Que no pierda el gusto

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Nota principal: Domador de huellas

Por Sergio Pujol *

“Chango” Farías Gómez (1937-2011) era una usina de anécdotas. Una de sus favoritas los tenía a él y a su hermana como actores de reparto. Sucedió una noche de 1983. Atahualpa Yupanqui fue a escucharlos a un teatro de Mar del Plata en el que, junto a Manolo Juárez, estaban presentando el recital “Contraflor al resto”. A la salida, los hermanos invitaron a don Ata a comer un puchero en un restorán de la zona. Nadie se animaba a preguntarle al patriarca del folclore qué le había parecido el show. De pronto, mientras Chango adobaba el puchero con un frasco de mostaza, don Ata le espetó: “Ahora entiendo: ustedes, los Farías Gómez, son los únicos capaces de ponerle mostaza al asado y que no pierda el gusto…”.

De eso trató la vida de Chango: de agregarle cosas al folclore sin que la operación – instrumental, armónica o sencillamente de fraseo – le restara gusto a la tradición, todo lo contrario. Había empezado con los “Huanca Huá”, una genial invención a cuatro voces que, a principio de los años 60, renovó el canto grupal argentino a partir de una polifonía de onomatopeyas y contratiempos. Pronto vino el “Grupo Vocal Argentino”, en la misma línea, y más tarde el colectivo MPA (Músicos Populares Argentinos). Parece mentira: Chango grabó su primer y único disco solista en el avanzadísimo –para su carrera– 2003. Se llamó “Chango sin arreglos”. Fue un gran disco.

Emergió en los años de la “proyección folclórica”, cuando un aire de renovación sacudía las estructuras del género. Por un lado, con sede en Cuyo, el Nuevo Cancionero ponía en circulación un repertorio original, en la voz no menos original de la tucumana Mercedes Sosa. Por otro lado, en el plano de la interpretación, las audacias pianísticas de Eduardo Lagos y Manolo Juárez, las imaginativas recreaciones de Waldo de los Ríos, el feroz soplido de Hugo Díaz y la libertad de gran improvisador de Dino Saluzzi abrían las formas del género nativo a otras influencias.

En ese contexto, Chango no fue ni más ni menos que sus compañeros. Pero sí me animo a decir que fue el folclorista con más swing que hubo en la Argentina. En eso, no tuvo rival. Pocas veces en mi vida escuché a un tipo –o tipa– capaz de tamaña gracia rítmica. El término swing viene del glosario del jazz, y es inefable, más allá de su relación con la acentuación de la música. Seguramente Chango, tan nacionalista a la hora de reflexionar sobre música y cultura, lo reprobaría, preferiría algún término del castellano o del quecha, quién sabe. Pero no hay otra palabra para describir la increíble plasticidad con la que colocaba una nota en el momento exacto de la sorpresa. Antes o después de lo esperado, lejos de todo convencionalismo, en el límite de las reglas, corriendo las cosas de sus lugares más cómodos. Y entonces lo escuchábamos en vilo, sentados en el borde la silla o la butaca. Siempre nos daba la imagen de fragilidad física, de tipo que está a punto de caerse a pedazos. Pero nunca se caía. Al final, nos caíamos nosotros, hipnotizados, sin palabras, pipones de música.

* Periodista, historiador, investigador, autor de libros como “Canciones argentinas (1910-2010), “En nombre del folklore”, “Rock y dictadura”, “Como la cigarra y “Jazz al sur”

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