Las de Lidia Cantero y el Hogar de la Madre Tres Veces Admirable son vidas paralelas. Llegó buscando amparo a 643 entre 12 y 13 cuando apenas tenía 4 años y casi dos décadas y media después continúa allí. Pero ahora es ella la que cuida y educa, entre propios –dos y uno en camino- y ajenos, a nada menos que diez hijos.
Entrevista: Mercedes Benialgo
Edición: Carlos Gassmann
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“Ahora tengo 28 años y llegué al Hogar del Padre Cajade en abril de 1987, cuando tenía 4 –cuenta Lidia Cantero-. Vine con mi hermana Estela, dos años más grande que yo. Antes ya habían ingresado mis dos hermanos mayores. No teníamos ni para comer y además veníamos de mucha violencia familiar. Soy de barrio Aeropuerto y una tía contó que un cura había armado ahí cerca un hogar para chicos de la calle. Entonces nos trajeron. El Hogar había sido creado en 1986 y yo llegué un año después. Apenas estaba construida la casa en la que estamos ahora y estaban haciendo la que sigue, acá al lado. Ésta es la primera casa. Apenas se instalaron acá no tenían ventanas, ni luz, ni agua. No había nada, según me cuentan los que estaban al principio. En aquel entonces eran apenas dos casas pero vivíamos como veinte en cada una”.
“Fue difícil quedarme sola siendo tan chica”
Lidia rememora lo que para ella fue la etapa más oscura de aquellos comienzos: “Tengo recuerdos muy borrosos de mi primer día en el Hogar. Sé que cuando llegamos nos recibió el cura, a mí y a mi hermana. Como todos, teníamos temor de alejarnos de nuestra mamá y de que nos dejaran en un lugar que no conocíamos. Al principio seguramente lloraba bastante y me apegué mucho a mis hermanos. Los dos más grandes tenían entonces 12 y 10 años. Éramos hijos de padres separados. Yo, fin de semana por medio, iba a lo de mi mamá. Hasta que en 1989 mis hermanos salieron de la Argentina y yo me quedé sola en el Hogar. Viajaron a Paraguay con mi viejo. Nosotros en realidad somos nueve hermanos. Los más chicos, los que nacieron después que yo, no estaban todavía. Toda mi familia es paraguaya. Mi viejo estaba atravesando la última etapa de un cáncer de pulmón y quería morirse en su país. Para mí fue muy fuerte ese proceso de quedarme sola siendo tan chica. Sé que en ese momento el cura me ayudó mucho. Yo tenía 7 años y me empecé a mear encima, a cagar encima. De repente pasé a no tener al lado a ninguno de mis hermanos. Además varios de ellos no querían irse y se fueron obligados. Vivir toda esa situación fue muy difícil. Yo veía a mis hermanos por todos lados. Fueron cuatro años pero para mí duraron una eternidad. Hasta que por fin pudimos reencontrarnos en 1994. Primero vino mi hermana mayor, que estuvo mucho tiempo laburando para poder ir a buscar a los demás. Y después pudo traerlos y nos volvimos a reunir. Fui a pasar año nuevo con mi mamá y me encontré con que ella se había ido con mi hermana, a Paraguay, a buscar al resto. Me despierto después de las fiestas y ya estaban todos mis hermanos. Beto y Estela volvieron un tiempo al Hogar. Dani no quiso y se quedó con mi mamá”.
Pese a todo, Lidia dice que “viví mi infancia y mi adolescencia como una chica normal. Gracias a Dios nunca me faltó nada. Vi crecer a la Obra y supe de buenos y malos momentos. Pero tuve una infancia y una adolescencia felices. Siempre tuve mi regalo de navidad y mi regalo de cumpleaños. Lucía Henjel fue la educadora con la que viví por muchos años, hasta que se fue. Primero había estado cuatro años con Leda y después pasé como diez años con Lucía. La adolescencia la pasé con Gladys y Toni, hasta que ellos también se fueron”.
