San Carlos y la promesa

In Inundación -
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Foto Kaloian Santos Cabrera
Foto Kaloian Santos Cabrera
Foto Kaloian Santos Cabrera

En esta zona viven unas 60 familias qom, que no perdieron todo en la inundación porque no tenían nada. Siguen esperando al Estado. Necesitan colchones, alimentos y productos para combatir ratas y víboras.

Por María Laura D’ Amico

Tolosa. Las imágenes son implacables. Objetos que alguna vez fueron muebles, computadoras, televisores, colchones, yacen arrumbados en las veredas a la espera de que un camión municipal los recoja y los lleve al basural. Vecinos sentados en el cordón se toman un respiro después de tres días de limpiar pisos y paredes, arrancar alfombras y recuperar aquellas cosas que todavía parecen útiles. Los colchones se secan al sol. Algunas personas baldean con lavandina para desinfectar la mezcla de moho, barro y agua engrasada que ha dejado la huella sobre todo lo que tocó en la tarde y la noche del martes 2 de abril.

Las escenas se suman a las de cientos de voluntarios que se acercan cada día al club San Martín, en 7 y 523, a repartir colchones, ropa y alimentos que distribuye la Cruz Roja. Cronistas de tevé recogen testimonios de damnificados que lo perdieron todo. Algunos políticos se sacan fotos en el lugar. El drama y la solidaridad conmueven a millones de televidentes que intensifican las donaciones desde múltiples puntos del país.

Foto Kaloian Santos Cabrera
Foto Kaloian Santos Cabrera

San Carlos. Las imágenes son implacables. Pero no están en la televisión. En 140 y 526 se abre un camino de barro, gramilla, piedras y escombros. A sus lados pequeñas cajas de madera se levantan una al lado de la otra. Cada tanto se cuela alguna construcción de ladrillos y techo de chapa. Lo demás son fierros, yuyos, cubiertas de autos, barro. Allí se encuentra el barrio qom, unas 60 familias compuestas en su mayoría por niños y adultos que emigraron del Chaco porque la cosecha de algodón ya no los necesitaba.

Cuando el martes empezó a subir el agua, a eso de las 7 de la tarde, Ramón, uno de los vecinos, se dio cuenta de que la mano venía fulera. La luz se había cortado y empezaba a caer la noche. Trataban de organizarse para aguantar la tormenta cuando otro vecino llegó con un camión y se ofreció a llevarlos hasta el club La Granja, un galpón al que no se puede llamar centro de evacuados. Las mujeres con niños fueron las primeras en subir. Otros prefirieron aguantar el agua en su casa y cuidar sus pocas pertenencias.

—Agarré a la nena, los documentos y me fui a evacuar —dice una de las mujeres que acaban de regresar, 20 horas después—. Desde ayer que estoy con esta remera —se lamenta.

“El agua subió hasta acá”, repiten todos, y se señalan la cintura. Viendo el tamaño de las precarias viviendas, es fácil reconocer que 1 metro basta para que se hayan mojado todas sus cosas.

La frase “perdimos todo”, tan escuchada al otro lado de la avenida 32, acá se mantiene ausente. Es difícil perder todo cuando nunca se tuvo nada.

En las primeras 48 horas posteriores al peor temporal que se recuerde en la ciudad, los vecinos del barrio qom no recibieron ningún tipo de ayuda estatal.

Un grupo personas que trabajan allí desde hace cuatro años con un proyecto de extensión de la Universidad Nacional de La Plata son las primeras en llegar con ropa seca, agua y alimentos que consiguieron en apenas unas horas desde que se anunció la colecta.

El reparto se hace en forma ordenada. Dos mujeres reúnen a al menos un integrante de cada familia. Ponen todas las bolsas sobre un tablón y empiezan a distribuir la ayuda. Dos pañales para cada madre, un litro de leche, una botella de agua. Así llega la ayuda, por goteo.

“Necesitamos agua, leche, pañales, frazadas”. Una señora necesita un “repuesto” para su traqueotomía. Se toma nota de las demandas más urgentes. No se promete nada.

Setenta y dos horas después del inicio de la tormenta, el barrio está casi igual que el día anterior. Algunas organizaciones sociales y el comedor “Pantalón Cortito” se han acercado a llevar alimentos, ropa, agua. La única presencia estatal es un patrullero, estacionado sobre la banquina, a 200 metros de la entrada al barrio.

Javier, un vecino, cuenta que por suerte en su zona no hubo que lamentar muertos. Pero mientras sostiene en brazos a su sobrina de un mes, afirma que de abajo del puente que cruza el arroyo en 140 y 526 sacaron cuatro cuerpos; dos, de niños de unos seis años.

Por el momento, los datos oficiales difundidos no sintonizan con este tipo de testimonios, sin precisiones, que se repiten en varios barrios.

El panorama se va modificando con el correr de las horas. Si antes necesitaban ropa y agua, ahora piden sobre todo colchones, alimentos, lavandina y productos para combatir las ratas y víboras que andan dando vueltas y el foco infeccioso que provocan los perros muertos.

En un rastrojero verde los pibes de la facultad llevan seis colchones. No alcanzan ni para uno por familia. Los vecinos deciden quiénes son los que más los necesitan y así se distribuyen a su criterio. Administrar la necesidad ajena suele ser un acto injusto. Dos vecinas se quejan porque ellas no reciben y también se les mojó todo y además viven pegadas al arroyo y no tienen nada. “No nos dan porque no somos familia”, dicen en un contexto donde la mayoría tiene algún parentesco con más de un vecino de la zona.

Después se vuelve a poner sobre los tablones pañales, leche, agua y ropa. Un chico de unos 16 años pasa en pantalón de fútbol negro y ojotas. En el torso lleva un piloto de lluvia color crema. Desfila sobre el camino de barro. Por un momento, pareciera que los testigos se divierten. Aunque las apariencias suelen ser engañosas.

Un chico de un año viste sólo un pañal y corre descalzo por el camino embarrado. Son muchos los pibes que están descalzos. No por haber perdido sus zapatillas en la inundación sino porque el calzado es una de las primeras cosas que escasean cuando se vive en los márgenes. Algunos juegan a ver quién llega primero hasta la entrada. El del pañal se pone unos anteojos de plástico negro que llegaron traspapelados en una de las bolsas y camina, sin ver, chocándose todo lo que se mete en el paso.

—Consígame trabajo, señorita —dice una señora de naríz en punta y ojos que parecen almendras.  En el barrio la llaman Irene aunque nació bajo el signo de Jacinta. Tiene 70 años, 25 nietos, 11 bisnietos. En Chaco trabajaba en la cosecha pero dice que puede hacer cualquier cosa. El marido se fue a vivir al centro porque allá se defiende mejor haciendo changas. A veces la visita, dice. Cuando no, ella está sola. Como el día en que la encontró el agua, ahí en su casa, una de las que están más cerca del arroyo. “Ayer iba a venir, pero no vino —dice. Lo espera—. Ya va a venir —repite para sí. Y la espera es, una vez más, esa promesa que no se concreta.

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