Jorge Álvarez es un emblema de la edición de libros y discos en Argentina, conoció a Perón, Fidel Castro, Walsh, Barthes, Sartre, Spinetta, Charly García y muchos más, pero sólo les decía “maestro” a Leguizamo y Troilo. Leyó Cien años de soledad mientras Gabo lo escribía, asegura que “cada escritor escribe un solo libro” y se entusiasma con las cosas que aún tiene para hacer.
Por Juan Manuel Bellini y Mauro Basiuk
“Mis pocos años de vida sólo me darán la oportunidad de seguir siendo un creativo”, vaticina en sus Memorias, publicadas en 2013 por Libros del Zorzal. Allí, Jorge Álvarez da rienda suelta a sus recuerdos, que van desde Rodolfo Walsh hasta Violeta Parra, pasando por Fidel Castro y el cineasta Leopoldo Torre Nilsson. Y aparecen sus evocaciones de niño en el Oeste bonaerense cuando soñaba con convertirse en gánster.
Ahora, con 82 años, está sentado a una mesa pegada al ancho ventanal del bar situado en el patio interno de la Biblioteca Nacional, que en 2012 le dedicó la exposición “Pidamos peras a Jorge Álvarez”. Allí piensa los títulos que continuarán la colección con su nombre, que rescata obras publicadas por el sello editorial que él creó a principios de los sesenta. “Tuve que empezar tantos libros que sé perfectamente que las primeras páginas deben ser un anzuelo irresistible” es otra de las enseñanzas presentes en sus Memorias.
—¿Qué obras va a reeditar la Biblioteca Nacional del sello Jorge Álvarez?
—Las que estoy eligiendo. El libro de Germán Rozenmacher (Cabecita negra, cuentos de 1962, fue el primero que editó). Murió joven (en 1971, a los 35 años), era judío, lo cual ayudaba porque no hay muchos literatos judíos que traten bien la cosa judía. Con su hijo hicimos una edición de las Obras completas. Después editamos el libro de otro chico, César Aira, que me dio un original de historias de él. Y ahora estoy pensando los siguientes.
—¿Cuáles serán?
—Me gusta mucho el norteamericano Ambrose Bierce, de la época de Mark Twain. Tengo ganas de sacar sus obras completas, porque creo que no están ni en Estados Unidos. Yo saqué El diccionario del diablo y otro más con sus cuentos, pero tiene más libros. Mi amigo Daniel Divinsky, de Ediciones de la Flor, también tenía uno o dos para publicar. Después quiero escribir un libro sobre las mujeres. Escribir no, mejor dicho, juntar material, porque a mí la mujer como personaje me interesa muchísimo.
—Menciona mucho a Pirí Lugones, pareja de Rodolfo Walsh y nieta de Leopoldo Lugones, desaparecida durante la dictadura, que no llegó a escribir.
—Es que Pirí hubiera sido una escritora increíble. Los hijos de puta que la mataron no saben lo que mataron.
—¿Piensa que Walsh era un Borges en potencia?
—¡Era Borges! Rodolfo Walsh hubiese sido Jorge Luis Borges. Pero descubrió la política… y bueno.
—¿Tuvo alguna relación con Borges?
—No, yo era de la liga anti Borges. En un principio era antiperonista y gorila, y me seducía la posición de Borges, pero fui dejando de ser gorila y él lo fue cada vez más. Cuando lo conocí a Perón le dije: “Discúlpeme, General, yo era antiperonista”. Fue cuando el mamarracho de López Rega me pidió que le publicara un libro.
El empresario Jorge Antonio fue el nexo entre Álvarez y Perón para el encuentro que mantuvieron en Puerta de Hierro, Madrid. “Cuando el General me invitó a pasar a su escritorio, aluciné. Tuve que poner mis manos sobre mis rodillas para salir del sofá, mientras que Perón se levantaba sin hacer el menor esfuerzo”, recuerda en otro pasaje del libro en el que describe la figura omnipresente de Lopecito y el toque doméstico brindado por Isabelita.
Un pionero
—¿Qué cambió con la irrupción de Jorge Álvarez Editor? Con todos esos autores que fueron la renovación en los’60.
