Merienda con la Abuela Chicha 

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Los Pibes de la Obra de Cajade estuvieron en la casa de María Isabel Chorobik, el día del cumpleaños 40 de Clara Anahí Mariani, la nieta desaparecida de la fundadora de Abuelas de Plaza de Mayo. Los chicos visitaron a Chicha después de la siesta y le escribieron sus mensajes en mariposas, símbolo de la búsqueda de la Asociación Anahí

Por Laureano Barrera
Fotos: Gabriela Hernández

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Esa noche, a la hora de la cena, Estela se sentó con sus diez pibes a la mesa y les preguntó con qué sensación habían vuelto de la casa de Chicha Mariani. La analogía fue inmediata, como un reflejo: es Cajade, dijeron. Está buscando incansablemente a su nieta como él hizo con nosotros, los pibes de la calle.

—Nos vinimos con la sensación de que nada está perdido —dirá unos días después Estela Cantero, 36 años, 29 en el Hogar para chicos de la calle del cura Carlos Cajade, una infancia desangelada—. La lucha de Chicha seguirá en la nuestra. Vamos a buscar a Clara Anahí. Ojalá Cajade le haya mandado una bendición grande.

—Lo que más me impresionó de estos chicos es que estaban atentos de todo, la vida no les pasa por el costado —dirá Chicha, recostada en su cama, haciendo el balance unos días más tarde.

La semilla

La semilla del encuentro entre buscadores y buscados fue el libro de La Casa de los Conejos. Estela y sus compañeras del Plan FinEs —que se dicta en Casa Joven, un cobijo para adolescentes que forma parte de la Obra— devoraron la historia dulce y tan infernal en la que una niña decodifica desde sus siete años la vida de sueños, amor y muerte de sus padres y de sus compañeros de militancia.

Nicolás Fonseca, el coordinador del FinEs, las vio tan entusiasmadas que organizó una visita a la casa de la calle 30, donde en noviembre de 1976 más de 200 policías y soldados atacaron durante cinco horas ininterrumpidas a cinco Montoneros y, cuando ya no había resistencia, emplazaron un fusil antitanques y pulverizaron la pared del frente. Estela y sus compañeras vieron con sus propios ojos el lugar inquietante donde se movían con sigilo los personajes de la novela. Como una visita al sótano de Ana Frank: el lugar de la tragedia en carne viva, sin sus velos. Durante una reunión de Equipo Técnico del Hogar, Estela le soltó a Fernanda Canggianelli, abogada en el Hogar y colaboradora en la Asociación Anahí, el vaso comunicante de ambos mundos, que quería conocerla.

—Quiero conocer a Chicha. Es una ilusión mía y del Negrito Santillán— le dijo.

Fernanda quedó en averiguarle si era posible una visita individual, sin imaginar que la fundadora de Abuelas de Plaza de Mayo, con sus 92 años, iba a redoblar la apuesta. “Le pregunté a Leticia (Finocchi, una de las chicas que trabajan en la Asociación Anahí) si podía ir Estela, y me dijo que Chicha quería que fueran todos los chicos”, cuenta Fernanda.

Estela recibió la noticia con una emoción que no le cabía dentro. Cuando llegó al Hogar de Cajade tenía una edad parecida a la de la protagonista de la novela, pero las circunstancias eran muy otras. Sus padres tenían problemas serios con el alcohol, la vida en casa era un suplicio, ella y sus hermanos decidieron irse. Los dos mayores llegaron en 1986 al Hogar del cura, que funcionaba desde 1984. Ella con su hermana Lidia, en enero de 1987. Cajade fue mi papá, mi hermano, mi amigo, dice Estela cuando recuerda. Yo hoy les doy a ellos amor, una caricia, el consejo que una madre puede darle a sus hijos, esto sí, esto no: guiarlos para que puedan ser alguien en la vida y nadie les pueda pisotear la cabeza. Lo que Cajade hizo por ella.

