Malvinas, 36 años: tumbas que hablan

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El proyecto humanitario encabezado por la Cruz Roja identificó a más del 70 por ciento de los soldados argentinos que estaban enterrados sin nombre. Cinco de ellos son de la región. Las historias detrás de cada uno y una trama de posguerra que parece diseñada para ocultar. Vidas y sueños truncados por la guerra y familias que siguen adelante con el dolor a cuestas.

Por Pablo Spinelli
Fotos: Gabriela Hernández y Luis Ferraris

Elena trepó al micro esa noche fría de fines de junio, llegó al Regimiento 7 y sus ojos recorrieron los asientos con ansiedad. Abajo, sobre la avenida 19, había quedado Patricia –una de sus hijas– y su esposo Raúl, sacudiendo un poncho que el recién llegado reconocería apenas lo viera. “Es la mamá de Néstor”, se escuchó el lamento nervioso de uno de los soldados y ella ya no pudo oír más. Nadie, desde la rendición argentina ocurrida una semana antes, le había avisado que su hijo Néstor Rubén González había muerto en las Islas Malvinas.

La notificación sobre la caída del soldado Pedro Horacio Vojkovic sí llegó a la casa de City Bell antes de que los sobrevivientes de la guerra regresaran. Su hermana María fue a buscar explicaciones al mismo Regimiento desde donde había partido dos meses antes y la tuvieron cinco horas parada con su panza de embarazo avanzado. “Su hermano cometió una pillería” fue lo que le dijo el uniformado que la recibió, pero ella entendió de inmediato: Pedro había ido a “robar” comida porque estaban hambrientos. En el intento, él y sus tres compañeros en la incursión, activaron una mina argentina.

Uno de esos compañeros era Carlos Alberto Hornos , hijo de Teresa , la mujer que 25 años después de la guerra aún seguía esperando su regreso. “Es lo que ellos dicen”, pensaba cuando se refería a la versión de la muerte en combate escrita en una carta que recibió dos días después de la rendición. No les creía y por eso todos los meses repetía el ritual de lavar y planchar su ropa. El daño por aquella ausencia inexplicable, que llevó a la mujer a ir y volver varias veces al Hospital de Romero o al Borda para ver si su hijo estaba ahí perdido, atravesó a toda una familia que hoy prefiere evitar volver hablar sobre ese dolor. (1)

La misma resistencia tienen los familiares de Ricardo Herrera . Su hermano José expresa con vehemencia su malestar contra los militares que llevaron al país a aquella guerra. A él no lo dejaron esperando largo rato como a María Vojkovic cuando fue al Regimiento 7 a reclamar información. Directamente le pusieron un fusil en la cabeza y le dijeron que se vaya. Su rencor está alimentado por el sufrimiento de su madre, quien murió sin saber si su hijo estaba enterrado en suelo malvinense o si lo habían subido a un barco y estaba perdido en algún lugar del mundo. No hubo carta, no hubo medalla, no hubo honores. Sólo ocultamiento y la verdad revelada treinta años más tarde –cuando ella ya no estaba– por José Labayén, el soldado que lo enterró con sus propias manos (ver “Destiempos”).

Néstor, Pedro, Carlos y Ricardo son cuatro de los cincos conscriptos nacidos en la región y caídos en Malvinas cuyos cuerpos fueron exhumados el año pasado del cementerio de Darwin e identificados vía ADN en el marco de un proyecto humanitario encabezado por la Cruz Roja y ejecutado por especialistas de varios países, incluidos los del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF). Están en la lista de 90 tumbas que ahora tendrán nombre y apellido después de tres décadas con la leyenda “soldado argentino sólo conocido por Dios”. Dos de ellos se sumaron al cierre de esta edición y uno es el quinto platense, José Luciano Romero .