“Tenés que lograr llegar al chico”
Hablar de la rotación de los responsables de cada casa la lleva a reflexionar sobre “lo dura que es la tarea de un educador. Ahora, que te toca a vos, tomás conciencia de por qué se van y te empiezan a caer las fichas. Yo tengo mi pareja, tengo dos hijos, pero muchas veces dejás de dedicarles tiempo a ellos porque tenés que darle todo a todos. A veces es cansador. No todos los chicos son iguales, tienen crianzas distintas, están marcados por su vida pasada, algunos más que otros. Entonces tenés que trabajar con cada pibe, ir conociéndolo, haciendo que te conozca, ir ganándotelo. Porque si no te lo ganás al chico, no podés ayudarlo de ninguna manera. Primero tenés que lograr llegar al chico y una vez que lo conseguiste, entonces sí estás en condiciones de ayudarlo, incluso poniéndole límites”.
¿Cómo se produjo su cambio de rol dentro del Hogar? “Yo soy educadora desde 2004 –dice-. A mi primer nene lo tuve en 2002. A los dos años sucedió que se habían ido varios educadores, quedaron casitas vacías y había chicos que querían venir. Entonces me instalé en una de esas casitas y arranqué con chicos adolescentes. Tenía 22 años y me decían que tenía condiciones para ser líder de un grupo, que tenía capacidad para ocuparme de adolescentes. Y se me hizo más fácil porque la mayoría de los pibes eran como los que antes habían convivido conmigo. Yo ya sabía cómo hablarles, cómo llegarles. Se me simplifica porque conozco la Obra, porque tengo mis propias vivencias en la Obra, porque conozco la niñez, la preadolescencia, la adolescencia, las distintas etapas. Pero no es fácil. Es una rutina muy cansadora. No parás durante las 24 horas. Igual cuando arranqué como educadora, en 2004, lo hice acompañada por el cura y sin tener totalmente en claro lo que significaba. Primero tenía uno y cuando me quise acordar ya tenía cinco más en mi casa. Pero recibía mucha ayuda del cura, que me enseñaba, me iba marcando cosas. A veces yo le decía que no sabía cómo manejar a un pibe determinado, entonces él me aconsejaba. Así fue durante un año pero después él falleció. Entonces se me hizo muy difícil, porque yo misma estaba mal… Los chicos que yo tenía a cargo también lo habían conocido al cura y yo tenía que esforzarme para que los demás estén bien. Y un año después llegaron tres chiquitos más. Hoy tengo ocho chicos a cargo, aparte de mis dos hijos, y cumplo con todos el rol de mamá: les hago la leche, los visto, los atiendo. Tengo dos nenas adolescentes, tres chicos entrando a la preadolescencia y cinco más chiquitos. Las edades van desde los 3 hasta los 19 años. Como en toda familia, hay peleas todo el tiempo, eso no se puede evitar. Pero saben que somos una familia y a la noche comemos todos juntos. Colaboramos entre todos y las nenas adolescentes ya ayudan con la limpieza. Además cada uno tiene que arreglar su pieza y mantener ordenadas sus cosas. La mayoría son hermanitos. Hay tres hermanos cuya madre viene a verlos cada tanto, esporádicamente pero viene. No está en condiciones de llevárselos por su situación económica. Tengo también otros dos hermanitos que fin de semana por medio se van a ver a su abuela. Hay otros nenes que visitan a los primos y los vienen a buscar. Y a algunos de los más chiquitos también viene la mamá a verlos”.
Lidia explica cómo se ingresa a la institución: “Desde el servicio zonal van derivando chicos a los distintos hogares. La mayoría llega acá porque la familia no los puede contener, porque están en una condición económica marginal y porque sufren mucha violencia. Uno de los chicos que está actualmente a mi cargo ya tenía un hermano que vivía desde antes en el Hogar. A otros los trajo mi hermana, que también pasó por acá, porque vivían cerca de su casa y, junto a una ONG que presta mucha ayuda, decidieron alojarlos en la Obra”.
