Ultrapop
Las onces canciones pigmeas que integran este disco debut tienen a la ironía en un camino atorrante y concreto. Contextualizadas en un formato acústico -casi como el fundamento estético de todo lo que se proponga hacer la banda- y algunos detalles en la prosa por parte de Matías Greco (voz y guitarra), La selva de Miguel se despacha con fetiches y dinamismo que también concretan la apuesta de este trabajo producido por Alfredo Calvelo y grabado en sus Estudios Hollywood.
Así como los integrantes rotan sus instrumentos percusivos, hay un juego con las voces (“El cuco” o “La espera II” son dos claros ejemplos) que acompañan a Greco y logran darle intensidad cuando las canciones lo piden. Hay pequeños juegos con el sonido como una llamada, un mensaje o el despertador de un celular al inicio o al final de cada canción. Y también aparecen pertinentes colaboraciones como la del Tano Dessupoiu (cantante de Argonauticks) en “Frizvi”, que en su triste melodía esconde aquel juego de la niñez con cierta resonancia bizarra.
El arte -bien sudamericano- quedó en manos de Gabriel De Carolis. Ni bien uno se queda con el primer manifiesto de estas canciones autóctonas y simpáticas se hace visible un texto. “Amantes del cencerro” exclama una voz silenciosa (quizás algún Miguel) y luego se desarrolla una idea que gira como un caracol. Y en esa ruleta que se puede armar con melodías pícaras se destaca “Ojotas”, de esas que no sobresalen en el orden de aparición y que ni siquiera es muy tocada en vivo. Pero en ese track siete está el sentimiento selvático: ritmo de pequeño parche, el verso kitsch y el vinito con luna llena.
Facundo Arroyo