Literatura, el placer de lo inesperado

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Leopoldo Brizuela. Foto Luis Ferraris

Leopoldo Brizuela. Foto Luis Ferraris

El escritor platense Leopoldo Brizuela habló con La Pulseada sobre el valor de la literatura, defendió una idea de fraternidad entre escritores y elevó a la novela cual una experiencia de transformación social. Ah… y hasta se animó a adelantar su próximo trabajo donde La Plata es protagonista.

Por Juan Manuel Mannarino

A Leopoldo Brizuela, 49 años, le gusta la música de las palabras. Dice que lo oral define su escritura. La literatura, que para él no es otra cosa que la construcción de lo verosímil, se nutre de las historias verbales y muchas veces anónimas que circulan. Todo un río milenario de aventuras, épicas, ritos y memorias. Sus novelas más significativas, como “El placer de la cautiva”, “Lisboa, un melodrama” e “Inglaterra, una fábula”, se componen de personajes heroicos, de identidades en disputa. Hay civilizaciones que lo arrasan todo, aunque no pueden destruir nunca los sueños imposibles, los melodramas apasionados y las gestas quiméricas.

Es periodista, cantante y traductor. Coordinó diversos talleres de escritura, entre ellos en la cárcel de mujeres de Olmos, en la Asociación Madres de Plaza de Mayo y en su casa de Tolosa. Ganó becas y premios. Reconocido como uno de los autores más singulares de nuestra ciudad, aquí repasa su relación con la escritura y dice que, más que nunca, la literatura es un deseo inagotable.

-¿Desde cuándo te consideraste escritor?

-No hubo un origen, pero soy escritor desde muy chiquito, con mis primeros relatos en la escuela. De joven empecé a colaborar en diarios y revistas, y mi primer libro lo publiqué a los 22. Tuve altibajos, pero nunca dejé de escribir. Al principio no tuve un reconocimiento, escribía por escribir. Aún sigue siendo un misterio que las ganas de escribir se haya sostenido en los años.

-¿Hay etapas donde hay que buscar una motivación o la escritura es un proceso permanente de búsqueda?

-Hay sueños pequeños que son importantes, como publicar un libro. Pero después hay que buscar otro incentivo. Es algo más profundo el momento de la motivación. A mí me pasa que me siento más en algunos textos o en algunos libros. Y vas buscando. Para ser escritor no hay que dejar nunca la escritura o la lectura.

-¿Tenés un instante privilegiado cuando escribís?

-Sí. El mejor momento es cuando sentís que alguien está escribiendo a través de vos. Me gusta mucho el primer proceso: escribir la obra, planificarla. Está cargado de ansiedad, es cierto, pero la primera corrección, cuando un libro es un esbozo, me gusta mucho.

-¿Hay relación entre la escritura y los talleres que dictás?

-Vivo en la literatura. Dejo de escribir mis cosas y voy hacia el lugar donde están escribiendo otros. Es cosa de todos los días. Para mi propia escritura, me sirve mucho. No enseño cómo escribir sino que enseño a que cada uno aprenda según sus propias características. Que busque su propia voz de acuerdo a sus herramientas. Me enriquezco con los procesos de los demás. Al principio pensé que me iba a agobiar, pero me divierte estar con los compañeros del taller. Se crea un clima de cierta fraternidad. Hay una polémica sobre la literatura sobrevalorada por el periodismo. No se sabe hablar de literatura, entonces todo lo que la rodea es más importante. Para que algo vaya a una vidriera tiene que aparecer una efeméride o que se invente una pelea. Por lo contrario hay que rescatar una idea de hermandad, de gremio entre los escritores.

-¿Qué implica ser escritor?

-El escritor fue y es una figura vapuleada. La literatura no es algo que surja como una obligación social, es puro deseo y no está bien vista. No produce dinero. Que alguien se dedique a eso está juzgado como una osadía y produce mucho resentimiento. De ahí la idea del ego del escritor que me revienta. ¿El ego es defender el propio espacio y el propio deseo? No hay que confundir con vanidad. El editor y el crítico siempre son más importantes que el escritor. Si te va bien, es mérito de ellos. Si te va mal, es culpa nuestra. Los artistas debemos pensar en política cultural. Tenemos que estar más en relación con la gente. Un escritor se hace escritor cuando mira cómo trabajan otros escritores. Que sepa que hay un tipo que se levanta a las 7 de la mañana, que labura, que intenta un camino, que fracasa, que triunfa, pero que vive en la escritura y en la lectura.

-¿En La Plata te sentís parte de una generación de escritores?

-Cuando empecé a escribir, no había nadie. Después apareció Gabriel Báñez. Y de tanto en tanto asomaba alguno que escribía un libro y se retiraba. No había socialización de escritores. Por eso son importantes las maneras de relacionarse, de salir de uno mismo. Ahora sí existe eso: hay talleres, encuentros, concursos. Mi generación está constituida por Esteban López Brusa, Mario Arteca, Juan José Becerra, Juan Bautista Duizeide…

-¿Cómo hiciste para escribir un libro y no retirarte?

