Pabellón 4: resistencia letra a letra

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Cuenteros, Verseros y Poetas es una editorial que funciona desde hace 8 años y  lleva 7 mil libros impresos. Es el único espacio sin facas ni pastillas y el único que rompió el récord de cinco años sin muertos. Crónica y testimonios de un viaje al “corazón de la mierda”, como lo define su impulsor, donde se lee a Bourdieu y se trabaja en la última producción: el libro de cuentos del Ni Una Menos.

Por Mariana Sidoti
Fotos: Gabriela Hernández

Subnota“Ni una menos es fundamental en todo sentido”

Alberto Sarlo da clases en el pabellón 4 de la U23 de Florencio Varela

Donde antes hubo sangre ahora hay caras de filósofos pintadas. Las paredes del pabellón N° 4 son las únicas así en toda la Unidad 23 de Florencio Varela, un megabloque de cemento donde habitan 1.350 internos y deberían habitar 824. Es un pabellón de máxima seguridad, de población y autodisciplina, una palabra decorosa que emula las múltiples carencias de los presos: contención, educación y hasta la intervención del Servicio Penitenciario Bonaerense (SPB) cuando las cosas se salen de control. En población cumplen su pena los condenados por homicidio, robo simple o agravado; y también los presuntos homicidas o delincuentes. Ahí viven los sufridos, los que tienen tantos años adentro que ya casi ni sueñan con el afuera.

El 4 supo ser un pabellón más, pero desde hace ocho años es sede de la editorial Cuenteros, Verseros y Poetas, que ya cuenta con 7 mil libros impresos de distribución gratuita: literatura y filosofía desde adentro, una producción escrita y editada íntegramente por los detenidos. Es el único pabellón del penal donde no hay facas y donde quienes ingresan aceptan la regla de no consumir pastillas. Y es el único que rompió el récord de cinco años sin un muerto.

El abogado Alberto Sarlo es el impulsor de este proyecto, y antes de salir para Florencio Varela desde su estudio en La Plata le advierte a La Pulseada: “Vamos al corazón de la mierda”. A lo largo de la tarde repetirá otra definición, áspera y breve como las demás: “La cárcel es un centro de tortura”. Los internos lo saben, y ese saber es la síntesis de todos los demás aprendizajes que hicieron ahí dentro durante años. Vivir en celdas de dos por tres con un inodoro mugriento al lado de la cama, comer al límite de lo podrido –y ver cómo cambian el menú si caen visitas del gobierno o alguna ONG–, lidiar con los caprichos del Servicio. Hay otra certeza que flota implícita en el pasillo gris del pabellón: la cárcel es también un negocio, donde se venden y se compran drogas, permisos y hasta derechos básicos como el de estudiar.

“Voy a la cárcel para escucharlos antes de que los maten, porque los van a matar y no es simbólico. Los matan, los están matando y ahora cada vez más rápido, en el barrio y en la cárcel” (Alberto Sarlo)

La construcción de la editorial buscó salirse de esa lógica, aún teniendo a toda la institución en contra, aunque en cualquiera de los otros 17 pabellones le digan “limpieza”. Jorge apenas supera los 30 y es uno de los coordinadores del 4. La Justicia bonaerense le había dado permiso para figurar con nombre y apellido en esta nota, pero el día de la entrevista el SPB se lo negó arbitrariamente. Tiene la voz firme cuando dice que el Servicio siempre los quiso derrocar y asegura que “este pabellón, para ellos, es un negocio perdido”.

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Aplausos y palmadas en la espalda. Mientras Brian Calli –uno de los ex detenidos que sigue colaborando con la editorial– da clases de boxeo en el patio, el resto festeja cuando Sarlo enumera los cuentos que quedaron seleccionados para el próximo libro, Ni una Menos en el Pabellón 4. “Algunos títulos son una garcha atómica”, dice él entre risas aunque después, efectivamente, esos títulos cambiarán. Los libros de Cuenteros, Verseros y Poetas no son sólo una válvula de escape ni un descargo anárquico; son obras con un largo trabajo previo y mucha edición. También son manifiestos políticos.

–No me gusta que un policía la salve cuando el marido la está por matar. ¿No la puede salvar una amiga, o una vecina?– cuestiona Sarlo al autor de uno de los cuentos seleccionados.