En sus historias hay denominadores comunes aunque sus familiares tengan de ellos miradas distintas. Después de la guerra ninguno tuvo acceso a información clara sobre lo que ocurrió en las Islas con su hijo, con su hermano. Dónde murió, bajo qué circunstancias, qué día exacto, qué pasó con su cuerpo. Interrogantes que obtuvieron como respuestas sólo presunciones, datos sueltos, comentarios. Las únicas certezas potenciaban la angustia y tenían como origen la correspondencia o los testimonios de los sobrevivientes: el frío, el hambre, la falta de equipamiento, la improvisación, los tormentos.

“Era como un desaparecido”, dirá José Herrera sobre su hermano Ricardo en medio de un borbotón de furia. Apela a una figura sensible –la de “víctima”, no aceptada por todos los sectores de ex combatientes y familiares– en la interpretación sobre lo que ocurrió en Malvinas y sobre la relación que tanto el gobierno militar como la sociedad establecieron con aquellos días de la historia argentina. La negación, el ocultamiento, la vergüenza por la derrota. Una mirada sobre Malvinas que aún hoy sigue siendo territorio de debate y de disputa ideológica.

Los familiares de los caídos identificados que fueron contactados por La Pulseada no detienen, al menos en estas circunstancias, su mirada en esa puja. Los atraviesan heridas más íntimas, más profundas. Viven este “nuevo momento” como pueden. Hay resignación como en el caso de Herrera que ahora viajó a Malvinas por primera vez porque supone que ese sería el deseo de su madre si estuviera viva. La necesidad de hacer el duelo, “de dejarlo ir”, de “no esperarlo más”, en Patricia González , la hermana de Néstor. Un dolor acumulado por años que no cesa en el rostro de María Vojkovic y algo de alivio porque intuye al ver el informe que le entregaron los forenses y las fotos de sus restos, que probablemente Pedro no haya sufrido.

José Luciano Romero

Cruces en la turba

En el cementerio de Darwin, con cruces ordenadas en tres sectores que forman una “T”, había hasta antes de los estudios de ADN 230 tumbas, 109 con identificación y 121 con la leyenda “soldado argentino sólo conocido por Dios”. Estas últimas son las que fueron abiertas para exhumar los cuerpos que fueron analizados. Las familias de caídos que aportaron su material genético para intentarlo fueron 107 y 90 los casos en los que pudo relacionarse con un nombre y un apellido.

De esos números surgen otros, que hablan de lo que todavía falta. Hay 31 tumbas que siguen sin identificar y 17 familias que aportaron su ADN y no hallaron el cuerpo.

¿Qué pasó con ellos? ¿Dónde están? El modo en el que el gobierno argentino se desentendió de sus muertos después de la guerra no facilitó respuestas a los interrogantes. Tal vez haya que rastrear allí el germen de la desinformación que durante tantos años atormentó a las familias. No hubo ningún procedimiento de contacto ni de colaboración para que algunos argentinos permanezcan en las Islas con el objetivo de identificar a los caídos en lugares como Monte Longdon, Wireless Ridge, Moody Brook, Monte Kent.

Los muertos en la primera etapa de la guerra, alrededor de 50 soldados, fueron inhumados por las propias fuerzas argentinas que aún mantenían sus posiciones. Pero en los últimos días, en los combates finales, hubo cuerpos que quedaron en los campos de batalla, muchos de los cuales fueron enterrados por sus propios compañeros y otros depositados en fosas comunes.

Los únicos que tomaron contacto físico con los fallecidos fueron los británicos, quienes en 1983, con el coronel Geoffrey Cardoso a la cabeza, realizaron el primer procedimiento para rescatarlos e inhumarlos en un cementerio creado especialmente para eso cerca de Puerto Darwin.

Unos pocos de esos soldados fueron identificados a través de medallas, otros con alguna documentación que podían tener entre sus pertenencias. El trabajo es reconocido como “positivo” y “exhaustivo” más allá de las limitaciones. Los ingleses elaboraron planillas de “trazabilidad” muy detalladas, con constancias del lugar en el que cada cuerpo fue encontrado y su recorrido hasta el sitio exacto donde fue enterrado en el cementerio. Con esa documentación dejaban constancia, cuando no había posibilidades de concretar la identificación, de cualquier información que pudiera facilitar la identificación futura.

