Las masivas protestas se extienden en la calles de varias ciudades del país. La chispa que desató el incendio fue la reacción a una reforma impositiva regresiva. Su origen tiene razones vinculadas con la implementación de políticas neoliberales que se complementan con una represión salvaje: ya causó medio centenar de muertes y decenas de ataques sexuales. El paralelismo con la actualidad política chilena.
Por Lucio Garriga Olmo
Fotos: Telam
Este viernes las masivas protestas que se desarrollan en las calles colombianas cumplen su primer mes, jornada que se celebrará con una gran manifestación para conmemorar el 28 de abril, que dio inicio al estallido social nacional más grande de las últimas décadas. El ahora renunciado exministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla, no imaginó que su regresivo proyecto de reforma impositiva –en vano ya retirado– sería el detonante de un movimiento que ha logrado poner en jaque al modelo económico, político y social dominante liderado desde la Casa de Nariño por el presidente, Iván Duque, y desde las sombras por el exmandatario y hombre fuerte de la política colombiana, Álvaro Uribe. A pesar de una cruenta represión y frente al reflejo del espejo chileno, Colombia promete seguir en las calles varios meses más.
La elección de conmemorar el primer mes de protestas es una decisión arbitraria en base a la chispa que incendió la pradera, pero determinar su verdadero origen y motivo es una tarea compleja porque desde hace años Colombia registra una profundización de la protesta social contra las políticas neoliberales de gobiernos conservadores. La razón que llevó a gran parte de la ciudadanía a las calles en plena tercera ola de la pandemia de COVID-19 fue concreta: el intento de aprobar una reforma impositiva conocida como Ley de Solidaridad Sostenible. Con ella se establecía, en plena crisis económica y social, aumentar el IVA en los productos de la canasta familiar, los combustibles y los servicios públicos y -a la vez- engrosar el universo de pago del impuesto a las ganancias sobre sectores de la clase media y clase media baja. El motivo gubernamental también era regresivo: recaudar 6.300 millones de dólares entre 2022 y 2031 para acrecentar las arcas públicas destinadas a pagar la deuda externa y evitar perder puntos en las calificaciones internacionales de riesgo. Ante el fuerte rechazo que generó, el gobierno decidió enterrarla, pero no alcanzó. La protesta ya había florecido.
La reforma que generó las protestas aumentaba el IVA en productos de la canasta familiar, combustibles y servicios públicos y extendía el impuesto a las ganancias
A la primera jornada, convocada por el Comité Nacional del Paro (CNP), rápidamente se sumaron diversos movimientos sociales, organizaciones estudiantiles, el movimiento feminista, grupos en defensa de la paz y los derechos humanos y sectores ciudadanos ajenos a organizaciones partidarias que convirtieron una demanda particular en una crisis estructural. Lo que entró en crisis no fue un proyecto económico más de las clases históricamente dominantes del país bioceánico. Fueron las propias bases del modelo neoliberal y conservador del uribismo que ha enriquecido a una minoría a costa de las grandes mayorías y que ha convertido a Colombia, según el Índice de Desarrollo Regional de América Latina, en el país más desigual de la región. Lo que se vive en estos momentos no es una protesta, es un despertar.
“La reforma fue la gota que rebalsó una copa que ya existía desde antes y que estaba bastante llena”, aseguró en diálogo con La Pulseada el senador opositor por el Polo Democrático y defensor de los derechos humanos y la paz, Iván Cepeda. “Hay muchas y diversas razones y eso hace que la protesta, a pesar de la pandemia y de la cruenta represión, se sigua fortaleciendo y diversificando”, aseguró y agregó: “Se trata del efecto de la crisis estructural del neoliberalismo, del cual el uribismo ha sido uno de sus más fieles alumnos en el continente”.
La reforma fue la gota que rebalsó una copa que ya existía desde antes y que estaba bastante llena”, dijo Iván Cepeda en diálogo con La Pulseada
En el pasado colombiano el primer gran antecedente de protesta contra el modelo uribista data de 2013, cuando sectores campesinos e indígenas protagonizaron un gran paro agrario a nivel nacional contra las medidas neoliberales del entonces presidente y delfín de Uribe, Juan Manuel Santos, que obligaba, por ejemplo, a la utilización de semillas estadounidenses en lugar de las locales a raíz de un Tratado de Libre Comercio (TLC) firmado con el país del norte. A fines de 2019 y principios de 2020, con Duque ya en el gobierno, se vivió otro gran paro nacional de tres meses que dejó un saldo de al menos tres muertos por la represión estatal, y era contra su política económica y el asesinato de líderes y lideresas sociales que hacen de Colombia uno de los países (¿en paz?) más violentos del mundo. Más cerca en el tiempo, en septiembre del año pasado, las protestas se centraron particularmente en Bogotá por el asesinato de Javier Ordóñez a manos de la Policía, con un saldo mínimo de diez fallecidos también por la represión. La combinación de protesta social y alta represión estatal existe en el país desde hace tiempo y en este 2021 se vuelven a evidenciar de forma más estructural.
