Hubo que esperar más de 15 años. Ocurrió cuando el último número de esta revista estaba en la imprenta. Empujada por el pueblo y el presidente bolivianos, el agua (¡el agua!) pasó la aduana de la Organización de las Naciones Unidas y ahora es “un derecho humano básico”. El poeta Federico García Lorca se refirió alguna vez al agua como una “fortuna”. Dijo que “no hay estado perfecto como al tomar el agua”, que con ella “nos volvemos más niños y más buenos”, y que, simplemente, nada se compara con las “orillas santas” del agua dulce. Hace poco, el Premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel actualizó de manera dramática aquel sentido, al referirse en estas páginas al “horror del agua”. Del agua, que mata y “vale más que el petróleo”, y se derrama por el mundo de un modo trágico, estratégico y bélico que no es ciencia ficción.
La buena nueva de la ONU no cambiará ya los días injustos de casi 900 de millones de personas que hoy se cuecen al sol, al frío o a la sal de este planeta, sin acceso al agua dulce; ni los de 2.600 millones de seres humanos que sobreviven con agua podrida o infectada por venenos químicos o materia fecal; ni los del millón y medio de chicos que muere por enfermedades derivadas de este contexto inhumano. La decisión de la Asamblea General de la ONU no es vinculante y por ahora perdurará la sed.
Sin embargo, abrazamos este reciente “mensaje para el mundo”, que llega tras demasiadas cumbres y años de debate (como si la esencialidad del agua no fuera evidente). Llega a un mundo diferente del de 1948, cuando se aprobó la “Declaración Universal de los Derechos Humanos”. El agua potable es una fantasmagoría para millonadas de pobres, en cuyas bocas la sed sigue quemando como un castigo antiguo, bíblico. Y es a la vez un botín filosofal codiciado por “los señores del dinero”, como dicen los zapatistas. Pensemos en los gigantes de la minería a cielo abierto, que depredan millones de litros de agua por día. De hecho, se abstuvieron de votar en la ONU la propuesta impulsada por Bolivia 25 países “en desarrollo” y 16 “desarrollados”, como Australia, Austria, Canadá, Dinamarca, Israel, Japón, Luxemburgo, Holanda, el Reino Unido y Estados Unidos. Esta última delegación argumentó que la iniciativa boliviana puede eclipsar otros trabajos que en este mismo campo estarían ya llevándose a cabo en Ginebra. ¿Suena verosímil?
Por fortuna, las injusticias del agua generan resistencia (y la victoria a la que dedicamos esta nota editorial es una pequeña muestra de ello). La defensa del agua de privatizaciones, abusos y saqueos se blande en revueltas y guerras genuinas. Pensamos en Chiapas, Ecuador y Bolivia, pioneros en luchas de este calibre expresadas en sus territorios desde los ‘90. Y pensamos en Catamarca, Esquel, Cafayate, herederos de ese caudal peleador hoy manifiesto en batallas locales contra la sed y las familias fracturadas por los señores del dinero minero.
Celebramos entonces, como acaban de hacerlo los Curas en la Opción por los Pobres en su último documento (firmado el 12 de agosto en Florencio Varela), la buena nueva simbólica. Acompañamos los meandros de la lucha por ensanchar los sentidos de los derechos humanos del presente. Y recuperamos, para finalizar, un mensaje de 2004 de la Coordinadora en Defensa del Agua y de la Vida (organizada en Cochabamba en 1999 con el lema “Los bolivianos nunca hemos tenido alma de esclavos”), protagonista de “las guerras por el agua y por el gas”: “Después de 15 años de neoliberalismo, luego de que creíamos todos que el modelo nos había arrebatado los valores más importantes, como la solidaridad, la fraternidad y la confianza en uno mismo y en los demás; cuando creíamos que ya éramos incapaces de perder el miedo, organizarnos y unirnos; cuando nos han ido imponiendo con mayor fuerza la cultura a obedecer; cuando ya no creíamos ser capaces de ofrecer nuestras idas y morir por nuestros sueños y esperanzas, nuestro humilde, sencillo y laborioso pueblo trabajador demuestra al país y al mundo que esto aún es posible”.