Mezquindades y altruismo durante otra pandemia

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En 1871, Buenos Aires vivió la fiebre amarilla, que redujo la población en un 10%, con casi 14 mil muertos. Entonces, las clases altas huyeron de la ciudad y quedaron luchando médicos como Manuel Argerich y Francisco Javier Muñiz. Hubo que inaugurar un nuevo cementerio en la Chacarita

Por Carlos Gassmann

Cuadro pintado por el uruguayo Juan Manuel Blanes, que retrata la crudeza de la pandemia

El cuadro “Un episodio de la fiebre amarilla en Buenos Aires” fue pintado  por el uruguayo Juan Manuel Blanes (1830-1901), quien residió buena parte de su vida en la Argentina. Actualmente se encuentra en el Museo Nacional de Artes Visuales de Montevideo.

Aunque el artista no fue testigo de la escena y la compuso a partir de distintos relatos, este óleo refleja, como si de un fotógrafo de prensa actual se tratara, un dramático hecho ocurrido en un conventillo de San Telmo situado sobre la calle Balcarce. Quien yace muerta en el suelo, mientras su bebé busca su pecho, es la italiana Ana Bristani. Al fondo está acostado su esposo, ya también fallecido. Dos de los que irrumpen en el cuarto son el abogado Roque Pérez y el médico Manuel Argerich.

Se calcula que la fiebre amarilla causó en 1871 el deceso de más de 14.000 habitantes porteños, casi el 10 % del total de la población de la ciudad. La mayoría de las víctimas fueron afrodescendientes e inmigrantes pobres, sobre todo italianos y españoles.

Recién diez años después un médico cubano descubriría que el mal era transmitido por el mosquito Aedes aegypti. Hasta entonces se consideraba que el origen de la enfermedad era el “miasma”, emanaciones de las aguas pútridas que quedaban suspendidas en el aire.

Hubo otros importantes brotes en 1852, 1858 y 1870. Se había determinado que el también llamado “vómito negro” -por las hemorragias gastrointestinales que causaba- llegaba a través de los embarcados en  las naves provenientes de Brasil, país donde esta peste ya era endémica. En 1870 el presidente Domingo Faustino Sarmiento vetó el proyecto de imponer una cuarentena antes de descender a los tripulantes de buques llegados de Río de Janeiro y mandó detener al médico del puerto que intentó impedir que los cariocas atravesaran la planchada.

El pico llegó el 10 de abril de 1871: se alcanzó el récord de 563 muertos, en una ciudad cuyo promedio diario era de 20 fallecidos

Pero todo parece indicar que en 1871 la fiebre amarilla llegó con los soldados que regresaban de Asunción después de finalizada la Guerra de la Triple Alianza. De hecho hubo un foco previo en Corrientes, estación de paso de las tropas, que provocó centenares de muertos. Podría pensarse que era el precio a pagar por ese conflicto infame en el que Argentina, Brasil y Uruguay, instigados por los intereses británicos, masacraron al 90 % de la población masculina adulta del Paraguay y terminaron con el proyecto de autonomía de Francisco Solano López.  Pero ocurre que, como es habitual, quienes afrontaron los costos no fueron los beneficiarios de esa conflagración sino los reclutados para el combate más sacrificados y humildes.

Los primeros casos se registraron en enero pero el pico llegó el 10 de abril de 1871. En esa jornada se alcanzó el récord de 563 muertos, en una ciudad cuyo promedio habitual era de 20 fallecimientos diarios. El Cementerio del Sur quedó rápidamente colapsado y fue necesario inaugurar de apuro otra necrópolis en Chacarita (algo que menta Jorge Luis Borges en unos versos, titulados precisamente “La Chacarita”, publicados en 1928 en la revista “Criterio”, junto al poema “La Recoleta”, bajo el título común de “Muertes de Buenos Aires”). Hubo cuerpos sin identificar inhumados en fosas comunes y también casos de personas desvanecidas que se salvaron raspando de ser enterradas vivas.

