En el barrio Santa Ana de Melchor Romero los chicos no pueden completar la Secundaria obligatoria porque no hay dónde. Se arrinconan de prestado en el edificio de la Primaria, improvisan aulas en el salón de actos y pueden cursar sólo hasta tercer año. Los que se mueren por aprender. Los que salen a buscar edificios para enseñar. Los que esperan.
Por Julia Varela
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Seba no se llama Seba y tampoco está en tercer año de la Secundaria, pero todos los martes agarra una birome, un cuaderno y cursa Construcción de la Ciudadanía de un año que ya aprobó. Seba terminó tercero el año pasado y no se llevó ninguna materia. Ya leyó sobre la responsabilidad del Estado y los derechos de los pibes como él, y ya cocinó paragüitas de chocolate para el 25 de Mayo. Pero no le importa. Porque todavía es chico para anotarse en un FinEs y terminar. Porque no puede ir a otro lado. Porque no quiere. Porque la única escuela de su barrio quedó por la mitad: no hay aulas para cuarto, quinto ni sexto año, y Seba cursa de nuevo.
En el barrio Santa Ana, de Melchor Romero, la Secundaria Nº 66 no tiene edificio propio ni un cartel en la puerta que diga su nombre. Mucho menos biblioteca, salón de actos o laboratorio para hacer experimentos. Ni se parece a las escuelas que dependen de las universidades, que tienen kiosco, sala de música o ludoteca. Nada de eso. Ocupa los rincones de un edificio ajeno dividido con durlock, ubicado en 158 y 524. El cartel de la entrada dice Escuela Primaria Básica Nº13 Martín Fierro, y por eso la puerta es de otros, así como el patio, el baño y la cocina.
—¿Nos presta una pelota de vóley para el recreo, señora?
—No vayan a pegarle a uno de primaria, por favor.
—No, jugamos a los pases cortos en el costado, no molestamos.
La noche del 14 de diciembre de 2006, después de dos meses de debate y 34 votos en contra, 133 diputados nacionales aprobaron la ley de Educación Nacional. Era parte de un paquete de leyes que dejaba sin efecto la Ley Federal que había sancionado el menemismo, y cortaba los lazos con el libre mercado y decía que la educación era un derecho social que tenía que estar garantizado por el Estado. Además, establecía que la educación secundaria comenzaba a ser obligatoria.
Pero, casi diez años después, ni el Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología ni el Consejo Federal de Educación cumplieron en Santa Ana varios artículos e incisos de esa ley, como el que se proponía “dotar a todas las escuelas de los recursos materiales necesarios para garantizar una educación de calidad, como la infraestructura, los equipamientos científicos y tecnológicos, de educación física y deportiva, bibliotecas y otros materiales pedagógicos, priorizando aquellas que atienden a alumnos/as en situaciones sociales más desfavorecidas”; o el que se proponía garantizar el acceso y las condiciones de permanencia de los pibes en las escuelas.
En marzo de 2007, cuando los chicos de Santa Ana volvieron a clases, el edificio de 158 y 524 había dejado de ser sólo una escuela primaria. Ahora también había una secundaria. Para los que vivían en ese barrio o en los alrededores —en Don Fabián, El Futuro o las Cuatro Manzanas— la propuesta era interesante. Podían empezar a estudiar a los seis años, en primer grado, y terminar en sexto, a los 18, en el mismo lugar. En Santa Ana había ahora dos escuelas completas, como marcaba la ley. Pero la Primaria y la Secundaria funcionaban en el mismo edificio.
Al principio se las arreglaron; todavía no eran tantos. Enfrente de la Dirección de la Primaria, en una esquina, con un panel de machimbre y otro de durlock, se armó la Dirección de la Secundaria. Construyeron dos aulas en el patio y una tercera al lado del escenario, escondida, con menos metros de los que debería tener. Faltaban tres aulas más y el edificio no tenía tantos rincones, así que la Secundaria quedó por la mitad y sólo se puede cursar allí de 1º a 3º. De esta escuela “se egresa” a los 15, pero sin el título.
