La frase de Isabel Benítez Osuma, coordinadora de la Casa de los Bebés, sintetiza lo que siente el resto de los trabajadores de los emprendimientos solidarios de la Obra de Cajade. Actuaron en los años en que la desnutrición fue un flagelo en la región y perciben que hoy el hambre empieza a ser un problema. Ahora encienden el alerta para intentar evitar que se repita.
Por Pablo Spinelli
Fotos: Gabriela Hernández
El año pasado La Pulseada reflejaba el deterioro social que empezaba a detectarse en los emprendimientos sociales de la Obra de Cajade como consecuencia de las políticas de ajuste que se implementaron desde diciembre de 2015. Crecía la demanda y se achicaba la capacidad de respuesta. Un año después esas señales ya son una evidencia que amenaza con desbordar las posibilidades de contención. Sus trabajadores, muchos de los cuales fueron testigos y actuaron hace 15 años, cuando la desnutrición hizo estragos en la región, sienten que tienen que apelar a aquella experiencia para llamar la atención e intentar evitar que el hambre, que volvió a ser un problema, avance sobre los barrios. “No nos puede pasar la mismo, tenemos un recorrido hecho y un reconocimiento ganado después de tantos años de trabajo. Y si es necesario salir a la calle para alertar a tiempo e intentar frenar esto que empezamos a percibir, debemos que hacerlo”, proclama Isabel Benítez Ozuma, plantada en el patio de la Casa de los Bebés que coordina, un mediodía de junio, cuando la mayoría de los niños que concurren a diario ya volvieron a sus casas.
Son unos 60 pibes de hasta 5 años los que van, y el rostro de la crisis resalta a principios de cada semana. Los chicos no se alimentan bien el sábado y el domingo e ingresan el lunes ansiosos por comer. Ocurría antes, pero desde hace un tiempo el problema es más agudo. Recién empieza a normalizarse el miércoles o jueves, cuando ya pasaron un par de días recibiendo dos de las comidas del día.
No lejos de allí, para buena parte de los chicos que por la tarde de cualquier día de semana concurren a Casa Joven, la merienda que toman a las tres y pico de la tarde es la primera comida del día. Eso se nota en la voracidad con la que lo hacen y en la cantidad de veces que repiten. Van de lunes a viernes y son adolescentes de más de 13 años. Pueden juntarse hasta 40 pibes, pero los jueves son alrededor de 70 porque las puertas se abren también para los más chicos. Cuando se van, un par de horas después, suelen hacerlo llevándose mercadería para la casa. De lo contrario, por la noche no habría cena.
No es muy diferente el panorama en la Casa de los Niños a donde van chicos en edad de primaria. Muchos de ellos llegan comidos de la escuela pero repiten en la casita porque saben que cuando vuelvan con su familia el alimento escaseará. Comen dos o tres platos del menú del almuerzo, y una hora después meriendan abundante antes de irse. Muchos de ellos no volverán a comer hasta el otro día.
Chispita es el único de estos emprendimientos que no está anclado en Villa Elvira, zona de La Plata en la que el cura Carlos Cajade fundó hace más de 30 años el hogar de la Madre Tres Veces Admirable. Está en Los Hornos y concurren unos 50 chicos en dos turnos. A sus trabajadores ya les resulta demasiado evidente la mutación que volvió a tener la razón de ser de su función diaria. Ya no son un factor de contención para que los padres puedan salir a trabajar. Desde hace rato volvieron a ser, como a fines de los ‘90 y en 2001 y 2002, un efector clave en la alimentación. Eso se ve, por ejemplo, en un simple cambio de actitud de las familias de los chicos que por alguna razón no concurren cualquier día: sus padres van a buscar la vianda. Eso antes no ocurría.
Ese “antes” al que todos los responsables de los emprendimientos entrevistados para esta nota remiten es el cambio de Gobierno producido en el país en diciembre de 2015. Son los mismos que hablaron en La Pulseada 143 (septiembre 2016), cuando las señales de alerta empezaban a sonar. No era sólo el aumento de la demanda lo que golpeaba las puertas de las casitas. También algunas dificultades operativas que las llevaba, por ejemplo, a dejar de funcionar dos de los cinco días de la semana porque el dinero de las becas que se recibían de Provincia no alcanzaba para cubrir los mínimos ingresos de los educadores que necesitaban buscar trabajo por otro lado.