Lo que se vive en estos momentos en las calles colombianas es la extensión de una crisis regional que parte de los profundos problemas estructurales económicos, políticos y sociales que hacen del continente latinoamericano el más desigual del mundo. Las similitudes momentáneas entre Colombia y Chile no son azarosas. Ambos procesos partieron desde un hecho puntual: una reforma impositiva y el aumento del pasaje del subte, respectivamente. Y llegaron a aglutinar a sectores disímiles entre sí e, incluso, a grupos alejados de la política, como las clases medias, alrededor de diferentes demandas que buscan diversas respuestas, pero que parten desde un mismo punto: la desigualdad. En Santiago la crisis del sistema provocó un proceso constituyente que está en pleno desarrollo y en Bogotá el devenir nacional aún está en disputa.
El modelo colombiano responde históricamente a las oligarquías terratenientes, representadas desde inicios de siglo por el exmandatario Álvaro Uribe, conocido como “el matarife” por sus vínculos con grupos paramilitares y narcotraficantes, que, a pesar de haber sido encarcelado por fraude y sobornos, lidera desde las sombras las riendas del país. Desde su asunción, en 2002, ha marcado el devenir nacional y ha logrado colocar en la Casa de Nariño tanto al expresidente Santos como al actual, Duque.
Su modelo se basa en una profunda alianza político-militar con los Estados Unidos, en una economía neoliberal favorable a los intereses de las minorías y en un fuerte control policial y militar de las grandes mayorías sociales. Mientras que los números macroeconómicos se mantienen estables y el país ha dado muestras de crecimiento durante los últimos años, la microeconomía da señales de crisis. Según números oficiales, el desempleo llega al 17% y la pobreza al 42,5% de la población. El Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE) mostró que 2,3 millones de hogares sólo comen dos veces por día y que uno de cada cuatro pasa hambre o está subalimentado. El desarrollo desigual provocó el disfrute de una minoría que se siente cercana al desarrollo de vida estadounidense, el gran modelo a imitar por parte del uribismo, mientras que las mayorías son condenadas a la pobreza estructural latinoamericana.
Por eso no sorprendió la dureza de la represión con la que el gobierno de Iván Duque respondió a las protestas. “Apoyemos el derecho de soldados y policías de utilizar sus armas para defender su integridad y para defender a las personas y bienes de la acción criminal del terrorismo vandálico”, publicó en Twitter el propio Uribe, un mensaje que luego fue eliminado por la red social. Al cierre de esta edición, la Defensoría del Pueblo reconocía la muerte de 42 personas en el marco de las protestas, pero distintas ONG, como Temblores, denunciaban el asesinato de un mínimo de 51 manifestantes y la existencia de 18 víctimas de violencia sexual por parte de los efectivos de seguridad.
La Defensoría del Pueblo reconoce la muerte de 42 personas, pero distintas ONG llevan la cifra a 51, y denuncian la existencia de 18 víctimas de violencia sexual por parte de los efectivos de seguridad
El uribismo es un modelo político violento de raíz que encuentra en la dureza policial y militar la respuesta a las demandas sociales. A este panorama se le suman las masacres que se registran cotidianamente por todo el país y que, según el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz), en este 2021 ya llegan a 36. Asimismo, según la misma fuente, en lo que va del año fueron asesinados 64 líderes y defensores de los derechos humanos, número que trepa hasta los 1.180 desde la firma de los acuerdos de paz con la exguerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en 2016.
Este viernes es el primer aniversario de un movimiento de protesta que, de todas maneras, encuentra su génesis en el pasado reciente de Colombia y que se planta en las calles de cara a un futuro incierto, pero que ha demostrado que no está dispuesto a permitir que se mantenga bajo las premisas neoliberales imperantes hasta hoy. Mientras tanto, las elecciones presidenciales de mayo de 2022 aparecen en el horizonte como una oportunidad estructural para celebrar su primer año de vida//LP