Libros: La vida y la muerte de Omar Cigarán

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Compañera en La Pulseada, Mariana Sidoti presentó el libro Vivir sin justicia, en el que le pone el cuerpo a la tragedia de un chico, que podría ser cualquier otro, que estaba a punto de cumplir 18 años cuando fue asesinado mientras intentaba robar una moto, en un caso que quedó impune. En estos fragmentos del capítulo 5, el relato de los días en los que el Estado perdió una oportunidad de no volver a fracasar.

Por Mariana Sidoti

Omar tiene la mirada perdida. Posa, alto y desgarbado, mientras sostiene un camioncito de madera que fabricó durante varias tardes en Plaza San Martín. En la parte de la caja pintó su nombre, bien grande, con acrílico negro. Tiene puesta una remera azul de mangas cortas y bermuda del mismo color; el verano terminó hace rato pero su piel conserva el bronceado. Mira hacia donde nadie más ve, con una media sonrisa enigmática. A su izquierda, el Chino observa su juguete como hipnotizado, casi sorprendido por el resultado de su esfuerzo y seguramente por la muestra que se avecina, donde expondrán sus trabajos en el pasaje Dardo Rocha.

A la derecha de Omar, agazapado entre las piernas de los demás, asoma Javier, el Pimienta. Es el único que está descalzo y en cuero; tiene el pelo teñido de un rubio fluorescente. De todos los pibes de la Banda de la Frazada (*) es el único que realmente vive en la calle. También tiene familia: una que decidió abandonar a los cinco años y a la que sólo regresa muy de vez en cuando. El Pimienta empezó a drogarse desde tan temprano que ahora ya no le hace asco a nada. Poxiran, pastillas, merca y alcohol, todo entra y sale de su organismo como si fuera un pozo cloacal donde los tranzas descartan su droga más rancia. Se le nota en el rostro, un aura rosada contorneando sus ojos, las facciones tiesas y avejentadas. Tiene un cigarro prendido en la boca y con la mano derecha hace ademán de un fierro. En la otra tiene su juguete; él también estampó su nombre, “Javi”, con letras gruesas, amarillas. Al lado dibujó los cinco puntos tumberos.

Hay dos chicos más que muestran sus juguetes recién terminados. Alguien tiró un pedazo de cartón sobre el pasto de Plaza San Martín donde los últimos camiones e inventos se secan al sol. Es una tarde despejada a fines de abril de 2008 y se acerca uno de los inviernos más duros. Quizás el Pimienta, después de posar para la foto, se tome un rato para pensar dónde dormirá esta noche. El Chino seguramente lo acompañe. Quizás Omar, con la mirada quieta en un punto desconocido, con su atención desorientada, esté decidiendo si vale la pena regresar a casa.

Los pibes de la Banda de la Frazada acaban de terminar el único programa-taller pensado desde el Municipio para revincularlos con su familia. Todos se acuerdan de la experiencia —el Chino, Lautarito, el CG— por más corta que haya sido: duró tres meses. Después vino el terror. O, en palabras del Chino, “el golpe de Estado a la plaza”. La noche donde todos sintieron que la muerte era un destino inmediato. La noche que celebraron diarios, políticos y vecinos a favor de la mano dura, y que terminó por borrarlos un largo tiempo del mapa urbano.

***

A mediados de 2008, Oscar Pablo Bruera era el intendente de La Plata. Había asumido en 2007 con el slogan “Bruera es agosto”, una frase que buscaba terminar con los dieciséis años de gobierno de Julio Alak. Bruera puso a Sandra Carrasco al frente de la Dirección de Niñez y Adolescencia (DNyA) —creada en enero de 2008, cuando el Municipio adhirió a la Ley 13298 de Promoción y Protección de los Derechos del Niño— pero la funcionaria renunció meses después. La capital bonaerense ya contaba con algunas experiencias de trabajo con niños y niñas en situación de calle, como el Programa Atención y Promoción Integral a la Niñez y Adolescencia en Riesgo (APINAR) que funcionó desde 1999 hasta 2005.