Varios de los diez chicos que viven con ella y su pareja en una de las casas del Hogar —dos hijos biológicos y ocho del corazón—, tienen una restricción judicial con sus familias. Hubo abusos y maltratos cuando eran chiquitos, y ahora los encuentros familiares tienen que ser en el juzgado y es el magistrado, analizando el caso particular, el que autoriza otro tipo de visita. La noche del día en que recibió la noticia, Estela sentó a Santino de 5 años, Emilio de 8, Thiago de 9, Mariano de 10, Gabriel de 13, Gonzalo de 14, Jairo también de 14, David y Lautaro de 15, Marcelo “El Negrito” Santillán de 43, y les habló de Chicha. De su nieta robada entre los escombros al nacer y su medio siglo de búsqueda sin respiro. Y les dijo que iban a conocerla. Al día siguiente los chicos recortaron mariposas de papel. Los más pequeños dibujaron soles y corazones en el dorso; los más grandes escribieron sus deseos. Jairo, por ejemplo: te quería decir que tengas esperanza, estamos con vos, todos somos tus nietos y no hay nada imposible, porque los sueños de ayer son las esperanzas de hoy y pueden convertirse en realidad mañana.

Los visitantes

pibes-y-chicha-web-4Marcelo Santillán tiene 43 años y se puso a llorar. No podía hacer otra cosa. Alguna vez alguien —él, incluso— pensó que podía ser un nieto de las Abuelas, como Clara Anahí. Cajade lo sacó del asilo para niños huérfanos Servente, la casona aristocrática que se ve desde lo alto del distribuidor, en Camino Centenario, de ladrillos a la vista. El cura fue a dar una misa y lo conoció: estaba cagado a palos. Lo sacó de ahí inmediatamente y se lo llevó a vivir con él. Desde ese día el anhelo del Negrito es conocer a su familia. Sobre todo a su mamá. Alguna pista condujo a Mar del Plata, pero es un rastro endeble, borroneado por el tiempo y la indolencia administrativa. El Negrito es uno de los más queridos en la Obra, todo un símbolo. Baila candombe como los dioses, y unos febreros atrás lo llevaron al carnaval de Montevideo, a ver el Desfile de llamadas, y en las calles empedradas del barrio Sur y Palermo, donde repiqueteaban los tambores, el Negro dejó un pedazo de su vida.

Jairo tiene un montón de hermanos, y le gusta mucho cantar. Tal vez por la influencia de su hermano mayor, Néstor, que es uno de los cantantes de la banda de rap VGH, nacida al calor del Hogar. Su madre, urgida de muchas cosas, tocó la puerta de “Chispita” una Casa de Día de la Obra en el barrio de Los Hornos, cuando ellos eran muy chicos. Muchos de ellos fueron y vinieron, siempre ligados al Hogar. Jairo se quedó a vivir, aunque sigue viendo a la madre y a sus hermanos, y mantienen un buen vínculo.

A Gabriel le apasionan las historias, y también pintar. Casi desde siempre habita el Hogar. Es inquieto: un gran personaje, dicen quienes lo conocen. No ve a su madre desde hace tres años, aunque cada tanto va a verlo su hermana. También le gusta ir de visita a la casa de su ex psicóloga.

A Thiago, hijo biológico de Estela, le encanta jugar al fútbol. Juega en el Centro Recreativo e Infantil Barrio Aeropuerto (CRIBA), siguiendo los pasos de Lautaro. A Emilio lo están empezando a llevar porque quiere entrenar como Thiago. La familia de Emilio es de Barrio Aeropuerto, y no la tuvo fácil. Santino, el más chico de los visitantes, hizo con su trazo infantil un dibujito.

La visitada

Todos los años, en la casa de la calle 30, se festeja el cumpleaños de Clara Anahí Teruggi Mariani. Hay música, canta el coro del Liceo Víctor Mercante —donde Chicha ejerció como jefa del Departamento de Educación Estética hasta jubilarse—, hay palabras de amigos y discípulos y viejos alumnos, discursos emotivos de nietos aparecidos, hay poesías y tambores, y al final, una suelta de globos de colores por cada año que cumple lejos de su casa y de sí misma. Esta vez fueron cuarenta, y se soltaron el sábado 13 de agosto, el día siguiente al nacimiento de Clara y la visita de los chicos. El festejo, siempre alegre, tuvo una nota triste: a la habitual ausencia de Clara Anahí se sumó por primera vez la de Chicha.