Aquel proceso, que arrancó casi en coincidencia con el final de la guerra, replicó miradas políticas irreconciliables. Especialmente entre las organizaciones que nuclean a ex combatientes y familiares de caídos. Una discusión atravesada por múltiples temas como la estrategia que la dictadura se dio para afrontar la posguerra, el rol de los distintos gobiernos democráticos, la utilización del dolor, las implicancias que el proyecto humanitario puede tener sobre la cuestión de la soberanía en el Atlántico Sur y en la relación con Inglaterra, la participación política o partidaria de las propias organizaciones, las dudas por supuestas inconsistencias en las identificaciones previas. Muchos de esos temas ya fueron abordados por La Pulseada (Nº 148 de abril de 2017 y Nº 97 de marzo de 2012) y serán retomados en próximas entregas.

Esta nota partió del objetivo informativo y de política editorial de rescatar las identificaciones de los 90 caídos cuyos familiares viajaron a fines de marzo a Malvinas y poner el foco sobre los casos de La Plata y la región. Y a la vez adherir a la idea de que el proyecto humanitario debe terminar el día en que se identifique a todos los caídos. Este reencuentro podrá ser un “punto final” para cada familia involucrada, pero no debiera serlo para la búsqueda de verdad y justicia.

(1) Datos extraídos de una nota de Gabriel Bañez para el sitio http://heroesplatenses.blogspot.com.ar/ (2007). Julio Hornos, hermano de Carlos, prefirió no hablar para esta nota.


El viaje

Dos familiares por cada uno de los caídos identificados hicieron un viaje relámpago para ir a ver las sepulturas el último 26 de marzo. Fueron y volvieron de la Islas el mismo día. Lo hicieron en el marco del mismo proyecto humanitario que dedicó casi todo 2017 al trabajo de identificación y que concluyó en diciembre cuando fueron entregados los informes oficiales que contenían los resultados de las pruebas de ADN y fotos de los restos óseos.


 

María Vojkovic, hermana de Pedro

La bronca que no se va

María Vojkovic, en su casa, en los días previos a la partida rumbo a Malvinas para ver por primera vez la tumba de su hermano Pedro

María y Pedro Vojkovic son los únicos de la familia que no celebraron la recuperación de las Islas Malvinas. Aquello coincidía con la Semana Santa y había reunión de parentela. “No podíamos ocultar la cara de culo”, recuerda desde el presente María. Su hermano once años más chico había terminado el servicio militar pero no le habían dado “la baja” y todavía le retenían el DNI. “Se oponía a la guerra por una cuestión ideológica, ese día ni pensaba en que le podía tocar ir”.

Esa posibilidad se materializó una semana después cuando Pedro fue a despedirse de ella. “Lo recuerdo tirado en el piso jugando a los autitos con mis hijos”, dice. Pedro era Petar para sus amigos de City Bell. Allí creció, allí fue a la escuela. Tenía una novia y planeaba estudiar Derecho. María no pudo ir a despedirlo así que esa imagen del juego es la última que le queda. El 15 de junio, un día después de la rendición, llegó a la casa de sus padres una comitiva anunciando su muerte.

No tuvieron demasiada explicación y María no las encontró en el Regimiento 7. “Esperé cinco horas parada con un embarazo avanzado. El militar que me recibió me dijo que mi hermano había cometido una ‘pillería’, que había ido a robar comida junto con los otros tres muchachos. Solamente la cabeza de alguien que está fuera de sí puede pensar que un chico iba a ir a robar comida porque sí. Entendí perfectamente que estaban muertos de hambre”.