Por ese tiempo convocaron a Marcelo Iafolla. En 2003 se había ido de la obra del Padre Cajade con veinte años como educador en su haber y estaba dedicándose a la construcción. Un hombre muy cercano al intendente lo llamó y le prometió: “No vamos a dejar a ningún pibe en la calle”.

“Cuando lo escuché me agarró una explosión de alegría… Dije ‘sí, me la juego’… Pero enseguida tuve que volver a la construcción. El plan que teníamos era recomponer el vínculo familiar para que ellos volvieran a su casa. Todo tenía un proceso, teníamos que ayudar a las familias. Si no arreglás ese tema, es muy difícil que puedas arreglar el tema de los pibes. Íbamos dando pasos muy buenos”, cuenta con la voz afectada. Sabe que le vendieron humo y por eso terminó dando el portazo.

***

En el taller de construcción de juguetes el serrucho era un armatoste metálico con soporte que recubría casi todo el cuchillo, los dientes apenas sobresaliendo por debajo y una base pesada que sólo dejaba espacio para un trozo de madera. Los martillos, un tornillo enorme encastrado a un fierrito cortado. Aún con herramientas tan artesanales, producto del temor y la cautela de los operadores, cada uno de los pibes trabajó su juguete hasta que llegó la hora de pintarlos. Lo hicieron exactamente en el centro de La Plata, un monumento de Plaza Moreno; tiraron una manta roja sobre el piso y cada uno mostró su producto a la gente que pasaba.

Querían meterlos en el paisaje urbano. La gente preguntaba qué estaban haciendo y se quedaba a mirar. Era una nueva forma de mostrar a los pibes: “Por eso lo hacíamos en la calle, bien visible, para que vieran cómo nos estábamos tomando una coca, tranquilos, construyendo juguetes. Queríamos mostrar que esos pibes, que en momentos son tan duros, en otros momentos son muy tiernos. Eso lo experimentan sólo quienes están en contacto. Los otros no”, dice Iafolla convencido. Había que ir contra el miedo instalado por los diarios y la noción simplificada de que los pibes eran ángeles o demonios.

Inevitablemente, contar esta historia lo remite a una frase del Padre Cajade que recita con naturalidad: “El niño se hace humano en condiciones humanas e inhumano en condiciones inhumanas”. Y en un arranque de crudeza, completa la idea: “No me pidas que un pibe que lo cascotearon toda la vida después te diga ‘permiso, voy a llevarme su billetera’”.

***

Durante los meses que duró el programa, Omar andaba solo. En las plazas, durante los talleres, se quedaba siempre a un costado de los demás. No le gustaba jugar al fútbol: no era su fuerte. Construía en silencio durante algunas horas para después perderse entre las calles del centro. O se iba con Solcito, una de las nenas de la plaza que había conocido rancheando en el Cyber Mix. Mientras el resto de los pibes hacía chistes pesados o se quejaba de las reglas —no jalar, no pegarse, no robar— Omar sonreía misterioso, respondía con monosílabos y frases conciliadoras. Y pensaba. “Seguro pensaba mucho”, arriesga Iafolla, que lo veía charlar con los operadores sólo cuando ellos se acercaban. Solitario como quien ya se cansó de llamar la atención, o decidió empezar a golpear otras puertas, volvía seguido a Barrio Hipódromo para juntarse con sus amigos de la infancia. Y uno de esos días, Iafolla visitó su casa.

“Siempre la propuesta fue llevarlos a la casa. Si nos podemos quedar media hora nos quedamos, si nos podemos quedar sólo cinco minutos porque se arma quilombo, nos quedamos cinco minutos. El tema es ir, tomar unos mates y chau. Darle a la relación el tiempo que necesite, el tema es que vean a su vieja, su viejo”, dice Iafolla. Habla rápido, casi sin pausas, como si supiera de memoria el proceso largo y tedioso —ese “camino inverso”— que lleva a un pibe de la calle de vuelta a su hogar. Y posiblemente lo sepa.