Adentro
Seba se fue de su casa a los 12 porque no aguantaba más a su papá. “Están todos locos ahí adentro”, dice que dijo. Ahora vive donde le hacen un lugar, en el asentamiento El Futuro, en el barrio La Granja o en lo de un compañero. Está esperando cumplir los 18 para poder anotarse en el programa nacional FinEs. Por ahora fuma, juega al fútbol en la canchita del barrio, sale a bailar a Mega y espera.
—¿Cuándo vas a abrir cuarto año? —le preguntó una tarde a Lucía Graciano, la directora de la ESB 66. Ella le dijo que no, que ahí no se puede:
—Lo que necesitamos acá es un edificio para poder tener la Secundaria completa —dijo.
Por eso Seba va los martes a la escuela. Sabe que a las cuatro de la tarde 3º B tiene Construcción de la Ciudadanía con la profesora Alba Posse, que lo deja estar en el aula y repetir lo que vio el año anterior, esas mañanas en que desayunaba mate con porro. “En la escuela hay un montón de Sebas. Porque si tuviésemos un edificio completo, una Secundaria en serio, con talleres para los pibes, seguramente Seba no hubiese empezado a consumir. O tal vez sí. Pero hubiésemos estado con él, acompañándolo”, dice la directora.
La 66 tiene 1º, 2º y 3º a la mañana y a la tarde. Pero hay un día que las cursadas no duran cuatro horas sino cinco. Los martes, los chicos de 3º B van de 8 a 12, como en todos lados; tienen dos horas de historia y dos de matemática. En el programa tendrían que tener también una hora y media de Construcción de la Ciudadanía. Al mediodía almuerzan pero no pueden quedarse en el edificio porque su aula la usan los chicos del turno tarde. Entonces se van a sus casas y vuelven a las cuatro de la tarde. Esperan en la vereda hasta que los de la Primaria tomen la merienda, y entran. No pueden mezclarse. No estaría bien que un grandote de 15 años comparta el espacio con uno de seis, que recién empieza.
A veces, cuando los de 3ºB tienen Construcción, las aulas están ocupadas porque los chicos de la Primaria todavía no se fueron. Entonces los pibes de la Secundaria tienen clases en el salón de actos, el único espacio de tránsito de la escuela. Ubican filas de tablones y bancos, como en una comunión. Se acomodan en filas y trabajan en voz baja para que no escuchen los de otro curso, o a los gritos para putearse con el que pasa o tirarles un bollo de papel a los de la Primaria cuando se van y pasan en filita hacia la puerta, atrás de la maestra.
Alba Posse descubre un aula vacía. Los de 3º corren. Estar en un aula significa, además de estar más cómodos y cerca del baño para escaparse a fumar, poder mirar por la ventana o gritarle cosas a la gente que pasa por el barrio.
—¡Ey vos, regalame unos cogollos!
Los cuatro cursos de la mañana y los dos de la tarde suman 188 estudiantes. Serían 376 si existieran todos los años.
Afuera
En seis meses, los de tercero van a haber terminado el último año que se puede cursar en la Secundaria de Santa Ana, y van a tener que salir a buscar escuelas que tengan lugar y les hagan un pase. Las opciones son la ESB Nº 78, la Media 22 o la ESB Nº 53. Ninguna está a menos de 15 cuadras de donde viven. Si no, pueden esperar tres años más, cumplir los 18, y soñar con que las ganas de estudiar sigan estando ahí donde las dejaron.
El vicedirector de laTécnica 4 ubicada en 173 y 518, también en Romero, describe que la escuela tiene doble jornada y orientación en Maestro Mayor de Obras, y que pocos pibes de la 66 llegan allí. “El régimen de casi ocho horas acá adentro hace que se vayan a los dos meses; por eso tampoco tenemos grandes problemas de conducta. Los pibes que están acá son los que quieren estar en la escuela y los que sostienen la intensidad de la cursada. Es el mismo sistema el que va haciendo que no vengan”, dice Carlos Pache.