-Te voy a confesar algo: creía ser escritor cuando no lo era, pero ese convencimiento fue fundamental para lo que vino después. La narrativa me permitió rajarme del medio. De un medio familiar, de irme afuera, de rajarme de una sociedad conservadora. Experimento la literatura como una excusa para conocer otras cosas. Como una especie de ir hacia otros destinos. Es la posibilidad de vivir de otra manera, que no fuera esos destinos preescritos. El mandato de cómo uno debe ser, qué debe hacer. Zafar de una vida marcada por otros. A través de la escritura conocí gente que no hubiera podido conocer de otra manera. La literatura es un vínculo con la realidad. Un vínculo profundo de experiencia.

-¿Qué tipo de experiencia?

-Es divina la pregunta porque lo que creo, antes que nada, es que la novela es la gran experiencia. Si leés a Charles Dickens, te transportás a la época, te transformás, hacés como si vivieras en esa sociedad. Se va a los libros a buscar una experiencia de cambio. Tenemos la intuición de que algo negativo que está pasando va a cambiar cuando se lea a Dickens o a otro notable novelista. Cuando escribo, también me pasa lo mismo. Sentir cómo te va a transformar lo que lees o lo que narrás, eso es lo maravilloso. Muy poca gente lo hace. Pero es el gran salto. Animarse a que la literatura nos cambie. No que diga lo que se sabe o confirme una idea previa.

-Como una especie de revelación.

-Sí, ante uno y ante los demás. La revelación de lo oscuro. Hay que dejarle decir a la literatura aquello que no nos gusta hacer o decir. La literatura nos da un golpe interesante cuando exhibe lo que no esperamos.

Subtítulo: Las voces que me habitan

-Escribís ficción y periodismo. ¿Hay diferencias?

-Sí, hay diferencias grandes. La ficción es lo que más me gusta porque carece de límites. Se suele pensar que la crónica periodística tiene valor literario, pero no puede experimentar demasiado con las formas. Debe editarse, reducirse al formato de una publicación. Cuando escribo una novela voy a que pase algo que sé que no va a pasar en ningún lado… ¡¿Sino para qué la escribo?! Me gusta escribir para nada, ni para un editor ni para un blog de lectores conocidos. Es como dice la filósofa alemana Hannah Arendt, “lograr un diálogo de uno con uno mismo”. La característica de lo humano es producir cosas inesperadas. La intimidad está vapuleada, estamos como agredidos. Es cada vez más difícil lograr ese diálogo. La cultura actual nos encierra en la lógica de hablar para los otros y no con los otros.

-¿Escribir para nada es lo mismo que escribir para nadie?

-No sé, pero hay que hacer ese intento, porque es importante escribir para nada. O mejor dicho, escribir para la propia poesía, para la propia novela. Cuando la escritura está tan demandada se producen cosas previsibles. La literatura es un espacio de resistencia ante la sociedad de consumo, la sociedad de control en la que estamos inmersos, una sociedad donde todo, hasta el deseo más íntimo, está regulado.

-¿Qué estás leyendo actualmente?

-Leo narrativa más que nada. Me reencontré con una literatura política que se desprende de lo considerado como “comprometido”. Lo que detesto es aquella literatura que confirma lo que ya sabés, como la de Eduardo Galeano, aunque pueda servir para pensar la realidad. Con la literatura nos tenemos que sorprender, leer lo que no ha sido dicho. Estoy leyendo a Leonardo Sciacia, un tipo comprometido políticamente con la izquierda y capaz de escribir “El caso Moro”. Recomiendo a Bernhard Schlink, el autor de “El lector”; a Alice Munro, la canadiense, una especie de Chejov contemporánea. Chejov es un maestro. De nuestra narrativa siempre hay que volver a Borges, a Sara Gallardo. No me gusta leer por obligación, me gusta llegar a los libros, que un autor lleve a otro, como un camino propio guiado por el deseo, por el placer. Me interesa cuando a los escritores los sitúas en un mundo personal, que no es el del resto. Cuando hice la carrera de Letras no disfruté mucho de la literatura; libros como Madame Bovary me torturaban porque no era momento de leerlos. Aprendí análisis del discurso, saber dónde está la subjetividad en el lenguaje, el enfoque de la teoría literaria. Letras te prepara para eso, para ser un profesor de secundario, pero no para el deseo por la lectura.

-¿Cuando te toca enseñar, obligás a leer?

-No, en general oriento o sugiero más que obligo. Estoy emparentado con la tradición oral. Cuando di clases en la Universidad de las Madres descubrí lo interesante que es escuchar las voces que habitan en uno. Fue una experiencia fuerte: estuve 10 años con señoras de entre 60 y 80 años. Cada una decía lo que quería, había una gran dimensión social en la tarea de poner por escrito lo que pensaban en voz alta. Lo que lograron hacer ellas es impresionante: no hay otro caso internacional en el mundo de las víctimas que hayan sido capaces de narrar su experiencia de resistencia.