La discusión que se abre en este momento podría darse en cualquier aula universitaria, pero es acá: la cocina de un pabellón de máxima, con una tabla grande como mesa y tablones como sillas, la biblioteca metálica Rodolfo Walsh, rebosante de libros, un par de ventanitas con cortinas rojas, una mesa con una computadora que parece haber salido de la prehistoria. Y en la pared, escrita con cursiva, la palabra autogestión. Un adjetivo carcelario y una utopía a la vez.

El pabellón 4 tiene su propio régimen autogestivo

Esta tarde toca Pierre Bourdieu, el poder y la lucha por los capitales simbólicos. Después de anotar algunos conceptos en una pizarra de plástico, Sarlo abunda en ejemplos: “Podés comprarte una re nave siendo ex chorro, pero igual te van a mirar mal. Eso es porque tenés el capital económico, pero no el simbólico”. Todos saben a qué se refiere y no necesitan salir de la prisión para evocar las miradas vigilantes de quienes no esperaban verlos pasear por un shopping o usar un celular último modelo. Todos tienen su anécdota, su reflexión y su postura. Están en la cárcel estudiando Bourdieu, ratificando con cada palabra la idea de que la lucha de clases es la lucha por los estilos de vida. Están en un lugar incómodo, viviendo un destino que no fue diseñado para ellos: el de ser escritores, ilustradores, artistas, músicos o filósofos. Todo eso sin dejar atrás su origen, su realidad diaria, los berretines pasados y los bondis que vendrán.

Están en un pabellón leyendo filosofía y es más de lo que pueden decir sus vecinos, ninguno de ellos puede estudiar si no es en pabellón universitario, la escuelita: un derecho que debería ser universal pero es, al igual que afuera de la cárcel, un privilegio.

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En las celdas convive el culto a los santos paganos con frases filosóficas de distintas corrientes. En las paredes de la celda de Marcelo Occhiuzzo hay pesimismo y humor. “Que admiren cuanto quieran la sociedad humana, no por ello será menos cierto que conduce a los hombres a odiarse mutuamente en la medida en que colisionan sus intereses. Rousseau”. También está escrita la máxima “Dios ha muerto, Nietzsche”, y debajo “Nietzsche ha muerto, Dios”, con una carita sonriendo.

Marcelo es reincidente. La primera vez que entró al penal fue en 2011, salió en 2014 y volvió a caer en 2016, unos meses después de la boleta. La boleta es la muerte de Gabriel Rodríguez, un nombre que a todos les duele recordar: lo mató otro preso de un facazo una vez que el ingreso de pastillas se salió de control. Fue el primer muerto en cinco años desde la llegada de la editorial. Después de eso, como es costumbre, el SPB rompió el pabellón. La mayoría de los internos salió “de gira” a otros penales y quedaron apenas 15 para hacer funcionar las clases de literatura y filosofía y los talleres de alfabetización, que habían empezado a dictar ellos mismos a compañeros de otros pabellones.

Los libros de Cuenteros, Verseros y Poetas no son sólo una válvula de escape ni un descargo anárquico; son obras con un largo trabajo previo y mucha edición

“Yo encontré acá lo que estaba buscando en los pabellones cristianos. Buscaba algo que me diera un sentido y creí que lo había encontrado, pero con el correr del tiempo vi la perversión y la corrupción que hay en ese tipo de lugares y ya no quise estar ahí. Acá vine sin expectativas, con otro tipo de intenciones, y después me terminé involucrando”, cuenta Marcelo a La Pulseada. Su historia se replica en casi todos los detenidos del 4. Jorge, por ejemplo, entró hace 10 años y pasó los primeros siete “en otro mambo”. “Estaba metido en la cárcel y hacía las cosas de la cárcel. No quería venir para acá, hasta que cinco o seis meses después me convencieron y vine. Lo primero que pensé fue ‘voy a hacer las cosas bien así me voy a la calle pronto’”.

