Sus hijos le decíamos China

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Para quienes integramos La Pulseada es un orgullo que nuestro amigo Gonzalo Leónidas Chaves haya elegido nuestras páginas para compartir esta semblanza de su madre. La historia de la familia de Gonzalo, como se cuela en este texto conmovedor, está estrechamente ligada con el último medio siglo de historia del país. Su padre, Horacio, participó como suboficial del Ejército del levantamiento que en 1956 encabezaron Valle y Cogorno contra los militares que derrocaron a Perón. Se salvó entonces del fusilamiento pero dieciocho años después fue asesinado por la Triple A junto a otro de sus hijos, Rolando. Gonzalo intervino en la Resistencia, fue partícipe de las gestas sindicales y políticas de la generación del ’70, conoció la persecución, el exilio y la clandestinidad. Con este escrito rescata del olvido a esas mujeres anónimas que supieron convertirse en sostén imprescindible para los consagrados a la lucha.  
Cuando el sol comienza a filtrarse por las rendijas de la persiana salgo de mi casa. En la parada del colectivo abordo el doscatorce y desciendo en la estación del ferrocarril. En la boletería pido un pasaje de ida y vuelta a Quilmes. Un apresurado contingente de pasajeros me empuja por el andén y trepo al primer vagón. Sentado espero el inicio del viaje. Pelo largo, auriculares puestos, con esa nobleza que da el manejo de un oficio, el maquinista se asoma por la ventanilla para recibir la señal de partida. El hombre de la Fraternidad se acomoda en su asiento, acaricia la palanca lustrosa de bronce y a una leve presión el tren inicia su marcha arrastrado por una locomotora Diesel General Motors modelo G-22, de 1.800 caballos de fuerza.

Lentamente abandonamos la penumbra de la estación y una ola de luz inunda el vagón. Pasamos entre las patas de hierro del puente peatonal de Tolosa, animal antediluviano que erguido sobre sus patas desafía el transcurso del tiempo. A paso de hombre tomamos la curva de Ringuelet y nos alejamos de la ciudad. Con cada señal del paisaje retomo fragmentos dispersos de mi pasado. Los días de caza y pesca en el parque Pereyra Iraola. La playita de Hudson, espacio residual de una selva virgen que se resiste a desaparecer. Los encuentros con mi vieja durante los duros años de la represión. Ella llegaba como una gran madre, desplegaba una silla frente al río y allí esperaba que cayera el sol para retirarse. Los nietos corrían a su alrededor, un pedazo de la vida que crecía entre los intersticios de la vorágine represiva, esa gran tolva que se tragó la alegría y nos dispersó por el mundo. La China no era novata en estas lides, lo bancó al viejo en sus años de presidio y persecución. Durante cinco años lo visitó en la prisión. Conoció la requisa del Penal Militar de Magdalena, de Olmos, Devoto, Las Heras, la vieja cárcel de Caseros y la Comisaría Quinta de La Plata. Cuando a Horacio lo enviaron castigado al penal de Río Gallegos y Rawson, no tuvo recursos ni tiempo para viajar. Con lo que cobraba un suboficial del Ejército, crió y educó a sus ocho hijos. Después del 56 ni eso le quedó. Al Viejo lo metieron preso, le quitaron el sueldo, el grado y el uso del uniforme por haber participado del copamiento del Regimiento 7 de Infantería, cando se alzaron bajo el mando del Teniente Coronel Lorenzo Cogorno.

María y Horacio se casaron por civil en la primavera del 32. Él cumplía veinticuatro años y ella veintinueve. Cuando ya tenían siete críos decidieron hacerlo por la iglesia, así fue que asistimos todos a la ceremonia. Los bendijo un cura amigo en la capilla de la Catedral. Estábamos todos los hijos, la madrina y el padrino de la boda. El perro de casa, que se llamaba Diablo, nos siguió y se metió a la parroquia; uno de mis hermanos para espantarlo le gritó: ¡Fuera Diablo! El cura paró la ceremonia y entre sonrisas comentó: Hasta Satanás se trajeron. En el invierno del 74, María veló los cuerpos de Horacio y de su hijo Rolando, asesinados por la Triple A. La casa donde vivía en la calle 27, fue hurgada por la Infantería de Marina, Coordinación Federal, la bonaerense, las tropas del Ejército y los paramilitares. El primer allanamiento fue el 10 de Junio de 1956, el último por orden del juez Guillermo Pons en octubre del 85. Como si esto fuera poco, en una pinza montada por el Regimiento 7 acribillaron a su yerno. Carlitos fue muerto durante la dictadura genocida, en un hecho caratulado de “accidente” y archivado sin más trámites. María, como la llamaba El Viejo, soportaba una tremenda carga. Sin embargo nunca tuvo un reclamo ni un reproche. Su presencia impartía una paz que bebíamos sedientos.

 

Desde la ventanilla del tren diviso las rojas chimeneas de la cristalería Rigolleau. Estamos llegando a Berazategui; allí vivimos clandestinos con Amalia y los chicos, cuando habíamos cambiado de nombre y de oficio para no tener que cambiar de convicciones. En la primavera del 78 entramos subrepticiamente al país, veníamos del exilio madrileño. Cruzamos la cordillera desde Chile con tres hijos pequeños, una maleta cargada de esperanzas y una tarea: organizar La Resistencia. El periplo fue Madrid, Bogotá, Santiago, Osorno, Neuquén, Bariloche, Buenos Aires y de ahí recalamos en Berazategui. En la calle 14 al fondo, camino a la Tosquera, teníamos una casilla de madera y un fuentón de zinc donde bañábamos a la pequeña Julieta. Con muy pocas cosas éramos felices. El barrio de casitas bajas se desgranaba hacia el río. En el último terreno alambrado que lindaba con el campo, vivía un cartonero apodado Quesito. Todas las mañanas pasaba para el trabajo sentado en el pescante del carro, abrazado a su mujer y besándose apasionadamente. Aquellas escenas de amor enternecían al más duro de los cristianos. Quesito, con la seguridad de quien revela un secreto, afirmaba que por la puerta de su casa iba a pasar el asfalto y eso nos causaba risa. Su profecía se cumplió, fue un visionario: hoy los carriles de cemento de la autopista La Plata-Buenos Aires cruzan frente a su ventana. Él sigue siendo cartonero.

 

Cuando viajo en tren imagino encontrarme con mi madre, que ella va a llegar como se fue: sin estridencias. Vestida de gitana o con un hábito de monja, igual que cuando éramos chicos. Se escapaba de la cocina, desde la calle disfrazada tocaba el timbre, atendíamos y comenzaba una comedia que nos divertía mucho. Cuando murió, a los ochenta y ocho años, estábamos todos sus hijos en torno de la cama del hospital agarrados de la mano. En un descuido nos dejó solos. La veo llegar a través del vidrio de la puerta, viene caminando por el pasillo del vagón, se sienta a mi lado y sin decir nada me obsequia un par de medias de lana. Los años no pasan para ella, está como siempre, canosa, sonriente, el pelo atado atrás y un lunar negro en la frente. Siempre sus hijos la llamamos China y la gente nos preguntaba por qué no le decíamos mamá. Quiero decirle algo, tocarla, pero me cuesta. Sigo preso de esa educación cuartelera que nos impartió el viejo. En ese trabajo de duro, nunca hubo lágrimas ni gestos explícitos de cariño. Me levanto para abrazarla, le doy un beso y le digo algo que me guardé por mucho tiempo: China, te quiero mucho.

 Gonzalo Leónidas Chaves

16 de marzo de 1995

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