Cuando visitaron su casa con un operador, Omar se apuró a mostrar una sola cosa: la foto que Sandra había dejado sobre un aparador —estaban sólo ellos dos, las caras apretadas y sonrientes— en un lugar de privilegio. Tomaron unos mates. Omar presentó a Milton, a Gabriel y a Mailén. Jonathan andaba por otro lado, tenía 18 recién cumplidos y todavía no conocía un penal por dentro. Estuvieron charlando una hora hasta que se fueron y para su sorpresa, Omar no los acompañó.

Iafolla se la creyó. Pensó que Omar iba a quedarse para siempre. Al otro día llamó por teléfono y Sandra le dijo que no estaba más. “Capaz que se quedó un rato, morfó algo y rajó”, piensa. Ahora no son más que conjeturas. Pero en ese momento tampoco lo vivió como una derrota: desde la DNyA hacían un trabajo de hormiga y los fracasos no eran más que una confirmación de todo aquello que faltaba construir.

El taller de juguetes cerró con una muestra el 11 de mayo en el Pasaje Dardo Rocha, a pocos metros de Plaza San Martín. Un espacio que solía estar reservado para obras de gente calificada, a lo sumo de estudiantes universitarios, se abría para que un puñado de pibes de la calle mostrara su trabajo.

“Encuentros en cartón, madera y algo más… Muestras y talleres abiertos. Plástica, música, artesanías, construcciones en madera” anunciaba el banner en la entrada. Adentro compartían sus exposiciones con las del Centro de Tratamiento Ambulatorio Integral (CTAI), un programa provincial que trabajó paralelamente con muchos de los pibes de la Banda, incluido Omar. La muestra estuvo sólo ese día: “No era fácil meter el tema”, repite Iafolla.

En una tarima atiborrada de maderitas, clavos y el serrucho-armatoste, más de sesenta nenes con guardapolvo intentaron hacer aviones, autitos, sillas y hasta figuras humanas guiados por pibes de la calle y operadores municipales. Más atrás, sobre un mueble escalonado, descansaban aviones, autitos, sillas y figuras que los pibes habían construido en la plaza. Los nenes de guardapolvo —elegidos a propósito bastante más chicos que sus “tutores”— estaban concentrados en la tarea. Los nenes de la plaza, también.

La tarde cerró con una intervención policial. “Marcelo, ¡te agarraron un pibe!”, dice Iafolla que escuchó a la distancia. Cuando salió a la calle todo estaba consumado. Juancito echado boca abajo contra el suelo, una mancha bordó en la baldosa producto del empujón, el culo asomando por el pantalón y siete polis a su alrededor. Parece que hacía rato lo andaban buscando. La cara fruncida de Juan, sus ojos desesperados, miraban a la derecha, el único lado al que podía mirar, mientras una oficial apretaba su cara contra la vereda. Otro policía estrujaba el pantalón —casi desvistiéndolo— para esposarlo; el tercero le sostenía los pies. Los demás habían hecho una suerte de barrera humana que le impidió a Iafolla —y a todos los demás— acercarse demasiado.

Lautarito empezó a llorar. Otros nenes con guardapolvo lo imitaron. Iafolla no: a él se le retorcían la cara y el corazón. Su hartazgo era tan grande. La esperanza que alguna vez tuvo se había transformado apenas en una trinchera de resistencia.

Aguantó en la Dirección hasta fines de junio. Todos los días los operadores hacían un reporte: Adicciones había trabajado “hasta la mitad” con los pibes que se habían interesado en dejar el poxiran, Acción Social seguía sin tener una sola frazada, Deportes no tenía claro cómo manejarse con pibes de la calle. Ya habían formulado varios pedidos pero el Predio de la Tradición sólo se abría para fiestas de jinetes y otros eventos turísticos. Tampoco había indicios del micro, ni siquiera de una combi. Cuatro estudiantes de Trabajo Social —Celeste, Valquiria, Clarisa y Lucía—habían empezado como voluntarias en la Dirección para unas prácticas de la Facultad. Pero las buenas intenciones eran inútiles si nadie bajaba recursos.