Alberto Sarlo en su estudio de La Plata

Dispuesto a cumplir con las reglas del pabellón, no se llevó “ni una aguja de coser”; pero las cosas salieron mal: pasadas dos semanas lo sacaron de traslado y en otros penales se cruzó con viejos enemigos. “Me pegaron, me dieron un par de puñaladas y yo no tenía nada. Volví re dolido”. Otra vez en Varela, sus ex compañeros de pabellón le insistieron para que regrese. “Ahí sí venía con faca y les dije que no la quería tirar, pero me convencieron y terminé volviendo. Igual fue más que nada porque tenía hambre: venía de tres días arriba del camión, todo sucio, con ganas de bañarme y tenía mucha hambre. Para ir al 3 había que esperar como dos días a que me atienda el jefe del penal. Desde el 4 me pidieron al toque y subí. Dije ‘bueno, de última como un poco y después me fijo’. Subí a comer y me quedé, de vuelta con el mismo pensamiento: hago las cosas bien para irme lo más rápido posible. Después empecé a leer un libro, dos, tres, me fui enganchando con el proyecto. Empecé a escribir y a concientizarme de a poco”.

Hoy Jorge no sólo coordina el pabellón, además edita los textos de sus compañeros y se dedica, junto a otros referentes, a tutelar a los nuevos. Los recién llegados al 4 tienen que enfrentarse a una lógica completamente ajena. Según Marcelo, “la única rutina que tomamos de la cárcel es el engome, a las 18 vienen y ponen el candado. Fuera de eso, nosotros tenemos cronogramas que se respetan: clases de lunes a viernes, talleres, y seguimos todo a rajatabla. No sólo por obligación o por el hecho de querer quedarnos acá, sino porque nos ayuda. Nos ayuda”.

Hay otros pabellones donde la rutina es “22 por 2”. O sea: 22 horas encerrados y dos con la libertad de salir al patio del penal. “Hacen todo ahí adentro, van al baño, cocinan, comen, se bañan. A eso sumale que están todo el día al pedo y pensando giladas. Estoy al pedo y voy a afilar una faca, o nos ponemos a joder con otro y capaz que jodiendo y jodiendo nos fuimos de boca y nos cagamos a puñaladas. Listo, fue”, sintetiza Jorge, con la liviandad de quien pasó siete años bajo esa rutina creyéndola sinónimo de destino.

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Rocío Raiberti, prensa de la Editorial, lee mensajes y saludos para los detenidos

Alberto Sarlo también entrevió un futuro asegurado y también lo rechazó. Egresado del colegio San Luis de La Plata, cuna de futuros jueces y políticos, terminó exorcizando su blancura y exponiéndose como un privilegiado frente a 56 detenidos. “Soy formado desde la derecha, tuve la posibilidad de verme y no me gustó, y ahora me estoy moldeando más o menos como puedo”, dice desde su despacho, en un estudio modesto y prolijo cercano a Plaza Rocha. Ahí trabaja con su socio y se dedica a los daños y perjuicios: defiende a una empresa aseguradora. Cuando habla, no deja pasar tres frases sin escupir una puteada.

En 1995, durante unas prácticas de Procesal I, visitó por primera vez el penal de Olmos. “Con mis 20 años vi, olí, sentí y hablé. Yo sabía cómo era, todos sabemos, todos pensamos o creemos… Pero cuando la ves, decís ‘nuestros jueces nos mandan acá y nuestra sociedad avala esto; estamos todos enfermos’”.

Sarlo se define como “un hombre corto”. Bajo, de facciones angulosas y cejas tupidas, parece más rugbier que abogado y le divierte contar que entró a Derecho porque su “tano laburante” interior había desechado otras carreras como Historia, Filosofía o Literatura. Se recibió en cinco años, rindiendo libre 29 de 36 materias. Luego hizo una especialización en derecho empresarial en la Universidad Austral, “el top del garquismo Opus Dei”. Armó un estudio con su socio: hicieron cosas gratis durante un año, “todo menos penal”, y empezaron a crecer en 2001. “En ese momento se me partió la cabeza nuevamente. Dije ‘algo hay que hacer’, y empecé a meterme en distintos eventos sociales vinculados a Cáritas, haciéndoles asesoramiento jurídico… Pero no servía para una mierda. Y yo, peleado con mi profesión, no me encontraba”.