Ante la expansión de la enfermedad, las clases altas huyeron para alejarse de los focos de contagio. De entonces data su instalación en los barrios del norte. En trenes especiales también abandonaron la ciudad el presidente Sarmiento, el vicepresidente Adolfo Alsina, la Corte Suprema en pleno, cinco ministros nacionales y la mayoría de los diputados y senadores.

El periodista Evaristo Carriego (abuelo del poeta homónimo, al que Borges le dedicó un libro en 1930 y al que recordamos porque se lo cita en “El último organito” de Homero Manzi) escribió indignado: “Mientras tantos escapan, que haya siquiera algunos que permanezcan en el lugar socorriendo a aquellos que no cuentan con ninguna asistencia”.

Como las autoridades no se hacían cargo, se formó una Comisión Popular de Salud Pública, de la que tanto Pérez como Argerich tomaron parte. Ambos lucharon mientras pudieron contra el mal hasta que al final también se contagiaron y murieron. Pérez era consciente de que ese sería su destino y por eso redactó poco antes su testamento. Los dos eran miembros de familias acomodadas pero eligieron quedarse para enfrentar la peste.

“Mientras tantos escapan, que haya siquiera algunos que permanezcan en el lugar socorriendo a aquellos que no cuentan con ninguna asistencia”

Buenos Aires contaba entonces con sólo 160 médicos, menos de uno por cada mil habitantes. Otro de los facultativos que permaneció para atender a los afectados y lo pagó con la vida fue Francisco Javier Muñiz. Para recordarlo se le puso su nombre al Hospital de Infecciosas que se inauguró en 1904 y aún existe. Manuel, por su parte, era descendiente de Cosme Argerich, otro destacado médico que prestó servicios antes y después de la Revolución de Mayo de 1810. Es en memoria de este ancestro que también en 1904 se bautizó de ese modo al Hospital General de Agudos que está emplazado en el barrio de La Boca.

Así como se desconocía la causa del mal también se ignoraba cuál era el tratamiento adecuado. Los profesionales recetaban píldoras laxantes y polvos vomitivos para que el cuerpo se depurara, pero de esa manera no hacían más que acelerar la deshidratación. No faltaron los chapuceros que propusieron remedios mágicos (el reciente fraude del “antiviral” del Dr. Mühlberger cuenta con sobrados antecedentes).

En el Parque Florentino Ameghino, ubicado en el barrio de Patricios, se levantó en 1899 un monumento, que aún permanece en pie, “en homenaje a quienes cayeron como víctimas del deber en la epidemia” de 1871, donde figuran los nombres de los integrantes de la comisión, de los médicos y de los practicantes que perdieron la vida.

Monumento a los caídos por la Fiebre Amarilla, en barrio porteño de Parque Patricios

Más de un siglo después, en 1982, el director cinematográfico Javier Torre, hijo de Leopoldo Torre Nilsson, estrenó la película “Fiebre amarilla”, basada en un libreto de Beatriz Guido y de su padre, quien no pudo filmarlo antes de morir por culpa de la censura. El largometraje narra una historia de amor con el fondo trágico de la expansión de la enfermedad. Encabezan el elenco Graciela Borges, el brasileño José Wilker (el recordado Vadinho de “Doña Flor y sus dos maridos”), Dora Baret y Sandra Mihanovich. La mayoría de los críticos la consideraron una obra fallida.

Mucho más recientemente, en 2010, el canal Encuentro difundió un programa del ciclo  “Arqueología urbana de Buenos Aires” dedicado a la peste que asoló a la urbe en 1871. Se trata de un trabajo del Centro de Producción Audiovisual de la UNTREF (Universidad Nacional de Tres de Febrero), dirigido por Javier Corbalán y conducido por el arquitecto y arqueólogo Daniel Chávelzon y la historiadora Carolina Carman, al que se puede acceder en este link: https://www.youtube.com/watch?v=-bD10UdaOUo&fbclid=IwAR1TwmJIUMZytTTo80nQVvubXxrRIUVFjJykladgr5wMzSE7KvbUCX8Ct-I

 

 

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