compramos un yogur y medio kilo de pan”.
-¿Y después?
-Nos entusiasmamos. «Mami, vamos a vender, vamos a ver si vendemos más», me decían ¿Se acuerdan chicos? El primer mes vendimos veinte revistas. Para mí tener 20 pesos era… no sabés.
-¿Tenían idea de qué se trataba la revista?
-No, yo pensaba que era toda de religión. Eso antes de verla. Ahora me sé todo. La gente me pregunta: «Graciela, ¿en cuál está el tema de los Sin Tierra?». «En tal revista» o «¿El ángel de la bicicleta?», o… Y fuimos conociendo gente, porque íbamos casa por casa. De cien casas, diez nos decían que no… Pero de cien.
–¿Qué hacían con lo que ganaban?
-Primero pagamos la deuda de mi casa que estaba hipotecada: eran doce chequeras de 100 pesos. Después pude levantar la deuda de la luz, porque tuve que engancharme. Pagamos. Y el gas… Además los tenía a ellos, había que calzarlos, el colegio…
-Y cuando empezaron a planificar, ya sin deudas…
-Planificábamos por mes…
-Un mes planeamos comprar la computadora, y justo le sacaron el Plan (Trabajar) a mi mamá –Ayelén toma el mate y pregunta por qué cebo amargo mientras mira el azúcar-… Y pensábamos que no íbamos a llegar. Pero seguimos vendiendo y la pagamos.
-La pagamos completa con la revista. Hoy como mínimo vendemos 500, a veces más. Ahora me hice empresaria -Graciela se ríe y contagia-. Nos dedicamos a vender en los eventos. Como no me dan los tiempos para entregar las 800 suscripciones que fuimos haciendo en estos años, y no quiero dejar a la gente esperando, le di 100 a mi hijo. Él trabaja en una empresa pero no le alcanza y me pidió ayuda. Así que también él se está levantando con la revista… Y hay dos chicas que estudian Trabajo Social y alquilan, estaban sin trabajo y entonces les ofrecí si querían vender y les di de mis suscripciones.
-¿Te acordás cuando hicimos la primer nota allá en la vieja redacción de la revista? (“Los Vendedores de La Pulseada”, La Pulseada Nº 10) En esa época teníamos 80 suscripciones, y mirá -se enorgullece Emanuel-. Y ahora con la revista compramos la moto, la bicicleta…
-Edifiqué mi casa al fondo… -Graciela toma la posta-. Además, hice un curso de Química y me puse un local de productos de limpieza. Nos vamos de vacaciones todos los años… Este año toca Mar del Plata.
-¡Y el DVD! -dice de un salto Emanuel, que casi casi se olvidaba.
–De todos los clientes, ¿quiénes son los más solidarios?
-Los que menos tienen son los que más te brindan, en ayuda y en afecto. Y eso que vivimos mejor que cien de los clientes nuestros. Yo pienso que la gente nos quiere porque es más importante ir a vender una revista que ir a pedir un pedazo de pan. Mucha gente me dijo eso -recuerda Graciela-. Me dicen que me admiran. Y eso te hace sentir bien, mamita, porque una cosa es trabajar y otra ir a pedir…
-Y de las revistas, ¿cuál es la tapa que más les gustó?
-A mí la del Patrimonio. Tiene un compás en la tapa y me sirvió para un trabajo del colegio -se apura Emanuel.
-“Con las alas del alma”, la 34. Y la número 10 -lo secunda Ayelén.
-La 27, “Sábana y mantel”, me re encantó. A la gente le gustan todas las tapas, salvo las que salían medio monstruosas, las oscuras -confiesa Graciela antes del trueno que antecede al chaparrón, y saltan de la silla.
-¡Las revistas!… Ah no, están bajo techo.
Y se vuelven a sentar. Entonces Graciela se nubla y retoma desde donde puede:
-… Nos queremos comprar un auto ahora… Pero con esto que nos paso con Cajade…
Llueve sobre mojado
“Yo quería interiorizarme qué era lo que él hacía porque me gustaba lo que la gente decía de él… Decían que era un sacerdote fuera de lo común”. A Graciela nunca le faltó curiosidad pero el cura la intrigaba; cada mes, tras el reparto, un poco más. Pasó bastante tiempo hasta que por fin estuvo cara a cara… pero sin saberlo.
-Me acuerdo que la primera vez que fuimos a la misa no sabíamos que era el Padre Cajade, y le vendimos la revista… Y él nos compraba, se reía. Yo iba… Le decía “La revista del Padre Cajade”… Y él se compraba su propia revista, y se reía. Y después una señora nos dijo que era él -Emanuel no puede evitar sonrojarse.
-¿Cómo llegaron a la capilla?
-Una señora nos pidió que le lleváramos la revista a Schoenstatt. Ahí daba misa el cura. Yo esperaba ver a un sacerdote con sotana, serio, sin charla con la gente, pero fue impactante. Tenía miedo que no me dejara vender la revista por soy evangélica… Pensé que me iba a rechazar.
-¿Y qué pasó?
