Un mono loco de contento

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Foto Gabriela Hernández

Figura clave de la renovación de la música popular, el “Mono” Rubén Izarrualde tiene una rutina febril: lidera tres conjuntos y se la pasa de gira por la Argentina profunda. Heredero artístico del Chango Farías Gómez, sólo cree en un mandato: no ser menos ni más que nadie y saber transmitir la música. De cómo un niño cantor de tangos se convirtió en uno de los flautistas más importantes del país. 

Por Juan Manuel Mannarino

Diego Armando Maradona nunca abandonó Villa Fiorito. Habrá conocido lujos, paraísos y todo tipo de placeres, habrá sido uno y mil Diegos, pero el lugar donde nació y fundó uno de los mitos populares más impactantes nunca alcanzó a extrañarlo, porque “Villa Fiorito nunca abandonó a Diego”. Así lo cree Rubén “Mono” Izarrualde, sentado en una mesa con pizza y cerveza negra de un bar céntrico de la ciudad. Es una noche de verano y el flautista platense está famélico: arrastra horas sin comer.

—Suena algo nostálgico, un cliché del tango…

—Sí, lo sé, pero no es el tipo de melancolía que aburre y paraliza. Uno no puede separarse del lugar en el que creció. Viví en Europa, en México, conocí todo tipo de lugares y sigo viajando. La Plata nunca dejó de estar presente en mí, así estuviera en Escandinavia. Cuando hacemos música popular es algo parecido. Tenemos una gran tradición, unas raíces muy profundas, pero que no dependen sólo del recuerdo o son una pieza de museo sino que se mueven, cambian todo el tiempo. Y sin embargo, como le pasa al Diego, están en lo más profundo de nuestra cultura. Una zamba sigue siendo una experiencia intensa: aunque sea sencilla no es fácil conectarse con ella, hay que tener predisposición y una sensibilidad popular. No le llega a cualquiera.

—¿Cómo es eso?

La música se te transmite o no se transmite. Pero para que te llegue, para que la conozcas y la disfrutes, es importante saber cómo se difunde y cómo circula. La prensa y el mercado musical siguen rigiéndose por lo tradicionalista. Pero es una tradición falsa, festivalera. Fijate lo que pasó en Cosquín con Juan Falú: lo sacaron del escenario. Desconocieron su trayectoria, su aporte fundamental a la música popular. Es increíble. Si no cuestionamos eso, estamos fritos. Otra cuestión: ¿qué hace una Julieta Venegas en un festival de folclore?

—¿Vos en qué circuito preferís moverte?

—Me gusta hacer las cosas caseramente, con amor. Con mis grupos no nos interesa ir a Cosquín ni a cualquier festival grande, porque allí no tenemos lugar. Para que nos den cinco minutos y nos maltraten preferimos circular por espacios más pequeños pero cercanos. Ahí nos sentimos cómodos y al mismo tiempo comprobamos que no todo el mundo va a los festivales masivos. Nos movemos en lugares de la Argentina profunda, donde hay otro contacto. Hay un público que nos va a escuchar. Mi único credo es lo que alguna vez dijo el Chango Farías Gómez: “Nadie es más que nadie”. Después de tantos años de carrera no me siento mejor ni peor que nadie. Tengo ganas de seguir aprendiendo y de no perder el amor por la música.

 

Como flautista, el Mono llegó a actuar junto a artistas tan notorios y disímiles como Paquito D’Rivera, Amparo Ochoa, Miguel Cantilo, Eduardo Rovira, Raúl Carnota y María Creuza. Es común que los flautistas toquen también otros instrumentos de viento, como saxos, clarinetes o quenas. Pero él prefirió convertirse en un flautista singular, de los mejores del país, con un estilo propio que paseó por muchas de las variantes de la música popular: bossa nova, rock, tango, folclore. A los 60 años, nadie puede negar que Izarrualde ha sido uno de los protagonistas fundamentales de la música popular argentina de las últimas décadas. Desde su participación en el pionero grupo Anacrusa, que lideró José Luis Castiñeira de Dios, hasta el inolvidable Músicos Populares Argentinos (MPA), junto al Chango Farías Gómez, Peteco Carabajal, Jacinto Piedra y Verónica Condomí, pasando por el trío Vitale-Izarrualde-González y llegando a formaciones como el cuarteto Cuartoelemento (junto a Horacio López, percusión y voz; Matías González, bajo y voz y Néstor Gómez, guitarra y voz). En diciembre pasado, con la Orquesta de Música Popular Chango Farías Gómez sacó el primer volumen de “Música Clásica Argentina”. Y ahora está presentado por todo el país, con MonoAsociados (trío conformado junto a Matías Álvarez en piano y Pablo Alessia en guitarra), el disco que lleva el mismo nombre que el conjunto. Y dice estar loco de contento.