—Cambió la realidad. A esos autores no les daban el valor correspondiente. Cuando Rozenmacher escribió Cabecita negra no se lo publicaba nadie. Lo mismo con Leopoldo Torre Nilsson, que había escrito las novelas Entre sajones y arrabal y El derrotado. Cuando Quino hacía Mafalda ni siquiera tenía idea de que se podía convertir en libro. En fin, que soy un innovador es cierto.
—Para ser editor lo anima David Viñas, que quería hacer la biografía de Evita pero les ganó de mano Juan José Sebreli.
—Porque Sebreli es un rápido. Y David no, quería hacer la biografía como si fuera un librazo sobre el peronismo. Pero no me animó a mí: yo lo animé a él, porque yo no tenía miedo y entiendo que la otra gente tuviera miedo.
—¿Cómo fue la decisión de editar La traición de Rita Hayworth, de Manuel Puig?
—Yo había sacado un libro que se llamaba Crónicas del sexo y me habían aplicado, junto a Torre Nilsson, dos meses de prisión condicional. En ese momento, Puig le había dado los originales de la novela a Manuel Porrúa, el capo de Sudamericana, editorial que manejaba un republicano español, muy buena persona pero cagón. Y los dos meses de prisión que me dieron lo asustaron para publicar el libro de Puig. Entonces me llama el gerente de Sudamericana y me dice: “¿Vos lo conocés a Manuel Puig?”. “Claro que lo conozco, pero ustedes lo tienen capturado”. Me dice: “No, lo vamos a dejar libre porque el editor tiene miedo. ¿Vos te animarías a publicarlo?”. “¡Cómo no me voy a animar!”, le digo. Es un pedazo de libro, grande como una casa. Terminé siendo el editor por miedo de otros.
—Usted leyó Cien años de soledad antes de que se publicara. ¿Cómo fue?
—Casualidad. Llegué a la casa de García Márquez y la estaba escribiendo. Me invitó a cenar y cuando llegaron el postre y el café sacó unas ocho o diez páginas y me dijo: “Decime qué te parece”. Me caí de culo. Estuvimos una semana cenando juntos y todos los días traía ocho o diez páginas. Escribía desde las nueve de las mañana hasta el mediodía, dormía la siesta, a las cinco de la tarde empezaba de nuevo hasta las diez u once de la noche. Yo llegaba a la hora de cenar y me encontraba con García Márquez y su trabajo del día. Era un escándalo de escritor.
—¿Siguió leyendo su obra?
—No, porque eso va contra mi teoría de que cada escritor escribe un solo libro. En el caso de García Márquez escribió Cien años de soledad y después se repite. Le pasó lo mismo a Vargas Llosa después de La ciudad y los perros. Alejo Carpentier, Puig y Ernest Hemingway también se repiten. A Walsh no le pasó porque tenía una obra pequeña. Creo que no podés tener la capacidad de hacer dos libros como Cien años de soledad. Hacés uno solo y te quedás vacío por un año.
—Hubo un encuentro propiciado por usted entre Viñas y Charly García.
—Claro. El problema era que Charly era blandito: “Aprendí a ser, formal y cortés, cortándome el pelooo una vez por mes…” [canta este fragmento de Aprendizaje, de Sui Generis]. Y yo le decía que la vida era más complicada que eso, pero no se lo podía explicar porque era el productor. Entonces le dije a David: “¿Por qué no te lo llevás a comer un par de veces y le explicás cómo es la vida?”. Y eso hizo. Yo le dije que parara, porque Charly no era político, no tenía medida y se transformaba en un rojo terrorista. Le hizo bien a Charly.
—¿Y Viñas le comentaba algo de esos encuentros con Charly?
—No, prohibido.
Rock del productor arriesgado
—¿Cómo decide dejar la editorial y pasar al sello de discos Mandioca?
—Eso es falso. Yo no dejé la editorial: me la dejaron. Había un señor que se llamaba Adalbert Krieger Vasena, que era ministro de Hacienda. Lo ponen para cambiar la estructura económica de la Argentina. Entonces, de ser un país inflacionista pasó a ser un país monetarista. Al no haber inflación, no te daban dinero. Al no darte dinero, yo que era capitalista sin capital, imaginate… Llamé a mis acreedores y les dije: “Bueno chicos, si la economía va a ser la que promueve Krieger Vasena lo único que les digo es que no voy a hacer convocatoria de acreedores”. Porque hacés una convocatoria, ponés de acuerdo a todo el mundo y seguís, pero no era mi estilo. Además quería que quedara claro que me estaban arrebatando la editorial. Me la cerraron y me quedé sin editorial.