Hoy, a partir de un esforzado acuerdo con la administración del Hogar, volvieron a cubrir los cinco días. El aumento que pudieron percibir, aunque exiguo, les permite seguir sobrellevando la situación. Para ninguno de ellos fue sencillo conseguir trabajo afuera. Tampoco lo logran los chicos más grandes, los que van a Casa Joven y empiezan a visualizar más cercana la vida adulta.
Juventud olvidada
Conseguir cupos en las escuelas para que los chicos que ingresan a Casa Joven tengan continuidad en su trayecto educativo es uno de los grandes temas que preocupa a los responsables de Casa Joven. El otro es la inserción laboral de los que empiezan a acercarse a la edad de “egreso”. Son unos 85 adolescentes de hasta 18 o 19 años los que circulan por la casa ubicada en 97 entre 6 y 7 y el coordinador Tomás Bover no recuerda a muchos que en el último tiempo hayan logrado desarrollar un proyecto de vida autónomo.
“Seguimos con temas vinculados a cupos escolares y a la inserción laboral de los pibes, pese a las gestiones que podemos a hacer desde las mesas barriales”, cuenta. Respecto de la educación, como los chicos están en la etapa de formación secundaria, el gran tema es la falta de establecimientos de ese nivel en toda Villa Elvira. En la zona del Aeropuerto esa carencia se profundiza. “Son ejes que lejos de haber mejorado recrudecieron”, dice.
Tomas cuenta el caso de un chico para el que terminaron consiguiendo un cupo recién en junio, cuando el año ya llegaba a la mitad. Cuando finalmente consiguen un lugar, depués de gestionar con intensidad ante las autoridades educativas, los chicos enfrentan otras dificultades que muchas veces los llevan a caer en la deserción. Generalmente se encuentran cupos en escuelas que están a más de 30 cuadras de sus casas y la distancia termina segregándolos, atentando contra la posibilidad real de asistencia. “Van cuando pueden o cuando tienen plata para cargar la SUBE”, ejemplifica.
La consecuencia derivada de las imposibilidades de acceder a la educación es la dificultad para conseguir un trabajo, un drama que ya viven los adultos de las familias. “Nosotros hacemos un seguimiento y son muy pocos los pibes que pasaron por la casa y hoy tienen un proyecto de vida autónoma”. Vuelve a verse entonces un paisaje común en los primeros años del siglo: “Como no consiguen laburo, hay muchos más que empezaron a cartonear. Nos damos cuenta de que son chicos que nosotros no teníamos registrados en esa actividad. Evidentemente no les quedó otro camino”, dice Tomás.
A partir del año pasado, Casa Joven logró un leve incremento de las becas con que se financia el trabajo de los 20 educadores y talleristas. Pasaron de recibir dinero para 30 chicos a 40, con la chance de subir a 55. De todos modos siguen teniendo un reconocimiento por debajo de la cantidad de pibes que realmente concurren. “Actualmente hay 85 que circulan por la casa. No van todos los días pero están de algún modo. Hay jornadas en las que concurren doce 12 o 15 chicos, pero otros días como los jueves, que van 70”, dice Bover.
Eso ocurrió cuando La Pulseada visitó el lugar en la producción de esta nota. La mesa de ping-pong, el taller de vidrio, las computadoras, las mesas de juego, el patio, o el apoyo escolar cobraron vida inmediatamente y el lugar desbordó de chicos de todas las edades. Hasta cerca de las cinco cuando merendaron una pizzas antes de volver a casa.
Ese “subfinanciamiento” es sobrellevado entonces con la solidaridad. Para los jueves, que es el día que más demanda hay, consiguieron que una panadería de la zona les done las tortas y las facturas. “Si dependiéramos solamente de los alimentos que tenemos nosotros nos duraría sólo una semana”, saca cuentas Tomás.
En Casa Joven no se da almuerzo pero los educadores identifican que para muchos chicos la merienda es la primera comida que tienen en el día. “Nosotros desde que abrimos Casa Joven (eso ocurrió en octubre de 2009), el hambre nunca fue un tema”, recuerda Tomás. Los pibes que iban habían almorzado o era extraordinario que no fuera así. Las cosas cambiaron y “hoy es absolutamente regular esa situación”.