Asegura que el Hogar de Cajade “es como una familia muy grande que vive dividida en varios sectores. Cada casita está al frente de una pareja de educadores que tiene a su cargo varios chicos. En cada vivienda nos ocupamos principalmente de los chicos que tenemos pero eso no quiere decir que nos desentendamos de los demás. Estamos siempre conectados y nos ayudamos mutuamente para solucionar los problemas de cada pibe. Son cinco casas en total. Nievas, igual que el Chino, tienen adolescentes varones. Mi hermana, que está en otra casa, tiene preadolescentes y adolescentes. Olga, Graciela y yo, en cambio, tenemos grupos de chicos de edades mezcladas. Pero en cada casa hay que encargarse de levantarlos, llevarlos a la escuela, cocinarles”.
“La escuela es lo principal y ellos lo saben”
Lidia sabe que la educación es fundamental y por eso dice que “si bien por ley tendríamos que albergar a chicos de hasta 21 años, tenemos algunos de 22 o 23, porque están finalizando sus estudios y si los dejás solos, no terminan nada. Yo la veo como un ejemplo a Nacha, que es una chica que vivió en la Obra y ahora está terminando la facultad. Ya se recibió de maestra y de no contar con el apoyo del Hogar, con todos los gastos que son necesarios, no hubiese podido terminar. Hay que tener en cuenta que muchos de estos chicos empiezan muy tarde la escuela. Uno que llega a los 10 años ya abandonó en tercer grado, no sabe nada y hay que remar mucho para que termine. Pero la escuela es lo principal y ellos lo saben. Algunos asisten al colegio primario que está en 7 y 643, otros a una escuela de Arana, otros a una del centro, en fin, hay varias. Primero hacían la primaria y ahí se quedaban. Hoy, gracias a Dios, hacen también la secundaria”.
Dice que la Obra ha pensado también otras alternativas de formación: “Tenemos distintos emprendimientos productivos para que aprendan un oficio y cuenten con una posibilidad más de salida laboral. Entre ellos está la imprenta, la panadería, la chacra y el buffet en la Gobernación. Se va tanteando a los pibes para ver en dónde se enganchan mejor. Se les enseña el oficio gráfico, las tareas de panadería, lo que significa cultivar una huerta y criar animales, lo que implica atender un buffet. Así se van capacitando para el futuro y cuentan con una herramienta más para el día de mañana. De ese modo será posible que se puedan valer solos y aprendan a ser responsables. A veces cuesta mucho porque son emprendimientos de la propia Obra y no hay sanciones por incumplimiento”.
Ella misma tuvo y sigue teniendo relación con varios de esos emprendimientos productivos: “Entre fines de 1997 y 2008 trabajé en la imprenta. Salía de la escuela y me iba para allá. Empecé atendiendo clientes, pasé a rústica, después a diseño y finalmente a la administración. Ahora soy la encargada de la panadería, que produce básicamente para el consumo del propio Hogar, ya que por ahora no vendemos afuera. Estamos tratando de acomodarnos, el año pasado se nos rompió un horno (ver recuadro), porque es una zona con muchas bajas de tensión y eso nos arruina las máquinas. Acompaño a los chicos que trabajan en la panadería, veo qué les falta, por ahí tomo algunos pedidos”.
A propósito de su propia experiencia educativa, Lidia dice: “Terminé la primaria y la secundaria. Hasta ahí llegué. A la secundaria la hice en la Media 17, en 61 entre 1 y 115. Cursé hasta un 1° de noviembre y el 20 de ese mismo mes nació mi primer hijo. Me hubiese gustado seguir pero se me hizo imposible porque tenía 20 años y estaba embarazada. Hoy el tiempo no me permite estudiar porque ando detrás de los chicos todo el día, unos que van a la escuela por la mañana, otros por la tarde. Hice la primaria en la Escuela 9, que está en 7 y 643. Me acuerdo que cuando llovía era difícil llegar porque teníamos que ir por calles de tierra y se inundaba todo. Encima de no tener asfalto era tierra colorada. Todo inundado y oscuro”.