—MonoAsociados tiene arreglos de temas tradicionales como “Chacarera de un triste” y “Romance de barrio”. ¿Es una especie de retorno al trío con Lito Vitale y Lucho González?

—En parte sí, pero es una experiencia bastante distinta. En aquel momento, Lito me había llamado para que reemplazara a Jorge Cumbo, pero el trío ya funcionaba, estaba armado. Con los chicos de MonoAsociados siento que está todo armándose y eso me atrae muchísimo. Somos rigurosos con los ensayos y con lo que queda el disco está ajustado. Pero al mismo tiempo nos divertimos, dialogamos, probamos cosas y para mí es un placer tocar con dos monstruos de treinta y pico que te enseñan sonidos nuevos. Matías no es Lito, es otro pianista, prefiere aparecer cada tanto, te sigue, te acompaña. Y Pablo no tiene la impronta latinoamericana de Lucho, es más tanguero. Nos encanta pasar de una milonga a un vals, de una zamba a una cueca.

El Mono parece uno de esos matemáticos que demuestran un concepto con un ejemplo. Física y mentalmente, se considera un espíritu agitado. Y se encarga de hacerlo saber a cada palabra, a cada gesto. Con sólo permanecer cinco minutos a su lado se sabrá lo irritantemente inquieto que es: se para, se sienta y conversa con propios y extraños, a los cuales no duda en exhibir su arma predilecta: una sonrisa ancha y estruendosa.

—Sos líder de varios proyectos: Cuartoelemento, MonoAsociados y la Orquesta de Música Popular Chango Farías Gómez, donde toca y canta tu hijo Jerónimo. La pregunta obvia es cómo hacés para no saturarte y poner cada cosa en su lugar.

—Lo siento como una gran responsabilidad, pero son espacios bien distintos y con cada uno tengo experiencias diferentes. Con el trío tenemos una conexión increíble, mis compañeros son jóvenes talentosos y suena muy musical, preciso, prolijo. Con el cuarteto llevamos diez años de noviazgo y el enamoramiento continúa. Cada uno tiene proyectos por otros lados, pero cuando nos vemos nos encerramos a tocar, improvisamos y somos capaces de sacar un disco en un par de semanas. Y en la Orquesta (La Pulseada 96, diciembre de 2011) siento que el Chango sigue estando presente y que a mí me tocó ser el heredero, el que está a cargo de que su pensamiento y su música sigan vigentes. Cuando pensaba en la Orquesta, él pensaba en hacer música clásica argentina. Fue único. Lo que Astor Piazzolla fue para el tango. ¿Qué más puedo pedir?

—El Chango no hablaba de folclore sino de “proyección folclórica”. ¿Seguís defendiendo su idea?

—Sí, aunque a mí me gusta decir que hago “música criolla”, que es la mejor manera de juntar todo el registro del mestizaje que somos. La música criolla no es folk, es algo vivo, en tránsito, y es abarcativa, porque incluye de una guaracha a una vidala, de una cueca a un huayno. De los ‘60 para acá, siempre ocurrió que la novedad fue al principio resistida. Recuerdo que cuando escuché al trío Kelo Palacios, Chango Farías Gómez y Dino Saluzzi me partió la cabeza porque lo único que importaba era el ritmo, pero los folcloristas los miraban feo. A mí me pasó con MPA: tocábamos en Santiago del Estero y nos tiraban con todo. Pero la rebeldía es clave. Es como tener 16 años y no discutir con tu viejo. ¡Necesitás imponer tu personalidad, chabón!

Brillar en conjunto

Horas antes de la entrevista, el Mono grabó unos temas con Cuartoelemento en un estudio porteño. Como había cola para tomar el colectivo, le propuso al guitarrista Néstor Gómez volverse en tren a La Plata. “Néstor me miró raro, porque estábamos con los instrumentos encima. Le dije que no iba a pasar nada, que el tren está lleno de laburantes. Como nosotros, ni más ni menos —reflexiona—. Eso nunca lo perdí y es una de las cosas que más aprendí del Chango: los artistas no somos gente especial, somos trabajadores y tenemos los mismos problemas que cualquier persona”.

Al rato, Izarrualde hace chistes con sus sesiones de terapia, habla en voz alta con su mánager y se queja del alto cachet que piden los teatros. Dice que su hija de diez años está fascinada con el actor y director de cine Buster Keaton y cuenta que el error, en el arte, puede transformarse en algo revelador.