-Explicame lo de las voces que habitan en uno…

-Cuando escribo, esa voz me habla a mí, no necesito traducirla. Lo que escribo tiene una base oral. Siento que suena, que la escucho. Me pasa cuando leo en público, es oral, no es imposible de leer como la prosa de Proust. Está ligado a la música. Todo me vino por vía oral, las historias las consumí por lo que me decían mis viejos, mis vecinos, las madres de Plaza de Mayo. Está también el folklore anónimo, que me viene de mi padre. A María Elena Walsh la conozco desde los 14 años. En mi novela “Inglaterra, una fábula”, está todo lo oral: los cantores de gesta, los tipos de personajes, los estribillos. Después canté con Leda Valladares. Una vez María Elena me pasó un disco de ella, cayó la púa en un vinilo y escuché a una vieja cantando una baguala en un rancho. Se me vino a la cabeza mi abuela, que era riojana. Estoy conectado con eso. En mi época había una cosa de urgencia, de salvar las cosas, como que se estaba muriendo todo. Fui a entrevistar a cantoras populares como Gerónima Sequeida, a una pastora de cabras que se murió dos semanas después que la contacté. Era una actitud de reserva: hacer que esas voces no se pierdan. Tenemos que narrar lo ajeno. ¿Para qué voy a hablar de Ricardo Piglia si todo el mundo habla de él? Cada uno es alguien en el que dialogan muchas cosas diferentes, hasta opuestas. María Elena Walsh es el diálogo entre las bagualas, las poesías populares y Lewis Carroll. Pero respetárselo es complicado: el mundo te dice que hay que optar por una cosa y se restringe el terreno.

-En tu trayectoria como escritor, ¿esas voces construyeron un mundo propio?

-Estoy en eso… (risas). Me gusta pensar lo heroico tomado en broma. Cuando publiqué “Lisboa, un melodrama” sentí que todos mis libros se parecían. Como si fueran la constelación de un mundo. Si hubiera escrito como se suponía que debía escribir, seguramente habrían estado mejor escritos, pero no hubieran sido míos. Un psicoanalista le dijo a un escritor brasileño: “su problema es que usted quiere escribir la novela más linda y la mejor escrita. Escriba la que puede escribir”. Eso es extraordinario. Porque escribir lo que uno puede es difícil. Hay que saberlo, hay que conocerlo y tener las garras para defender esa voz propia.

-¿Sentís que tenés un lugar en la literatura actual?

-Hay una irritación con los proyectos largos. Pero uno se siente bien haciendo cosas que no pueden pasar en otro lado. El marketing dice que la gente consume textos cortos. Los gurú electrónicos dicen que el libro desapareció. ¿Por qué tenemos que aceptar como idiotas todas esas modas? A mí me da vergüenza cuando dicen que no me entienden, y siempre recurro a María Elena Walsh. Ella decía algo maravilloso: “los chicos no quieren leer lo que ya saben”. A sus canciones, que son el fenómeno popular del siglo, ningún estudio las quería grabar. Las grabó con Leda Valladares y las vendía a mano. Y como les gustaron todos, un estudio la quiso contratar pero le reprochó “Manuelita” porque decía que los chicos no entendían la palabra malaquita. ¡Y los pibes la palabra que más recuerdan es malaquita! Soy de los que creen que como humanos nos enganchamos con el misterio. La literatura nos viene a pegar una herida en la idea de que lo sabemos todo.

-Vos decís que escribís historias para comprenderlas… ¿Cómo es eso?

-Lo más importante es la intuición. A mí me llama la atención el problema de un personaje o un conflicto dramático y la escritura me lo va explicando. Como por ejemplo, un recuerdo. La posibilidad de inventar una historia es la posibilidad de comprenderla. Me  pasó recientemente con una imagen de infancia. En más de 30 años, escribí y reescribí ese recuerdo. La memoria se transforma, porque cuando recordás de una manera lo contás de otra, hasta cambia el género. Te cuento la anécdota. Ocurrió en la dictadura, al lado de mi casa. La patota vino a buscar a la secretaria de la mano derecha de un importante empresario. Como no la encontraron, pasaron por casa. Entraron por los fondos. Yo tenía 12 años. Y lo único que me acordaba era que toqué el piano. Fueron diez minutos. La reconstrucción de ese recuerdo es la base de mi próximo libro. Y me interesó mucho recomponerlo: qué fue primero, qué fue después, cómo estaban vestidos los de la patota, por qué interrogaron a mis viejos, en qué momento preciso ocurrió, qué decían todos acerca de mi ensayo de piano, la certeza de que habían entrado en todas las casas del barrio. La Plata está presente como nunca antes en una novela mía. Está Tolosa, que tiene una impronta muy fuerte. Estela de Carlotto, Hebe de Bonafini, los Kirchner vivieron en Tolosa. Sin embargo, siento que esa noche sólo fue importante para mí. Y ahí está la literatura.

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