-¿En qué lo notan?
-En el momento de la merienda ves que cargan el vaso de la chocolatada con cantidad de cereales y comen desaforados las galletitas. El hambre volvió a ser un tema y ellos mismo lo dicen: “Necesito mercadería porque en casa no tenemos para comer” o “hace tres días que estoy comiendo galletitas con paté”. Está sucediendo y tenemos que pensar qué hacer con eso y laburarlo casi sin recursos. La cuestión alimentaria se volvió en un tema superdifícil.
Poca comida
Las dificultades de las que habla Tomás se replican en el resto de los emprendimientos. A la Casa de los Bebés los chicos llegan los lunes arrastrando el hambre del fin de semana. “Es evidente que el sábado y el domingo comen menos que antes”, repite Isabel Benítez Ozuma, la co
ordinadora. Recuerda que todo empezó con una duplicación de las raciones los días lunes para normalizar el apetito de los niños. Pero ahora no alcanza. “Recién el miércoles empiezan a tranquilizarse”.
El otro problema que golpea a la puerta de la casita ubicada en 4 entre 601 y 602 es el pedido constante de mercadería de parte de los vecinos. Empezó a hacerlo gente que no lo hacía desde hace mucho. “Por ahí son vecinos que estaban por acá hace 20 años pero hace diez que habían dejado de pedir mercadería. Están reapareciendo”.
Isabel cree que tal vez no sea que se quedaron sin trabajo, porque la mayoría lo hace en las cooperativas y lo mantienen. El drama es el aumento de los precios que hace que la plata no les alcance para nada. “Así como se nos complica a nosotros les pasa a ellos. No llegan con los números por el gran aumento de todo lo que tiene que ver con la canasta familiar”.
Actualmente a la Casa de los Bebés concurren más de 60 chicos. Llegan a las 8 de la mañana y 45 minutos después ya les sirven la leche. Después se van a las tres salitas (hasta 2 años, de 2 y 3 años y de 4 y 5 años). “Intentamos trabajar como si fuera un jardín maternal”, cuenta Isabel. Trabajan con los educadores, se bañan si es necesario o se les lava la ropa, y se relacionan con sus pares. A las 11 almuerzan los bebés y los que van al jardín. A los 12 comen los más grandes y los que quedan.
En el informe publicado en La Pulseada 143, la casita había dejado de trabajar dos días a la semana porque el dinero que cobraban las chicas que coordinan las salitas era tan poco que las obligaba a buscar otros ingresos. Desde marzo volvió a los cinco días. Lograron un acuerdo con la administración del hogar y las 12 personas que sostienen el lugar pasaron a cobrar 4.200 pesos (antes era 2.500 pesos). Isabel considera que realmente había una necesidad de que los chicos contaran todos los días con ese espacio para que sus mamás pudieran contar con tiempo para salir a trabajar.
También se normalizó, en cierta medida, la provisión de alimentos. “Estamos relativamente bien porque volvimos a recibir los secos del Ministerio de Desarrollo de Nación, entonces podemos darles a las mamás todos los meses y también podemos funcionar sin necesidad de salir a comprar (arroz, fideo y aceites), porque como a todo el mundo se nos está complicando llegar a fin de mes”, sintetiza Isabel.
El déficit escolar
Romina Penayo Valdés se sorprendía hace un año, cuando La Pulseada recogía su opinión, por cómo se había destruido mucho de lo que se había logrado en los barrios en la década previa. Hoy dice que la caída nunca paró y que el panorama en el barrio se agrava día a día. Lo nuevo es que los chicos que van a la Casa de los Niños que ella coordina ya no tienen acceso a los útiles y materiales escolares porque los padres no pueden comprarlos.
“Eso necesariamente repercute en la calidad educativa y ya empiezan a crecer en desventaja”, dice. Si bien los chicos en edad de primaria tienen más a mano la escuela que los de la secundaria, Romina siente todos los días el déficit educativo que padecen. “Faltan mucho, aunque tratan de no perder la escolaridad no completan la tarea o no van a la escuela. No abandonan pero la llevan a los ponchazos, y eso obviamente afecta el aprendizaje”, dice.