–«Parece un pastor de mi iglesia», le dije cuando lo conocí. «Yo tengo muchos amigos pastores», me dijo y me abrazó. El alma me volvió al cuerpo, porque no me iba a decir nada de no vender la revista. «Si Usted con esto puede criar a sus niños, bienvenido sea». Nos hizo una oración ese día.
-Y la primera charla ¿cómo fue?
-Ahí mismo en la capillita: «¿Usted es el padre Cajade?», le pregunté. «Si», me dice. Los abrazó a los nenes que tenían siete años y David, nueve. «¿Estos son sus pichones?. Eso es lo que me agrada, que los hijos se críen en el hogar, con la mamá y el papá», me dijo. Yo le conté que era sola y que vendía la revista por falta de trabajo. «Usted cuando necesite algo puede pedirme», me dijo. Y una vez le pedí guardapolvos para los chicos, y me dio. Fui a buscarlos al Hogar… Ahí conocimos el Hogar.
-Yo pensaba que era una casa grande, pero son todas casitas chiquitas -no sale de su asombro Ayelén.
-Pensé que me iba a encontrar con un orfanato con celadoras grandes y malas y el Padre manejando eso, pero me encuentro familias. Eso a mí me impactó también. Veías a los nenes jugando afuera, las chicas que me preguntaban qué más necesitaba… Me dio los guardapolvos, lo que necesitara, y sin conocer mi situación. Era el mejor…
-¿Y cómo se enteraron de su fallecimiento?
-El sábado que murió Cajade hacían una misa en Schoenstatt pidiendo por su salud. Fuimos, Ayelén subió a hablar con la monja y fue la primera que se enteró. Como la vi re mal, opté por irme. El día siguiente, yo voté en la escuela Santa Lucía, y ahí la gente se enteraba por el diario. Va a costar mucho superar esto. Él fue una bendición. Nosotros no vivimos en el Hogar pero nos sentimos como si viviéramos; la revista nos da esa… cómo te podría decir… esa familiaridad. Ahora me preguntan cómo va a seguir el Hogar. La gente me pregunta si va a salir la revista…
-Y si tuvieran que elegir alguna anécdota con Carlitos…
-Ahhh. No terminamos más -se le escapa a Ayelén.
-Yo rescato su humanidad. Un día le dije si me podía tener a los nenes en el Hogar y él me enseñó que tenía que criar yo misma a mis hijos, que él me iba a ayudar a que los críe… Porque yo en un momento los había querido hacer adoptar, no tenía para darles de comer, y no quería que se murieran de hambre…
-Yo me acuerdo una anécdota -dice Ayelén-. Una vez estábamos vendiendo la número 27 y nos quedamos sin revistas, y un señor le decía: «Carlitos, Carlitos, la señora se quedó sin revistas». «Ahí tengo revistas en la camioneta», dijo. Y, sin conocerlo, le dio la llave de la camioneta a mi hermano. «Andá che pibe, traete todas las revista de la camioneta y véndanlas».
-Le quisimos pagar pero no quiso… Y otra vez, habían venido los de la Shell a darle una donación y yo estaba con las revistas de los piqueteros y él no sabía cómo decirme a mí que venda otra, quería avisarme que esa no… Y sabés que igual nos compraron la revista los de la Shell -se muere de risa Graciela-; hasta nos dieron plata.
-¿Y ahora qué les dice la gente?
-La gente llora, nos abrazan, nos dan apoyo, dicen que no nos van a abandonar. Por ejemplo, el presidente de Estudiantes nos dijo que él iba a apadrinar totalmente el Hogar; la fábrica Topper quiere llevar zapatillas. La gente lo llora pero no quiere dejar de lado a la obra, quiere ayudar, no quieren que el Hogar se cierre. El otro día, justo llega mi nena a venderle a una clienta. Entró a la casa de la señora y estaba llorando la muerte del Padre, justo. Ayelén le puso música, le bailó árabe… para que se ponga mejor. Después me llamó la señora y me dijo que tengo una hija maravillosa.
-¿Y esa otra señora, mamá?
-Una señora me preguntó por Cajade y le tuve que decir que había fallecido. No lo podía creer y empezó a gritar: «No existe Dios, no existe Dios». Yo no sabía qué decirle. Le dije que Dios necesita a sus ángeles con él. «No, los necesitamos acá, que esos chicos no tienen para comer», gritaba. Tuvo una crisis de nervios… Después otra me decía: «Habiendo tanta gente mala… ¿Usted cree en Dios?….». «Si», le dije. «Y va a seguir creyendo después de esta injusticia?».
-Otra decía: «Que lástima que es cura porque sino me hubiera casado con él…» -distiende Ayelén.
-Yo le dije una vez a mis hijos: “La verdad es que se salva porque es cura” -los tres se miran y se hace un silencio…- Si como dijo una señora cada 100 años nace un líder, doy gracias a Dios que pude ver a este…
Verona Demaestri
2 commentsOn Un sueño hecho realidad
Hermoso relato! queremos la revista somos de Ringuelet !!
Hola, Susana. Escribinos con tus datos a lapulseada@lapulseada.com.ar
¡Saludos!