—A diferencia de las discográficas RCA o la CBS, ¿qué podía aportar, cuál era su intención?
—Los primeros tres discos fueron Manal, Vox Dei y Miguel Abuelo… ¿Qué intenciones te voy a nombrar? Contra Palito Ortega, Violeta Rivas… Yo estaba en la vereda de enfrente, claro. Haciendo una música que no era menos comercial pero era distinta.
El catálogo de Mandioca, “La madre de los chicos”, como se la conocía, incluyó los primeros simples de Moris y Tanguito y editó las compilaciones “Mandioca Underground” (1969) y “Pidamos peras a Mandioca” (1970), con temas de Miguel Abuelo, Vox Dei, Manal y La Cofradía de la Flor Solar, entre otros.
—Luis Alberto Spinetta le comenta en un recital que a partir de ese momento había acabado la música comercial en la Argentina…
—Sí, viene y me dice: “¿Vos sos Jorge Álvarez? ¿Sabés que estás acabando con la música comercial?”. Le respondo: “Me alegra mucho que me lo digas”. Mi intención no era acabar con nadie, sino darle espacio a esta gente para que hiciera lo que hiciera. Si lo estás haciendo es maravilloso.
—¿Después tuvo alguna relación con Spinetta?
—Enorme… y mal. Nos peleábamos todo el día.
—¿Cuál era el conflicto?
—Ver quién mandaba. Íbamos a hacer un long play nuevo con Invisible que se llamaba Durazno sangrando y él había hecho un tema precioso: “Durazno sangrando”. Le dije que el single tenía que ser ese tema y él no estaba de acuerdo. Le dije que entonces no participaba. Que sí, que no, que sí, que no, hasta que al final pudo más mi amenaza. Yo sabía que Spinetta era un peso pesado. Y que si yo participaba era una cosa y si no era otra. Y aflojó. Él no lo contó nunca porque tampoco nadie se lo preguntó ni yo se lo dije a nadie, pero después lo conté… Spinetta era talentoso pero malhumorado.
El disco salió en 1975. Fue el segundo del trío y lo editó la multinacional CBS. Para la misma época, Alvarez pergeñó con Charly (aunque ambos se atribuyan la idea) lo que sería el show más convocante del rock argentino: la despedida de Sui Generis al cabo de dos funciones en el Luna Park, que incluyó un disco doble y película dirigida por Bebe Kamin con producción de Torre Nilsson.
—De los discos que produjo, Instituciones (1974) de Sui Generis, ¿fue el más difícil por las presiones de la censura?
—Y sí, porque Charly se estaba pasando de la raya, estaba escribiendo contra la Policía directamente. Daba un concierto cada fin de semana y había lío. Le dije: “Negro, cortala, olvidate de la Policía”. La cortó y fue más tranquilo para él.
—¿Podría definir cuál es la ideología del rock?
—De eso no hablo porque puedo decir cualquier cosa y cualquier cosa que diga está bien. Si querés conocer el rock y la ideología andá a vivir a Estados Unidos y te vas a enterar. No creo que el rock se haya metido por lo ideológico, se metió porque les gustaba a los chicos. Era la música de los negros que los blancos se encargaron de transformar en una cosa exitosa y que dio dinero, pero el origen es negro.
Viajero y apostador
En 1977 Álvarez tuvo que irse del país. Pasó por Río de Janeiro, Caracas, Nueva York y España. Una década antes, en 1967 se encontró en París con Jean Paul Sartre, con quien no pudo acordar una edición en castellano de la revista “Les temps modernes”. También se cruzó con el semiólogo Roland Barthes, a quién editaría con El grado cero de la escritura.
—Usted comprobó que Barthes, Perón y Fidel Castro tenían “la mano caliente”. ¿Cómo es eso?
—Es curioso, pero no lo advirtió nadie. Cada vez que le daba la mano a estos tipos eran un incendio: ¡calientes! Perón, Fidel… Seguramente no tiene nada que ver con nada pero es una coincidencia en la que reparé. Yo lo descubrí.
