Roberto Fernández Retamar, el pulso poético de la revolución cubana

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Foto: Gabriela Hernández

Roberto Fernández Retamar enfrentó al auditorio del Centro Cultural Islas Malvinas llevando con particular elegancia su boina y sus anteojos de marco delgado sobre un rostro que la barba cana ya dibuja envejecido. Atravesado por la historia, las utopías y las palabras, a los 81 años, este poeta de mirada certera y voz segura llegó a La Plata invitado por el programa de radio “La calle de todos los encuentros”, de Sergio Marelli, para recitar algunos de los poemas incluidos en su antología “Una salva de porvenir”.

En 1951, por su libro “Patrias”, recibió el Premio Nacional de Poesía y acompaña a Fidel Castro desde 1965, como director de la prestigiosa Casa de las Américas. Escribe desde los 15 años y el pulso de la revolución cubana late muy fuerte tanto en sus versos como en sus ensayos.

Afirma que las palabras le vienen como pájaros. Habla con acento cubano de los sueños. Y entonces los concurrentes a la sala entienden que esa noche será luminosa no sólo por escucharlo recitar con su propia voz algunos de sus poemas imprescindibles.

Fernández Retamar agradece y remarca que su presencia en la ciudad tiene para él un significado muy especial. Y cuenta de su emoción por regresar al territorio que lo une con Ezequiel Martínez Estrada, con Rodolfo Walsh, con Ernesto Che Guevara. “Mi país estará siempre en deuda con La Plata y con ese joven permanente que fue, que es y que seguirá siendo el Che Guevara. El Che llevó ese nombre tan argentino a la plenitud de su sentido”. Habrá entonces también lugar para la anécdota de aquel viaje compartido con el Comandante, en marzo de 1965, en un vuelo desde Praga hacia La Habana, en el que hablaron durante horas y en el que el Che le preguntó “por qué creía que la Unión Soviética se había ido a la mierda”.

Escribió sus primeros poemas en 1950, cuando en Cuba no había editores y escritores como Alejo Carpentier o Nicolás Guillén tenían que pagarse la impresión de sus propios libros y enviarlos por correo a los amigos. Pero en los primeros días de enero de 1959 su vida cambió cuando tuvo la inmensa alegría de saber que en su país comenzaba una revolución. Desde entonces empezó a “trabajar con ese idioma que había intuido, necesitado. La conmoción histórica y psicológica que ha sido este acontecimiento y la violencia, la inmediatez de las cosas que me rodean, lo explican suficientemente. Mi poesía no se inserta en la poesía cubana: es la poesía cubana”.

Cuenta entonces que ese 1º de enero de1959, alos 28 años, se montó en una “guagua”, como llaman los de la isla al colectivo, y se le presentó por sí solo un poema, el primero de la Revolución Cubana, titulado “El otro”, que pasó a recitar ante una sala hechizada:

 

Nosotros, los sobrevivientes,

¿a quiénes debemos la sobrevida?

¿Quién se murió por mí en la ergástula

Quién recibió la bala mía,

la para mí, en su corazón?

¿Sobre qué muerto estoy yo vivo,

sus huesos quedando en los míos

los ojos que le arrancaron, viendo

por la mirada de mi cara,

y la mano que no es su mano,

que no es ya tampoco la mía,

escribiendo palabras rotas

donde él no está, en la sobrevida?

 

Como en un ritual comparte su poesía social, que revela con imágenes exactas el sentido de la realidad y a la que da a luz desde un lugar profundamente involucrado con la historia de su país y de Latinoamérica. Continúa el recitado con “Felices los normales”, escrito entrados los años 60, en el que parece hablarles a los cómodos de la historia, a “los llenos de zapatos, los arcángeles con sombreros, los satisfechos, los gordos, los lindos”. Luego alza la voz para pedirles “que den paso a los que hacen los mundos y los sueños, las ilusiones, las sinfonías, la palabras que nos desbaratan y nos construyen”.

Los aplausos de esta celebración retórica, a pedido del autor, esperan contenidos hasta el final. Y se mantiene el silencio ante esas palabras que deslumbran y que vuelven a brotar de boca del poeta militante del socialismo. Y que surgen del amor también. Así, elige proseguir con “Aniversario”, dedicado a esa mujer de “ojos achinados del amanecer” con la que ha compartido el esplendor de la historia. Esa que “siendo altiva como una princesa de verdad (es decir, de los cuentos), nunca lo parecías más que cuando, en los años de las grandes escaseces, hacías cola ante el restorán, de madrugada, para que las muchachas (entonces, las niñas) comieran mejor”. Y no cree que haya nada mejor que eso.

Tiene tiempo además de referirse a amigos entrañables como Julio Cortázar, con quien mantuvo correspondencia durante veinte años. Cuenta que le escribió una última carta a pocos días de su muerte, hablando de encuentros y desencuentros, y se lamenta por no haber llegado a tiempo a París para la despedida final. Nombra también a Jorge Luis Borges, a quien Fernández Retamar define como un autor “escandaloso, genial, una maravilla de escritor, que políticamente era como un niño”. Y se atreve a desafiarlo, otra vez, con la lectura de “Otro poema conjetural”, versos jugados con ironía en los que el cubano hace hablar a un Borges que, enmascarado en laberintos y soledades, “simplemente quería ser feliz con una muchacha”.

Sonríe ancho, levanta la mirada y cierra el libro con las mismas manos de acariciar, de  construir escuelas y de tomar la pluma revolucionaria. Y antes del aplauso, que parecerá eterno,  se encarga de exorcizar la preocupación de uno de los asistentes acerca del destino de la poesía latinoamericana frente a las nuevas tecnologías: “la poesía es inmortal; no importa cuál sea la aventura del hombre, la poesía siempre lo va a acompañar porque forma parte del alma del ser humano”.

Rocío López

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