Hacedor de una obra tan brillante como ecléctica, siendo ensayista, narrador y crítico, Ricardo Piglia habló en el Centro Cultural Islas Malvinas sobre su vida en La Plata, la pasión de la escritura y la nostalgia de los intelectuales. Lo hizo invitado por el grupo Mil Botellas, y como gran conversador, rescató a la literatura como la experiencia más intensa del lenguaje humano.
Por Juan Manuel Mannarino
Ricardo Piglia nació en Adrogué en 1940. Su familia luego vivió en Mar del Plata y de joven, un poco presionado por sus padres, se mudó a La Plata. Se acuerda de aquella época y sonríe. “Tengo un recuerdo muy afectuoso y nostálgico de La Plata. Acá viví cinco años, desde 1960 a 1965. Fue una época maravillosa; me encontré con una ciudad extraordinaria, una ciudad universitaria. Y fue en La Plata donde empecé a escribir algunos relatos de ‘La invasión’, como ‘Mi amigo’ y ‘Una luz que se iba’. También aquí comencé a escribir un diario personal, el cual sigo hasta hoy”, cuenta el escritor de cuerpo pequeño retorcido en la silla, con su habitual amabilidad de manos en el aire, anteojos redondos y el cabello en desorden con algunas canas.
La invasión (1967) fue, junto a Nombre falso (1975), uno de sus primeros libros de cuentos. Estudió el Profesorado de Historia en La Plata y se recibió al mismo tiempo que empezaba su carrera de escritor. “En La Plata viví experiencias fascinantes. Estaba solo, y eso fue un desafío para mí. Después, estaban el mundo de las pensiones y los climas estudiantiles que había en el comedor universitario. Me decidí por la carrera de Historia porque estaba muy bien organizada y había buenos profesores. No elegí la carrera de Letras porque creía que era un poco contradictorio con la experiencia de la escritura: en ese momento los estudios sobre literatura abrumaban la práctica, no dejaban respirar un aire de libertad”, dice el narrador, que también es un gran crítico y ensayista: obras como Crítica y ficción (1986) y El último lector (2005) lo confirman como uno de los teóricos más lúcidos sobre temas como el lugar del narrador, la revelación de la lectura ficcional y el análisis del género policial y la novela rioplatense.
Piglia siguió el consejo del poeta W. Auden, quien se preguntaba cuál sería la universidad ideal para los escritores. “Auden –explica- decía que los estudiantes de poesía tendrían que hacer su propia carrera en otra especialidad. Creía que un poeta tenía que conocer bien otra cosa, apoderarse de un saber distinto a su práctica de escritura, y es lo que hice al estudiar Historia. Recuerdo cuando recorríamos el Archivo de la Provincia de Buenos Aires y leíamos los documentos. Era fascinante: en un archivo está todo, pero no se sabe dónde. Es como tener el azar a disposición. Uno puede como no puede encontrar cosas”.
La invención de un espacio autónomo
A fines de los 70, Piglia sacudió el mercado editorial con la que, probablemente, sea la mejor novela publicada durante la dictadura militar. Respiración artificial (1980) es un texto que reúne un nivel de experimentación notable: hay cartas, relatos paralelos, está la historia del siglo XIX, hay un pequeño ensayo sobre la literatura y hasta se cuenta un hipotético encuentro entre Hitler y Kafka. En esa época había una generación de escritores, entre los que también estaban Abelardo Castillo y Liliana Heker, que creía en la renovación del lenguaje y con él, en una nueva forma de concebir el trabajo del escritor. “En ese momento, nosotros pensábamos que había una literatura a conquistar, porque teníamos una relación de mucha distancia con lo que era la literatura dominante, no íbamos a ninguno de los circuitos institucionales y ni siquiera leíamos los suplementos literarios. Hacíamos nuestras propias revistas, nos encontrábamos en los bares y no teníamos un gramo de la figura del escritor tal como había sido concebido por la tradición, con su aura de solemnidad y consagración. Además muchos de nosotros no éramos de la ciudad y eso nos situaba en un lugar de periferia. Sin embargo, éramos autónomos y disfrutábamos de un espacio mínimo pero propio, y lo fundamental era que no estaba contaminado por las relaciones de poder”, comenta Piglia, que el año pasado sacó su última novela, Blanco Nocturno, un policial que transcurre en un pueblo bonaerense.