En 1991 María eligió una cruz para poner la placa con el nombre de Pedro Vojkovic y convencer a sus padres de que lo había encontrado

Algunos sobrevivientes les dijeron que los cuerpos iban a aparecer porque ellos mismos los habían llevado para ser enterrados. Ahí empezó un duelo interminable. Su padre, que también se llamaba Pedro, no tendría consuelo en lo que le quedaba de vida. Era un croata que huyendo de la guerra había venido a vivir a un país de paz. “Lloró por eso durante un mes entero”. Su madre se refugió en actividades con instituciones solidarias. María intentó cerrarlo en su primer viaje a Malvinas, en 1991. El cementerio no era el mismo de ahora y ella eligió una de las cruces para ponerle una placa con el nombre de su hermano. Se sacó la foto para que Pedro y Mercedes creyeran que había encontrado la tumba de Peta. Murieron creyéndolo.

¿Cuál es su lectura sobre la mirada que hay de los muertos en Malvinas? –pregunta La Pulseada.
–Yo no acuerdo con llamarlos “héroes”. Creo que es una figura que crearon algunos familiares para poder subsistir, cada uno hace lo que puede. El año pasado lo pude decir por primera vez públicamente. Mi mirada tiene que ver con la historia de mi viejo, que luchó en la guerra por ideales muy marcados, convencidos de que peleaban exponiendo su vida por una causa. Eso es un héroe. No un chico que porque tenía el DNI retenido tiene que ir a Malvinas… Y que encima tiene que ir a robar comida porque estaba hambriento. No me cierra.

¿Cómo vivió todo este proceso de identificación?
–Al principio me negué, dije “basta, ya está”. Me costaba creer porqué el Estado nunca estuvo presente como yo creo que debiera haber estado. Después cambié de idea porque me di cuenta que estaba equivocada cuando pensaba que no quería que molestaran al cuerpo de mi hermano. Si de todos modos iban a sacar los cadáveres y a todos les iban a hacer el ADN. Me pasó también que me contactaron muy amablemente del Ministerio de Justicia. Y me decidí.

María le llevaba 11 años a Pedro

¿El informe que le entregaron aportó alguna otra información que a ustedes les faltó todos estos años?
–Siempre había quedado como un fantasma, porque era algo que ni nosotros nos animamos a preguntar ni nadie se iba a animar a decirnos. Fue mi hermano el que apoyó la caja con comida arriba de la mina y ahí explotó. Entonces nadie se animó a preguntar cómo había quedado ese cuerpo. Ahora me dieron tranquilidad algunas cosas que vi, porque en el informe hay fotos de restos óseos, y por ejemplo el maxilar inferior está intacto. Pavadas, que uno piensa como médica. Bueno “si tuvo daños no lo tuvo en la cabeza o en la cara”. Y después la sensación de que en el momento de su muerte no tuvo sufrimiento. A la identificación la tomo como una nueva etapa. Fue muy grande el duelo por la ausencia de mi hermano y me genera una bronca que no se va. Para mis viejos fue que se terminó la vida, y para nosotros fue un permanente remar para seguir adelante.


Patricia, hermana de Néstor González

“No lo esperaré más”

Patricia González es esa chica que a los 21 años quedó parada en la avenida 19 frente al portón de acceso al Regimiento 7, junto a su padre Raúl mientras él revoleaba el poncho esperando que Néstor, el joven que esa noche fría de junio debía volver de Malvinas, lo identificara rápidamente. Vio como su mamá Elena lograba subir al micro. También la vio bajar con ojos extraviados. Esa misma noche se enteró de que su hermano no volvería. Pero nunca se convenció del todo. “Recién ahora puedo cerrar el círculo, dejar de esperarlo”, le dice a La Pulseada 36 años después, sentada en un banco ubicado en el interior de lo que fuera aquel destacamento militar enclavado en pleno centro de la ciudad.