—Si voy sé que no vuelvo— le dijo esa misma mañana a una de sus colaboradoras de más confianza—. Y quiero cuidarme el tiempo que me queda para poder abrazarla.

Replegarse para poder esperar: suena como el colmo de la sabiduría. La nostalgia en la tarde de la celebración flotó en el aire, sin embargo. La certeza lógica pero siempre negada de que Chicha puede faltar se hacía visible. Pocos sabían que la mujer había recibido el regalo de este año el día anterior. Aquél puñado de nietos huérfanos de casi todo: aquella visita.

La visita

pibes-y-chicha-web-2La caravana partió desde barrios distantes para confluir en el lugar deseado: la casa de Chicha. Estela, acompañada por la abogada Fernanda, lloraba. El Negrito también. Jairo, Emilio, Gabriel, Thiago y el pequeño Santino reían, como en la cola de un circo. También fueron Daniel Cajade, sobrino del cura Carlos y tesorero de la Obra, un periodista amigo suyo, y las mujeres de Casa Joven que estaban haciendo el plan FinEs.

A las 4:10 de la tarde del viernes 12 de agosto, día en que Clara Anahí Mariani Teruggi cumplía cuatro décadas, los chicos de la calle tocaron el timbre: como alguna vez, hace tantos años, tocaron la puerta del cura pidiendo abrigo.

La recepción corrió por parte de Gachi, una de las mujeres que rodean incondicionalmente a Chicha. La espera se hizo esperar: los 55 minutos que tardaron en llegar desde Casa Joven los de la otra comitiva. Pero los chicos no desperdiciaron el tiempo. Comieron brownies y torta de chocolate, e hicieron preguntas sobre los libros, las cajas clasificadoras, los obsequios y placas de homenaje a la abuela y a su nieta, que abarrotan la sala principal. Les llamó la atención una cartera de malla metálica de la colección de Delia Volgner Cornaglia, una recreación de las que se usaban en el siglo XIX. Se la regalaron a Chicha el año pasado: “Obsequiada a nuestra amiga Chicha, para su nieta Clara Anahí, rogando a Dios su pronto regreso”.

También se fijaron en un cuadro con una fotografía que hay apoyado sobre el respaldo de un sillón. Es una gigantografía de una de sus manos. Estaba colgada de una de las paredes de la ESMA, y uno de sus colaboradores la juntó cuando las nuevas autoridades del sitio de Memoria estaban a punto de tirarla a la basura. También se fijaron en una gran pintura que cuelga en una pared. Es Clara Anahí, pintada en colores pastel. Gachi explicó que a veces la llevan a las exhibiciones itinerantes, que viaja por el país entero. Cada uno de los pibes se llevó uno de esos libros de fotos con las imágenes insidiosas del naufragio.

Cerca de las cinco las puertas vaivén que comunican la cocina con la sala se abren y entró María Isabel Chorobik de Mariani. El living se llenó de un silencio, solemne y admirado, y los mayores notaron con ternura que ella, a pesar de la edad, nunca reniega del garbo.

Los chicos la abrazaron, le dieron un beso y las mariposas, el símbolo de la búsqueda de Clara. Chicha prometió colgarlas en la Casa de los Conejos, para que todos las vieran, y les prometió, cuando lleguen los calores, visitar la obra del Padre Cajade.

Después les dio consejos dulces. El camino de la búsqueda tiene satisfacciones: qué son sino los amigos, los afectos, los cincuenta nietos restituidos mientras presidía Abuelas de Plaza de Mayo. Victorias de todos, aunque el horizonte personal se aleje un poquito con cada paso.

—Ojalá tuviera una abuela luchadora como vos, Chicha—le dijo Gabriel—. Yo no la tuve.

—Yo sólo fui una mujer que hizo lo que tuvo que hacer en esas circunstancias.

Y Jairo, Emilio, Santino, Gabriel y el Negrito Santillán se quedaron en silencio, pensando como casi nadie, que Chicha también se equivocaba. “Si no hubiera sido por ustedes yo no me levantaba de la cama en el cumpleaños de mi nieta”, les dijo después, recompensándolos. Y les dio las gracias. Dicen quienes estuvieron allí que a Chicha, la mujer a la que ya no le quedan lágrimas, se le llenaron de brillo sus ojos de agua.

 

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