“Al principio nos tenían miedo”
La aceptación del Hogar por parte del barrio en el que surgió no fue nada fácil: “Al principio en el barrio no nos querían. ‘¡¿Cómo un hogar de chicos de la calle?! ¡A ver si nos afanan!’, decían. Ese era el miedo que tenía la gente. Incluso cuando lo citan por primera vez al cura fue muy contento porque nunca antes lo habían convocado. Pero era una reunión para juntar firmas y sacar al Hogar de acá. Cuando se lo dijeron sintió que todo se le venía abajo. Pero después nosotros nos fuimos haciendo amigos de los hijos de esa gente que en principio quería echarnos y terminaron aceptándonos y tomándonos cariño. Pero antes hubo que pasar también por una etapa en la que los chicos más grandes nos agarraban a piñas. Hasta que se acostumbraron a que estemos acá”.
Los mejores y los peores momentos de la vida de Lidia están asociados con la figura de Carlitos Cajade: “Salvo esa circunstancia en la que se fueron mis hermanos, en la que no viví feliz pero estuve muy acompañada, tuve una niñez muy linda. Y la adolescencia también la pasé muy bien. Me festejaron mi cumpleaños de quince, todos los eneros nos fuimos de vacaciones… Nunca me faltó nada, nunca me hicieron faltar nada. Y los mejores momentos fueron aquellos en los que estaba con el cura. Me acuerdo que nos prestaba la casa donde vivía para que jugásemos. Le decíamos: ‘cura, ¿no querés que te limpiemos la casa?’. Entonces él se iba y nos dejaba la casa. La limpiábamos –en realidad, la desordenábamos- y cuando él volvía nos dejaba un peso, que en ese momento era un billete. Después, cuando vivía atrás de la capilla, cuando todo era de barro, abría la ventana y gritaba: ‘¡¿Quién quiere garrapiñadas?!’. Y todos salíamos corriendo. Y si no, nos repartía caramelos. Tenía un equipo con tocadiscos y también nos lo prestaba para escuchar música. Eso sí: no lo vayas a molestar cuando estaba en el baño. ¡Las veces que nos habrá sacado corriendo! Los lunes no tenía misa ni nada y era su día de descanso. Así que lo peor que podías hacerle era irlo a molestar un lunes a la hora de la siesta. Nosotros le golpeábamos la puerta y le decíamos: ‘Cura, hay gente’. Y él salía corriendo enojado y ni siquiera a la gente quería ver”, cuenta Lidia entre risas.
“Muchos quedaron muy enojados con la religión”
Pero con Cajade están relacionadas también sus etapas de mayor dolor: “Después del fallecimiento del cura todo se hizo más difícil y nos costó mucho más. Recién ahora, después de cinco años, podemos decir que, aunque no estemos precisamente en la cima, hemos logrado remontar un poco. Era justo un momento muy complicado porque se habían ido muchos educadores y estábamos tratando de salir de eso. Y fue precisamente cuando lográbamos equilibrarnos un poco que nos enteramos de la enfermedad del cura. Fue un golpe durísimo. Él se enteró en agosto y falleció en octubre. Nos decía que tenía un tumor pero que apenas eran pequeñas manchitas en el hígado. Trataba de darnos aliento. Por ahí estaba en un sillón y, mientras hablaba, uno se ponía a llorar a sus espaldas, sin que te vea. Pero él pasaba y te decía: ‘igual lo vamos a pelear, no vamos a bajar los brazos’. Intentaron hacerle un tratamiento pero el hígado ya estaba demasiado comprometido. Después fue la lucha de ir a verlo al hospital. Nosotros, con todos los chicos del Hogar, el 18 de octubre, organizamos una caminata hasta el santuario de la Virgen de Schoenstatt. Eso fue un martes y él falleció el sábado. Fue muy raro que no haya sufrido nada. Todo ese mes que él estuvo en el hospital nosotros nos lo pasamos rezando. Y después de que él murió muchos quedaron muy enojados con la religión. Decían que la Mater no había hecho nada. Algunos siguen sin creer. Yo al principio estuve también enojada. Pero es que nosotros, que no sabíamos lo grave que estaba el cura, estábamos pidiendo un milagro. Después de que falleció nos juntamos con un grupo de médicos y le expresamos toda nuestra bronca. Le reprochamos cómo podía ser que se hubiese muerto y ahí nos contaron toda la verdad”.