Patricia González junto a la foto de su hermano Néstor, en la Plaza Islas Malvinas

Patricia lamenta todavía que su hermano no aceptara la propuesta de una tía que trabajaba en el Regimiento y le había dicho que podía intentar que él no fuera a las Islas. “Si no voy yo tendrá que ir otro compañero”, dice su hermana que Néstor respondió.

También fue a despedirlo. “Acá mismo un compañero de Néstor dibujó mi rostro y se lo dio. Yo le dije que cuando vengan los ingleses les mostrara mi cara así salían corriendo”. Los recuerdos se le aparecen en ese mismo espacio físico, resignificado como plaza y como centro cultural. Acaricia con sus dedos la imagen de su hermano que devuelve uno de los memoriales que rodean el edificio del ex casino de oficiales.

A la distancia ella cree recordar que en ese momento no asumió lo que representaba la guerra. “No tomábamos conciencia”. Ni siquiera con las cartas que llegaban desde el Atlántico Sur en las que Néstor les contaba que estaba en las últimas filas del combate para tranquilizarlos. “Si llegan hasta acá es porque ya tenemos que sacar la bandera blanca”, recuerda algunas de esas comunicaciones.

La oficialización de la muerte fue unos meses después cuando la familia recibió el certificado de defunción con una fecha que ella cree equivocada. Dice que murió el 10 de junio, pero ese mismo día hay una carta de su puño y letra saludando a la madre por el cumpleaños que se avecinaba. “Le decía a mamá que le guardara torta”.

En la placa que acaba de acariciar, en cambio, dice que Néstor murió el 11 en Monte Longdon. También dice que la muerte truncó su futuro de zapatero. Era el oficio de un tío y él ya había empezado a trabajar. Marcela lo evoca como su gran compañero. “Era medio pendeviejo”, le gustaba mucho el folclore y participaba en la agrupación tradicionalista “La Montonera” de Ensenada, donde vivían.

La familia recibió algunas versiones sobre el momento de la muerte. Hablan de una ráfaga de ametralladora y una bomba. Los resultados de los estudios realizados ahora indican que el cuerpo estaba intacto y que sólo le faltaban los miembros inferiores. Encuentra algo de predestinación en su muerte. “Pudo evitar ir a Malvinas y no lo hizo, fue el único de los cuatro compañeros del secundario que hicieron el servicio militar al que le tocó ir. Fue el único de los cuatro de su trinchera que no volvió. Empezás a atar cabos y decís, ‘era el destino’”.

Los padres de Néstor fueron a las Islas en 1991 y eligieron una tumba donde hacer el duelo. En todos estos años también viajaron otros tres hermanos, Lucio, Juan y Alejandra (la más activa de todos, integrante de la Comisión de Familiares). Ahora fue el turno de Marcela y María Inés, las primeras que vieron el lugar exacto donde está enterrado.

“Yo nunca tuve participación porque para mis adentros, aunque nunca lo dije, yo pensaba que podía volver. Porque no sabía dónde estaba. Y como se nos ocultaba información, como no nos decían nada, te dejaban dudas”. Ahora el panorama cambió. “Cierro un círculo.  No lo esperaré más porque sé donde está.  Y cuando vi las fotos de los restos, en las que se ven sus maxilares y sus dientes, pude identificarlo. No me quedó ninguna duda”.


La historia de Ricardo Herrera

Destiempos

Es posible empezar a contar la historia de Ricardo Herrera con un encuentro ocurrido 30 años después de su muerte. Dos personas que no se conocían y estaban unidos por la misma tragedia se cruzan y tienen el primer diálogo. El ex combatiente José Luis Labayén (foto) fue en busca de José Herrera para contarle que él había enterrado con sus propias manos a su hermano, caído en el Monte Longdon durante uno de los ataques ingleses más violento de la guerra. Fue la primera noticia concreta que la familia de ese conscripto de 19 años, recién egresado del Colegio Nacional y con sueños de ingeniero, tenía sobre las circunstancias de su fallecimiento. Ya era tarde. Nieves , su madre, murió esperando saber.