—Cuando se ensaya tanto, uno se equivoca. Es inevitable. Pero hay errores y errores. Hay un tipo de error que es mágico: de repente, estás tocando un tema que se alarga en la improvisación y que te lleva a un lugar absolutamente inesperado. Después mirás a tu alrededor y te das cuenta de que te fuiste a la mierda pero que está buenísimo y de que a tus compañeros les pasa lo mismo, porque apareció un sonido imprevisto. Es muy diferente de cuando estás tocando, hacés la tuya y no registrás lo que sucede en tu contexto porque te importa brillar de manera individual. En la Orquesta a veces pasa que alguien se va de registro y entonces alguien le hace un gesto para que no se extienda. Ese sería un error que no aporta mucho a la cosa porque retrasa la creación grupal y la confunde. No es que haya cosas que no se puedan discutir o proponer, porque de hecho intercambiamos opiniones sobre cómo hacer un arreglo, por ejemplo. Pero cada uno tiene su lugar y debe respetar el del otro. Soy muy hinchapelotas con eso.

De chico, como hijo único, acompañaba a sus padres a los bailes de tango en los clubes y en los carnavales de barrio (“Me maravillaban los hombres que se travestían, era muy divertido”, recuerda). A los cinco años empezó a cantar: lo hacía en los cumpleaños de quince, en las reuniones familiares. Siendo todavía un chico cantó varias veces en los cabarets cercanos a la estación de trenes. A los nueve años, una orquesta barrial habló con su padre y rápidamente se sumó como cantor estable: “Era muy tímido, pero en el escenario me comportaba de otra manera. Y verlo a mi viejo tan excitado, que era un amante del tango y había sido músico frustrado, era todo para mí”.

—¿Por qué no te dedicaste al canto?

—Mirá, mi vieja cantaba hermoso cuando hacía los quehaceres domésticos. Y yo canté tangos hasta los 16, que fue cuando falleció mi viejo. Mi voz se apagó. Y la de mi vieja, también. Siempre digo que no soy cantante, soy cantor. Pero la voz la pongo en el instrumento. La flauta traversa es una prolongación de mi voz. Me costó mucho, pero siento que lo único que soy es un buen flautista.

—¿Y qué te llevó a la flauta traversa?

—Quise estudiar la guitarra o el piano, como cualquier hijo de vecino de un barrio. Pero en el conservatorio Gilardo Gilardi no había cupos y quedé boyando. Me sumé al coro de un profesor, Antonio Russo, que me convenció para que tocara un instrumento de viento porque tenía buenas manos y una boca grande. ¡Imaginate cómo sonaba eso en un pibe! Recorría los pasillos del conservatorio y una tarde escuché el sonido de una flauta. Lo relacioné con el tango del 900, que se hacía con ese instrumento. Me acerqué a la puerta de donde salía el sonido. La toqué. El profesor se llamaba Alfredo Montanaro y me propuso pasar. Era muy tímido y no quise. Me hizo entrar y cerró la puerta. Me gustaban el fagot, el trombón, el clarinete, el oboe, pero ninguno me atrapó tanto como la flauta. Ese fue el comienzo: nunca más la abandoné. Estudié muchas horas durante años. Ojo: hay muchos que estudian mucho y no transmiten nada. Hay que saber transmitir.

No aprendió la improvisación con ningún jazzero, sino escuchando a Johann Sebastian Bach. “El tipo se la pasaba componiendo, dos o tres temas por día, y en el medio improvisaba porque si no se moría de aburrimiento —hace una pausa y despotrica contra los desapasionados—. La música fluye por las venas, entra, corre. Es algo que se instala, como me pasó a mí de pequeños con los bailes de los clubes de barrio, y que nunca se va del cuerpo”, dice, mientras se queja de que la masa de la fainá de la pizza está “demasiado alta, como una torta”.

Se levanta, charla con los pizzeros y bromea. Así se muestra el Mono en público: saltarín, huidizo, desacartonado. “Me molesta la solemnidad y asumo que soy así, si hay algo que me molesta lo digo, o si pasa alguien que no conozco y me dan ganas de saludarlo lo saludo”. La fainá saldrá más fina en la siguiente porción. No era para menos: en otro local de la misma pizzería, el dueño agregó al menú un estilo de pizza que llamó “la fainá del Mono”.

—¿Qué tipo de flautistas te conmueven?

—Los que saben decir con el instrumento. Es como con la música popular cuando se escucha un Atahualpa Yupanqui, un Virgilio Expósito, un Aníbal Troilo, un Cuchi Leguizamón. Por ejemplo, Ian Anderson me aburre, porque hace siempre lo mismo. Me gustan Arturo Schneider, Jeremy Steig, Hubert Laws… Pablo Raninqueo era el gran flautista platense. Todavía tengo mucho dolor por su muerte. Era un excelente tipo y uno de los que tenían más sangre a la hora de tocar. Pablo tenía “don de gentes” y yo me identifico a pleno con ese tipo de personalidad.

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