Lucía Graciano camina por el barrio Santa Ana. Busca un terreno baldío que no haya agarrado una inmobiliaria y que pueda ofrecérselo a la Dirección General de Cultura y Educación (DGCyE) de la provincia de Buenos Aires. “Sin terreno no podemos construir una escuela”, dice que le dijeron.
—Me contaron que acá hay un galpón muy grande, que está abandonado. ¿Sabés dónde está? —les pregunta a unos pibes que, a las tres de la tarde, vuelven de comprar el primer vino del viernes.
—En 522 y 157.
El galpón es perfecto. En la superficie techada entrarían tres o hasta cuatro aulas. Tiene un lugar que puede ser un patio. Hay un número de teléfono en la puerta y Lucía llama. La atienden en una inmobiliaria que pide 85.000 dólares y, si le interesa, le cuentan las facilidades de pago. “Yo le he pedido muchas veces a la Jefatura de Inspección, al Municipio, a la DGCyE, que nos ayuden con esto. Hace unos años, un Centro de Fomento tenía unos terrenos. Y como nunca pudieron construir su sede, en el estatuto decía que podían donarlos a la escuela más cercana. Me los dieron. Cuando presenté los terrenos a la DGCyE me dijeron que no servían porque no estaban escriturados”, recuerda.
“Cuando nosotros llegamos acá prácticamente no había casas. El barrio se está expandiendo, los pibes vienen desde El Futuro o de acá de Santa Ana. Y ahora van a empezar a construir un ProCreAr. Todas esas familias necesitan una escuela. Y nosotros no tenemos un terreno para que nos la construyan. Mirá si conseguimos el terreno, hacemos todas las rifas posibles y lo compramos. ¿Quién nos garantiza que después la Dirección de Escuelas no construya un galpón?”, agrega, enojada.
Diego tiene 16, un hijo de un año y medio y seguramente termine de cursar en la Media 8, en el centro, donde ahora está su hermana. “Por ahí me hace bien cambiar de gente. Conocer chicos nuevos”, dice. Quiere terminar porque quiere dejar de ayudar a su tío en las changas de albañil y tener un trabajo en serio para comprarle cosas a su nene.
—Encima tenemos un montón de horas libres, y es un embole —se queja—.Viene Lucía a querer darnos clase de inglés, y ella es profesora de lengua y la directora. Es cualquiera.
Muchas veces los pibes están solos en el aula. “El problema también es que los docentes no vienen —dice Ignacio Urquiza, el preceptor de la escuela—. Hace cuatro meses que estamos buscando profesores de inglés que vengan a tomar las horas y no viene nadie. Hay muchas materias en las que pasa lo mismo. Las escuelas tienen aristas muy complejas”.
“A partir de los 12, 13 años hay pocas expectativas de los chicos. Van dejando la escuela —o la escuela ya no es un espacio de contención para ellos— y se empiezan a identificar con otras cosas. No tienen la certeza de un pibe de clase media que sabe que va a seguir estudiando o que le va a ser más fácil conseguir un trabajo —dice Lorena, parte del equipo de la Asociación Civil Brújula, un centro de día que organiza talleres con niños en Don Fabián, al lado de Santa Ana—: Cuando terminan la escuela quedan a la deriva. La institución no los acompaña y con suerte se anotarán en otra escuela. Al FinEs pueden ingresar a los 18 y en tercer año dejan a los 15. Ahí hay tres años donde el pibe no sabe qué hacer, ni tampoco puede ir a ningún lado. Es la propia escuela que los va dejando a un lado. Y es en el momento en el que más hay que contenerlos”.
—Qué embole, escuchá los pájaros. Acá no pasa nada —dice Seba.
Los pibes, como los perros, se aburren al sol. Unos fuman abajo de un árbol. Otros duermen la siesta o, simplemente, esperan.