Las familias de los pibes apenas recibían garrafas para pasar el invierno. Ningún funcionario del Estado municipal o provincial se acercó al Barrio Hipódromo, Aeropuerto, La Favela, El Mercadito o Villa Alba. Barrios donde no solamente faltaban alimentos y materiales: también clubes, plazas con pasto brillante para jugar al fútbol, centros de apoyo escolar, talleres de oficios para jóvenes y chicos. “Me prometían que iban a darnos una mano con las familias y no se la daban, entonces parecía que yo estaba jugando. Pero yo no estaba jugando”, repite Iafolla. La falta de recursos fue el primer motivo para su renuncia.

El segundo apareció en una reunión. Como la DNyA dependía de la Secretaría de Desarrollo Social de la Municipalidad, de vez en cuando se reunían con el encargado del área, Juan Pablo Crusat, un médico cuya gestión venía desgastada por la falta de respuestas concretas tras la inundación de 2008, que según cifras oficiales dejó 90 mil damnificados en La Plata. Años más tarde, la Justicia y los medios apuntarían a Crusat como hombre de confianza de Mariano Bruera, el hermano puntero del Intendente, en el escándalo “Brueragate”. La reunión a la que asistió Iafolla fue meramente formal y se realizó en el Pasaje Dardo Rocha con varios funcionarios más.

Él estaba contando la experiencia de “Hacete Amigo” con una pasión exacerbada. Una sonrisa condescendiente se imprimía en las caras de los funcionarios de primera línea. En un momento quedó a solas con Crusat, que estaba más interesado que el resto en escuchar las actividades que promovía su propia Secretaría. Iafolla hablaba con palabras pegadas una a la otra, como hace siempre que habla de los pibes y del taller. Crusat parecía embelesado hasta que cortó el monólogo y metió el primer bocado: “¿Sabés que hay una historia de un tal Lombroso? Que por la forma de la cabeza se puede determinar si alguien va a ser delincuente o no”, le dijo. Iafolla hizo una mueca de asombro y desagrado. “Bueno, pero es una teoría”, se defendió Crusat. Cuando el médico y Secretario de Desarrollo Social de la Comuna citó a Cesare Lombroso, Iafolla se dio cuenta de cómo venía la mano. Y en su cabeza contó un voto más a favor de la renuncia.

El tercer y último motivo fue la indiferencia de Pablo Bruera. Nunca había accedido a tener una reunión con él y cuando finalmente planteó su renuncia, otros funcionarios le sugirieron que “haga la plancha”; o sea, que se quedara en su casa y fuera a cobrar a fin de mes. Iafolla terminó sellando su propia renuncia en la mesa de entradas porque no querían aceptarla. Salió caminando del Palacio Municipal con la tranquilidad de haber llevado, meses atrás, el informe de la DNyA a su punto más trascendental: la oficina del intendente.

Bruera había llegado a ver la cara de Solcito, quizás por unos segundos, antes de desaparecerla en algún cajón. Su foto estaba en la última página del informe, Iafolla lo había hecho a propósito: con una gorra puesta al revés, las uñas mugrientas y una sonrisa de paletas separadas, Solcito miraba su camión de madera con el orgullo con que se miran las promesas cumplidas.

* “El mito de la Banda de la Frazada (…) salió de la Comisaría Primera y del teclado de algún periodista pretencioso; se volcó en los titulares de muchos diarios y llegó a los ojos y a las cabezas de un público aterrorizado. También, a los corazones de esos pibes callejeros (fragmento del capítulo en el que Mariana Sidoti contextualiza el momento en que aparece la denominación para nombrar a los chicos de Plaza San Martín.

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