—Cuando se exilia conoce a Almodóvar y se encuentra con la movida española. ¿Cómo le fue allí?
—Fantástico. Los españoles estaban volviendo de Franco, tenían unas ganas de liberarse de toda la mierda. Estaban todos desperezándose y produje a grupos como Mecano. Yo fui, está mal que lo diga, el mejor productor que hay.
—En sus distintas vueltas al país, ¿cómo vio al mercado editorial y al discográfico?
—El editorial, inexistente. Y el discográfico, tres cuartos de lo mismo.
—En su libro comenta que planea escribir la historia de sus experiencias con la industria discográfica.
—Sí, pero ya no tengo ganas. Yo entro en el escritorio del tipo más importante de la industria discográfica en Argentina, presidente de CBS, para mostrarle lo que había hecho con Manal. Le muestro el primer tema y me dice: “Jorge, siga editando libros. ¿Cómo va a vender el rock en castellano? Y éste haciendo blues. Le recomiendo que no lo haga porque va a perder dinero al pedo”. Pasó el tiempo y me dijo: “Yo me había equivocado”. Si yo tengo que contar eso todas las veces que me pasó tengo que incendiar a media Argentina.
—Usted apuesta fuerte, muy convencido.
—No es que apueste fuerte o débil: siempre apuesto. Trabajo fuerte. Al grupo Iwanido lo conozco hace ocho o diez años. Y no aposté fuerte porque no me gustaba demasiado la temática que utilizaban en las letras, además de que el rock aquí estaba muy de capa caída, no tenían un deseo de captar a la gente, y creo que si tenés un grupo o escribís un libro lo hacés para la gente, y si no tenés éxito es porque no sabés o no podés. En el caso de ellos creo que no sabían. Negro, temas comerciales, si la gente no se acuerda de eso es porque no se van a acordar de nada. Entonces empezaron a componer en otra dirección, más de acuerdo con el público, y entonces les dije: “Bueno, ahora sí vamos a apretar el acelerador”, cosa que estamos en vías de hacer.
Jorge Álvarez se entusiasma y parece recrear al narrador de las últimas líneas de sus Memorias, que elige una cita de Picasso: “Lleva tiempo llegar a ser joven”.
Los maestros
—Usted llamaba “maestro” sólo a Irineo Leguizamo y Aníbal Troilo. ¿Algún encuentro con ellos?
—Con la mujer de Troilo (Zita). Nosotros íbamos a un boliche que se llamaba 676 (Club porteño de la calle Tucumán), al que iban Piazzolla y Troilo. Troilo iba por la noche, cuando se escapaba, porque era un borrachín perdido y la mujer lo controlaba mucho. Iba dando vueltas por ahí, sacándoles whisky a los que estaban tomando, se acercaba, se hacía el disimulado y se tomaba un traguito, y la mujer lo controlaba, sabía. “¡Aníbal!”, le gritaba. Era maravilloso Troilo.
—¿Piazzolla también?
—También, pero era un intelectual. Troilo era un bandoneonista. Y Leguizamo… no le pegaba al caballo, era un jockey que no pegaba, lo que hacía era remar. Mi papá tenía una sastrería, la mejor de la Capital, que se llamaba “Álvarez y Cabana” (tenía propaganda en las canchas de fútbol y el hipódromo), adonde iba un señor brasileño que tenía un jockey del carajo, que se llamaba Artigas, y un cuidador muy importante, gente del turf. Y yo hacía todo lo que podía para estar cerca de Leguizamo. Y eso que no era tanguero. El tango “Leguizamo solo” lo aprendí de viejo, pero lo llamaba “maestro” porque la Argentina es un país que vive de los maestros. Piazzolla y Leguizamo eran maestros. Maradona y Messi también.
—¿Y en literatura hay algún maestro?
—Walsh y varios más. Pero estamos hablando de gente que no tuvo tiempo de utilizar el título, como Walsh, a quien nadie le pudo decir maestro porque lo mataron antes de tiempo.
1 commentsOn Pequeñas anécdotas de un gran innovador
Qué maravillosos relatos!!! Lo encontré buscando el dibujante de la tapa del album «Pequeñas anécdotas…»
Aun no lo encontré pero encontré este diálogo
Gracias!!!