Lidia piensa que reparó tarde en su enfermedad porque “mientras estás en la Obra no parás, no podés parar. No tenés un respiro para decir: ahora me siento y me ocupo un rato de mi. Vos quedás en un segundo plano, tu vida personal queda en un segundo plano. Tenés que llevarlos a la escuela, ayudarlos a hacer los deberes, llevarlos al médico, ver qué les pasa… No parás. Y cuando parás ya son las diez de la noche y están todos durmiendo. Ni tiempo para mirar tele tenés porque estás que te dormís y al otro día, a las siete y media de la mañana, tenés que arrancar de nuevo. Así estaba el cura con nosotros también: de una misa a una reunión, de otra reunión a otra misa, de acá para allá”.
La vida religiosa del Hogar se ha hecho entonces más difícil pero continúa: “En la Obra tenemos misa todos los lunes. Ahora yo estoy muy apegada a lo que es la religión, a lo que es la Mater, por la experiencia que el cura me dejó. Uno trata por eso de que los chicos tomen la comunión, de que vayan a misa. Pero es difícil. Nadie da misa mejor de lo que lo hacía el cura para llegarle a un pibe. Hoy vos entrás a una misa y te embolás. Pero el cura siempre hacía la misa comparando con lo que pasaba en la realidad. Sabía hacerlo de otra manera”.
El legado
¿Por qué, siendo una tarea tan dura, sigue siendo educadora? “El día que me vaya, si alguna vez lo hago, será por mi familia. Yo no vine de afuera: toda mi vida transcurrió en esta Obra. Hay gente que viene de afuera y ya sabe lo que es vivir afuera. Pero yo no sé lo que es vivir afuera. Desde los 4 años estoy acá y fui pasando por todas las etapas que atravesó el Hogar. Esta es mi casa. Y además yo lo siento como un legado: el cura siempre nos decía que éramos nosotros los que íbamos a quedar al frente de la Obra cuando él ya no esté. Mi pareja, que no vivió toda su vida acá, que vivió afuera y hace seis años que vive conmigo en la Obra, por suerte me acompaña. Aunque sabe que muchas veces significa renunciar hasta a la propia familia. Claro que no es fácil pero yo viví todo mi vida acá y me costaría mucho irme. No me imagino estar lejos de la Obra, lejos de los chicos, lejos de toda la gente que acá nos rodea. No me imagino estando sola, sin chicos, sin renegar. Y es que yo siento que esta Obra también es muy mía. Y que alejarme sería como alejarme de Cajade. Ese es mi punto de vista”.
One commentOn Su lugar en el mundo
Conviví en el año 87′ con Carlitos Cajade. Lidia era una niña hiper amorosa y teníamos un relación muy linda. Acabo de ver su foto y me llenó de alegría verla tan grande y realizada. Me encantará contactarme con ella. Mi correo por si me pueden ayudar es: palitososa@gmail.com. Mi Nombre Raul «Palito» Sosa. Mil gracias !