El tipo de escritor con el que se identificaba Piglia rompía con la noción de elite literaria representada en figuras sagradas como Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Surgía el rescate de Roberto Arlt, un narrador que prefería los bajos fondos y la actitud pugilística del escritor antes que los salones literarios y la vida ilustrada. “Si bien admirábamos mucho a Borges y a Bioy, no nos interesaba el Borges público: había que lidiar con esa imagen, desacralizarla, bajarla a la realidad. Lo paradójico es que tiempo después pude comprobar que Borges era mucho más social que lo que se decía de él”, recuerda.
Hay una anécdota personal que cuenta con mucha simpatía: “En el Centro de Estudiantes de Humanidades una vez habíamos programado un ciclo de charlas de escritores. Lo fui a buscar a Borges a Buenos Aires, le dije que venía de La Plata y él enseguida se puso a conversar de cualquier cosa. Me contó la historia del suicidio de Francisco López Merino; su padre conocía la casa y lo divertía mucho la escena de alguien que va a hacer algo pero no dice qué, y de pronto se convierte por la prepotencia de los hechos en una tragedia. En un momento le digo que le vamos a pagar la conferencia, el monto era unos mil pesos de ahora. El me dijo que aceptaba la mitad y al final de la charla, me da la mano y dice: ‘He conseguido una considerable rebaja, ¿no?’ ”.
Borges, sin embargo, era una sombra inevitable. “Nos transmitía mucha inspiración, porque trabajaba con intensidad la forma breve. Con él entendí que el cuento necesita mayor destreza técnica que una novela. Como que se nota más el defecto en el cuento y eso propone una exigencia que seduce”. Piglia nombra a los maestros del cuento norteamericano como Hemingway, Cheever y Salinger aunque también rescata a novelistas como Leopoldo Marechal, que “enfrentó el género de la novela con una gran libertad, nunca fue encasillado ni en su escritura se pueden encontrar las huellas de lo tradicional”.
La música del lenguaje
Hay algo que desvela a Piglia. Quiere encontrar “voces personales” en la literatura actual. Se cansa de leer “estilos repetidos”, “narraciones correctas” y “tramas semejantes”, como si existiera una tropa de escritores que sigue las órdenes de un lenguaje acartonado y consolidado por las reglas del mercado editorial. Por eso se entusiasma cuando aparecen nombres como los Alan Pauls y Luis Chitarroni, y textos “marginales” al estilo de la otrora generación de Boedo. “La literatura necesita una música del lenguaje que vaya más allá de lo establecido. La poesía actual es mucho mejor que la de mi generación y hay una experiencia social que impacta: me conmueve cómo los poetas se organizan en grupos, con lecturas colectivas, defendiendo editoriales chicas. Hoy encuentro elementos particulares en escritores como Marcos Herrera y Fabián Casas, que trabajan con un mundo bajo, donde aparecen las tramas de delincuencia, de pobreza y marginalidad del Conurbano. No sólo son los temas sino cómo ellos se sirven de un lenguaje renovado para contar las historias. Y eso es importante, porque muchos escritores argentinos siguen obstinados en situar sus personajes en ciudades extranjeras, como si nuestra geografía no fuera interesante”, explica.