Según describe, el contexto familiar, producto de otros padecimientos más vitales, tampoco ayuda ni incentiva a los chicos porque “ya no hay tranquilidad en la casa y no hay predisposición para prestarle atención a la escuela”.
A la Casa de los Niños, que está en 6 y 602, van unos 70 chicos entre los dos turnos, los cinco días hábiles de la semana. “No damos abasto con nada porque aparte de ellos y de la ayuda que damos a la familias con alimentos, siempre hay alguien más que se entera que hay un hogar y entonces viene a ver si lo podemos ayudar con algo”.
La vestimenta es el otro rasgo que emerge de la difícil situación que están atravesando las familias. “Antes, las mamás hacían un esfuerzo y podían comprarle ropa a cada hijo, pero ahora no. Y la verdad es que llegan mal vestidos y muchas veces desabrigados”, dice.
Y como en los otros emprendimientos, la alimentación pasó a ser el tema central. “Cada uno con un plato de comida o un poco más les alcanzaba ahora repiten más de dos veces y nos damos cuenta de que es la única comida. Algunos chicos comen en la escuela y después vuelven a comer acá y te das cuenta de que son las únicas comidas del día”, explica.
La angustia domina a Romina cuando piensa en el futuro: “Es un panorama medio feo que uno no sabe cómo va a resultar. Nosotros acá tratamos de pasar lo mejor que podamos porque tampoco podemos decirles mucho lo que nos cuesta sostener la casita, porque ellos ya deben venir con toda esa carga desde su casa”.
Más demanda
Anclado en 151 entre 70 y 71 de Los Hornos, en Chispita reciben a 50 chicos de entre 4 y 13 años todos los días, pero la demanda ha crecido notablemente desde febrero, cuando arrancó la actividad de este año. Hubo al menos 10 incorporaciones de chicos y Mónica Auge, una de las coordinadoras, lo atribuye a que en el barrio aumentó la necesidad de la gente.
Esa necesidad no sólo se traduce en la presencia de los chicos. Las madres llegan pidiendo leche y mercadería para llevar a sus casas porque no pueden comprarla. El mes pasado empezaron a armar cajas para entregarles, pero temen que el próximo necesitarán más porque no les va a alcanzar para ayudar a todos. “Estamos mandando mercadería a 23 o 24 familias y en algunos casos esas cajas van reforzadas porque son familias muy numerosas”, dice Mónica.
Como en la Casa de los Niños, los chicos llegan con el frío de la mañana muy desabrigados. “Por suerte recibimos donaciones de ropa y las clasificamos acá para abrigarlos”. Mónica se lamenta porque dice que eso no ocurría desde hacía mucho tiempo. “Hemos tenido un retroceso de unos 15 años”, insiste.
Es en Chispita donde, cuando los chicos faltan, alguien de la familia se acerca para buscar la vianda. Evidentemente no están pudiendo sostener las comidas en la casa, concluye Mónica y asegura que eso también es algo nuevo.
La rutina en ese emprendimiento de calle 151 arranca con un desayuno abundante, lo sigue una recreación de entre una y dos horas y cierra con el almuerzo a la 11 para los del primer turno. “Procuramos que sea una comida bien abundante con postre incluido”, describe. A las 12,30 ingresan los chicos de la tarde y comen alrededor de las 13.30. Después hay recreación y a las 15.30 toman la merienda. Se vuelven a su casa pasadas las 16.
–¿Qué notan en las comidas?
–Nos damos cuenta cómo comen, la cantidad. Los del mediodía vienen y comen mucho. Y a las dos o tres horas ya están tomando la merienda, que es una leche bien espesa, con torta o con pan con mermelada, con lo que sea. Y comen todo. Ahora tenemos un solo chico desnutrido y la mamá viene a buscar la comida.
–¿Y la relación con la familias?
–Hay poco contacto. A las mamás las vemos el día del ingreso o en la entrevista previa y después los mandan solos. El hijo más grande lleva a los más chiquitos. Hay poca participación de las mamás. Y los papás prácticamente no existen.
Mónica pone en palabras una reflexión que atraviesa la situación en todos los emprendimientos del Hogar. “Uno veía que la casita estaba para contención, venían criaturas que no necesitaban que les demos de comer ni que los abrigáramos nosotros. Pero desde el año pasado se empezó a notar. Y cambiaron nuestros objetivos. Volvimos al 2002”.