Los detenidos disfrutan de las clases de Sarlo, pero también lo miden. Por sus privilegios, por hablar desde un lugar de poder, por haber nacido con más oportunidades

Recién en 2008 se animó a volver a un penal. Una vez en Varela tardó seis meses en conseguir un permiso para dar clases en el pabellón. En la escuelita era difícil: “Los del Servicio les decían ‘puto, vas a leer poesía’ o ‘trolo, vas a escuchar cuentitos con el forro ese’. Se peleaban y cada semana yo perdía cuatro o cinco estudiantes”, cuenta. El SPB también les pedía plata, favores e incluso mujeres –madres, novias, hermanas– para poder estudiar. Dar clases en el pabellón era cada vez más urgente. El único requisito que le pidió al director del penal fue que no le diera un pabellón evangelista. “Primero porque los evangelistas son muy estrictos con lo que leen, y segundo porque el preso tiene una mínima contención. Tiene un pastor que dicta algunas normas, buenas, malas o regulares, pero por lo menos tiene contención y ciertas pautas de convivencia. El población no tiene nada. El población es el sufrido-sufrido o el jodido-jodido. El analfabeto, el no instruido, el que ni la Biblia lee”, dice. “El población no me va a decir ‘no me traigas Lolita para leer porque Jesús se enoja’”.

En la cárcel Sarlo es tan incisivo como en su despacho. Y putea en dosis iguales. Los detenidos disfrutan de sus clases, opinan y acuerdan y disienten con él, pero también lo miden. No como lo harían con otro preso, en otras épocas o en otro pabellón. Lo miden con la palabra por sus privilegios, por hablar desde un lugar de poder, por haber nacido con más oportunidades. Y por eso el abogado insiste: “Como soy blanco me ironizo, porque de esa manera también me exorcizo”.

Los detenidos practican boxeo con su ex compañero, Brian Calla

De la misma manera se expone –en su despacho y en la cárcel– como docente: “Yo estoy haciendo política, no estoy jugando a la rayuela con los pibes. Marco mi rumbo ideológico y el rumbo que me gustaría que la sociedad siga. Y no trabajo literatura y filosofía para ser buena gente, yo no quiero que ellos sean buenos. Porque volvemos con el dispositivo conservador, ‘te quiero hacer bueno, vos estás acá por ser malo’. Voy a la cárcel para escucharlos antes de que los maten, porque los van a matar y no es simbólico. Tampoco voy por la reinserción. Me cago bien cagado en la reinserción”.

Con ocho años de editorial a cuestas, Sarlo emana un pesimismo que voltearía a cualquier entusiasta. Tiene sus motivos: dice que lo tienen roto y que la derrota está cerca. Lo enerva el desgaste constante, el hecho de querer entrar “a meter la cabeza gratis en una guillotina” y que no lo dejen. “El SPB no te desgasta y te deja recuperarte, no. Te deja descansar tres meses y vuelve a dártela con todo; te pide perdón, le echa la culpa a un subalterno y vuelve a dártela un mes y medio después. Y te la da mal; por ejemplo trasladando a tu mejor hombre que termina muerto en otro penal. Nosotros ya llevamos 12”. Además de Gabriel Rodríguez, en cárceles o en la calle murieron violentamente otros once integrantes de la editorial: Florencio, Rubén Arroyo, Matías Castro, Santiago Funes, Jonatan Insaurralde, Miguel Nuñez, “Sapito” Romero, Gabriel “Toto” Rodríguez, Demián Galván, “Chacho” De León y Javier Gentile.

Todos necesitan ser nombrados. “Difusión es protección”, repiten una y otra vez los integrantes del equipo extramuros: Rocío Raiberti, una sonidista joven y entusiasta que hace prensa de la editorial; Brian Calla, ex detenido y futuro DT de boxeo y Carlos Mena, también ex interno, hoy operador de cárceles de adultos y tallerista ad honorem en institutos de menores, donde pasó gran parte de su infancia. El juez de Lomas de Zamora Roberto Conti también colabora con el proyecto dando talleres sobre violencia de género. Además del libro de ficciones –y no tanto– sobre ese tema, Cuenteros trabaja en el estreno de la película “Pabellón 4”, de Diego Gachassin. El espíritu es siempre el mismo, casi un rulo horkheimiano: el optimismo práctico que a pesar de todo y de todos, prevalece.

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