La bronca de José se alimentó de esos silencios y ahora es él el que no quiere hablar. “Es volver a recordar cosas que he hecho mucho esfuerzo por olvidar”, le dice a La Pulseada cuando se niega a sentarse para esta nota. De todos modos carga contra los militares que le arrebataron a Ricardo.

El dolor más grande es por el sufrimiento de su madre. Ella también fue a recibirlo al Regimiento 7 pero nadie le dio información o le mintieron. Le dijeron incluso que había vuelto vivo al continente y que en algún momento se iba a comunicar. “Mi mamá tuvo muchos problemas psiquiátricos después de eso y realmente no lo quiero ni recordar”, dice José, quien ahora viajó a Malvinas por primera vez porque piensa que es lo que hubiera deseado Nieves. Fue también por ella que aportó su sangre para extraer el ADN que permitió la identificación.

“Si le hubieran traído una medalla o le hubieran dicho ‘murió en combate’, listo, se terminó, lo velás. Pero así era como un desaparecido, sin tumba. Y mi vieja siempre creía que se habían equivocado y que tal vez se lo había llevado un barco y que iba a aparecer en Hong Kong”.

José Luis Labayén tiene en su casa una foto grande posando en el viejo Regimiento 7

El rencor se hace comprensible cuando se escucha a José recordar la noche en que fue al Regimiento 7 a pedir explicaciones y le pusieron un fusil en la cabeza. Estuvo un año y medio recorriendo oficinas para intentar saber si su hermano estaba vivo o muerto. Fue en la Embajada de Estados Unidos, donde había una representación británica. Allí le dijeron que en Malvinas no había quedado ningún sobreviviente, que todos los soldados vivos habían vuelto.

Su madre llevó su incertidumbre a las Islas y en el Cementerio de Darwin, donde había algunas tumbas identificadas, no encontró nada. “Murió esperando noticias”, repite y es lo que le dijo al soldado que lo fue a buscar muchos años después para contarle lo ocurrido.

Ese ex combatiente es Labayén y sí acepta hablar. Tiene necesidad y se explaya como no pudo hacerlo hace años, en uno de los aniversarios del 2 de abril, cuando vio a Nieves sentada en lo que hoy es la Plaza Islas Malvinas. “No tuve huevos para contarle que yo había enterrado a su hijo”, dice. Tampoco sabía que nadie de las fuerzas armadas le había comunicado su muerte.

Labayén se acuerda de todos los detalles de ese día infernal en Monte Longdon, donde él también estuvo a punto de morir. Entre la noche del 11 y la madrugada del 12 de junio fueron más de 12 horas de un ataque en el que las fuerzas argentinas apenas pudieron responder. “Salimos de la trinchera a la mañana, en un alto el fuego, y ahí empezamos a ver a nuestros compañeros muertos, entre ellos estaba Ricardo”, narra. Casi de inmediato fueron tomados prisioneros y en esa situación los ingleses les hicieron hacer las fosas para enterrar los cuerpos.

José Luis Labayén en el Monte Longdon, señala el lugar donde enterró a sus compañeros caídos

Se estremece cuando recuerda cuando años más tarde volvió a las Islas y sus compañeros tuvieron que pararlo porque quería meter sus manos en la tierra para sacar los cuerpos. “Están acá, están aca”, repetía. “Yo lo sentía en el corazón porque yo los había enterrado. Y le transmití eso al hermano de Ricardo. ‘Está en el Longdon, hay que buscarlo ahí’ le dije”. El año pasado, por boca del propio José Herrera, Labayén se enteró que sus sensaciones estaban erradas. El cuerpo de Ricardo había sido rescatado por los ingleses unos meses después de terminada la guerra y llevado a Darwin, donde ahora fue exhumado e identificado, para que los que quedan de su familia, aunque sea a destiempo, sepan dónde está.

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