Osvaldo Rodríguez es un ciudadano latinoamericano que dedicó su vida a los libros. No le han proporcionado “una vida de ricos” pero a través de ellos conoció el mundo, asegura. Y transmite su pasión por la lectura desde el negocio de usados que tiene en Ecuador.
Por Matías Ortega y Rocío Gariglio
El sol tibio de Quito acaricia los libros amarillentos en la vereda. Es otra mañana con aroma a café y caramelos de menta en “Sur libros”, un pequeño local de toldo verde de la avenida Robles y Juan León Mera. En el fondo, sentado en el escritorio y con la tele sintonizando los primeros minutos de un cambiante Holanda-Australia, Osvaldo Rodríguez. Lleva una chomba azul y los bigotes canosos estilo Aníbal Fernández.
Un póster con la firma de Páez Vilaró, fotos de Buster Keaton y Charles Chaplin y caricaturas de Asterix y Mafalda decoran la puerta de madera oscura donde Osvaldo se apoya antes de decir, como quien confiesa una adicción: “Si yo conozco al mundo lo conozco por el libro; no lo pude dejar nunca al libro”.
Los libros son el modo de vida de Osvaldo, el uruguayo dueño de Sur Libros, que a los 15 empezó a conocer todas las instancias de la producción literaria. Y se decidió por la más bohemia: la venta de usados. Sabía que en los usados se pueden leer, además de las palabras impresas, recorridos ocultos, metáforas inadvertidas de los anteriores dueños. Como aquella remota historia de Alberto, quien alguna vez se acercó a vender sus libros. Entre los ejemplares había una edición de la Divina Comedia de tapa dura y bien conservada. Entonces el librero ofreció por ella 5 pesos. «Pero mírela adentro», le advirtió Alberto. Y adentro decía: “A mi estimado amigo Alberto Clossa, Dante Alighieri”.
—¿Cómo arrancó tu historia con los libros?
—Esa es la historia de mi vida —responde Osvaldo entre risas.
—¿Y la idea de vender usados?
—Esa es otra historia: la idea de venderlos es una historia, venderlos es otra cosa. Muchas veces quise irme del libro, pero por alguna razón siempre regreso.
—¿Lo concibe como una militancia artística?
—Todo el que se dedica al libro lo hace por una cuestión estética, hasta el tipo que vende en el Parque Rivadavia. Lo hace también por encontrar la pieza, sobre todo en cuanto a usados. Como militancia no, más bien como orientación militante, son dos cosas diferentes. Yo no podría trabajar con material fascista, ni trabajar material religioso que no sea serio, de derecha tampoco. Y por supuesto no recomendaría nunca material político con el que no estoy de acuerdo.
Osvaldo nació en Montevideo, allá por los ‘40, pero su relación con el libro lo llevó a conocer toda Latinoamérica. Comenzó en la librería El Rosado, de la capital uruguaya, pegando revistas rotas. Luego trabajó en grandes editoriales de Argentina, México y Venezuela hasta tener sus propias librerías en Montevideo, Buenos Aires y, actualmente, en Ecuador.
—¿Notás similitudes en los modos de lectura de los países de Latinoamérica que conocés?
—Hay un lugar común que es el best seller, eso es inevitable, pero hay variaciones profundas en el mismo continente. Ecuador es un país donde la gente no lee, y te lo dice. En Quito hay días que no entra nadie. No es lo mismo que en Argentina, donde una librería de usados tiene siempre tres o cuatro personas; no importa si venden o no. Si acá te entran diez personas sos un crack, das la vuelta olímpica. La gente viene y te pide el Quijote y te dice: «¿no tiene una edición más chica?». Una vez me pidieron una biblia de Gutenberg. Uno se ríe pero no es gracioso. ¡Si yo tuviera que mantener una familia, ya me hubieran echado de casa! La vida del libro no es una vida de ricos.
—Además la tuya es una vida de viajero…
—Perdí varias bibliotecas en las mudanzas internacionales, perdí verdaderas joyas en libros y en material geográfico. Pero los libros son como la piel que se va descamando y uno va cambiando.
Al comienzo, el camino de las letras lo cruzó con algunas leyendas de la prosa uruguaya. Entre los bares de la época charrúa conoció a Juan Carlos Onetti y Mario Benedetti. Pero Osvaldo minimiza esos encuentros.
—El libro me dio la oportunidad, pero los hubiera conocido lo mismo: a Benedetti por militancia de la época y a Onetti porque en cualquier boliche lo encontrabas. En Uruguay todos se conocen con todos; si estabas vinculado con la cultura coincidías con la gente.
—¿Vos escribís también?
—Alguna carta… Nunca me interesó escribir y no lo voy a intentar de viejo tampoco. Viste que a los viejos les da por hacer lo que no hicieron en su vida y piensan que se van a reivindicar así. ¡Mirá qué golazo! Y su relato se pausa con el zapatazo de Robben que culmina en gol para los naranjas. Le gusta el fútbol, además de ser hincha de Nacional simpatiza por Estudiantes de La Plata.
Lo que llama la atención es la ausencia del mate de su escritorio. Por eso promete convidar, para la próxima ocasión, yerba Canarias recién llegada de sus pagos. Extraña Uruguay y cree que siempre va a extrañar su país.
Osvaldo ha desarrollado el desapego de una forma casi absoluta. Ya no se encariña con los libros, ya no atesora ninguna edición extraña, aunque fue dueño de un Quijote de 1916, publicado a los 200 años de la muerte de Cervantes, con las iniciales capitales terminadas a mano. Incluso le dejó a su hijo primeras ediciones invaluables de Cien años de soledad, Gracias por el fuego y Último round.
—¡Lo que quiero atesorar yo es dinero para pagar las deudas! Ya no hay tesoros, viejo. Me encantan los libros, ojala pudiera…
De viejo Osvaldo se hizo asmático, las primaveras de Quito le sacan el aire. A los 70, puede asegurar que los libros le han dejado hasta rastros en el cuerpo.
—Después de comprar una biblioteca de 400 libros antiguos, por la cantidad de polvo que tenían me tuve que quedar guardado en casa dos semanas. Cada vez que los miro me ahogo más.
Durante la charla, sólo ingresa una persona buscando Rimas y leyendas, de Gustavo Adolfo Bécquer. Osvaldo sonríe, al amparo de los 14.000 ejemplares que lo rodean. Son tantos libros como historias; como pieles.