Se vive para escribir, dice Piglia. “La experiencia no es solamente lo que uno ha vivido. Es un proceso más complejo: son los relatos que a uno le contaron desde chico, es haber leído ciertos libros, haber visto determinadas películas. Un escritor debe tratar de buscar una historia que esté más allá de las experiencias de sus lectores. Hay que construir historias extremas. Por ejemplo, cuando escribí “Plata quemada” hice una primera versión donde la pifié porque me propuse narrar desde el departamento, como si éste fuera el personaje principal. Era más interesante reconstruir los pensamientos y las motivaciones de esos tipos en esa situación, es decir, contar la historia desde ellos. Esa es la forma literaria que me atrapa: cuando se reconstruye un lenguaje, cuando se lo pone en una situación extrema”, confiesa, mientras reconoce que su escritura carece de una disciplina. Le gusta la espontaneidad, que el texto surja de una persistencia pero sin la premeditación de una rutina diaria.
Rescatando a narradores de la literatura rioplatense que priorizaron la forma por sobre el contenido, como Juan Carlos Onetti y Roberto Arlt, Piglia se interesa por cómo el narrador se construye a sí mismo como narrador. “Soy un gran defensor de la literatura latinoamericana y me apasionan tipos como Augusto Roa Bastos y José María Arguedas. Ellos hicieron un trabajo inmenso: ensamblaron la tradición oral con una estructura muy compleja, porque elaboraron escrituras donde se ven estilos personales pero sobre la base del lenguaje popular, como el caso de la voz de los campesinos que está muy presente en sus obras”.
La nostalgia de los intelectuales
El intelectual perdió el lugar del pensamiento en la escena pública. Piglia no duda en reconocer que la caída de los intelectuales fue una “una derrota cultural”, y dice que uno de los grandes responsables fueron los medios de comunicación. “Hoy por hoy, si uno quiere analizar algo de la realidad, el monopolio de la palabra la tiene el periodista. Hay un espacio que el periodista ganó con prepotencia y que nos obliga a analizarlo permanentemente, primero para detectar estructuras de poder y segundo para deconstruir los elementos retóricos de sus verdades”, advierte el escritor, que se pregunta sobre las toneladas de información que circulan por la televisión y la Internet. “Habría que pensar –reflexiona- qué tipo de discursos son los que legitiman los nuevos dispositivos tecnológicos. Tengo la impresión que la información circula con tanta rapidez que uno ni la llega a leer que ya ocurre otra y así se construye un círculo vicioso que obstruye la capacidad de pensamiento”, dice.
Habla del recientemente fallecido David Viñas, al que piensa como el crítico que mejor relacionó la literatura y la política. “David enseñó a trabajar los textos como un antropólogo trabaja los relatos de una tribu. Fue un gran defensor de la literatura argentina e hizo la crítica más interesante que se haya hecho sobre el estado liberal desde el análisis de la ficción literaria. Pero también tenía sus excesos, sobre todo cuando hacía análisis meramente de contenido, como lo hizo con el Martín Fierro, creo que le faltaba complejidad”, sostiene.
Como gran conversador, no le esquiva a ningún tema y habla de la polémica reciente sobre Mario Vargas Llosa y la Feria del Libro. “Fue un gran novelista pero después de su conversión ideológica su calidad literaria bajó tanto que da curiosidad pensar la relación entre la política y la literatura. Lo más triste es que Vargas Llosa, además de ser un vocero de la derecha más recalcitrante, siempre da la misma conferencia en todos los lugares a los que va. Es un reaccionario como pocos, con ideas tan pobres que da risa: la última vez que lo escuché decía que Foucault era el gran culpable de la derrota cultural, por alabar la vida de lo delincuentes y los locos. Un disparate”, aclara, y dice que la Feria del Libro podría haberse inaugurado con la palabra de escritores olvidados de nuestra mejor literatura, como el poeta Arturo Carrera.
Hablando sobre intelectuales, Piglia extraña a los pensadores de derecha. Aquellas polémicas que terminaban en la madrugada de los bares, con textos sobre la mesa y gargantas rojas de tanto defender una idea. “Uno tiene nostalgia de los escritores de derecha, esos tipos despreciables que decían lo que pensaban y lo justificaban con argumentos tan brillantes que daban ganas de discutirlos a muerte. Hoy eso no existe porque hay una degradación de las ideas”.