Que el trabajo de los científicos sociales puede tanto estar comprometido con la transformación social como contribuir a legitimar el orden establecido, es algo ya suficientemente sabido. A quienes quieran comprobarlo una vez más, basta con sugerirles comparar lo que han dicho ciertos sociólogos franceses con lo que han sostenido algunos colegas argentinos respecto de una cuestión hoy absolutamente central para nosotros: el (mal) llamado tema de la “inseguridad”.
Por un lado está la perspectiva de los autores galos, presentada en el documental “La sociología es un deporte de combate” (2001), dirigido por Pierre Carlés, que se puede bajar gratuitamente de Internet. El filme constituye un homenaje a Pierre Bourdieu, quizás el más grande sociólogo de la segunda mitad del siglo XX, fallecido un año después del estreno de la película.
Por otro lado se encuentran los planteos de los investigadores argentinos Rafael Di Tella, de la Universidad de Harvard, y Ernesto Schargrodsky, de la Universidad Di Tella, responsables de un estudio realizado por encargo del Banco Interamericano de Desarrollo. Se trata de un trabajo efectuado entre noviembre de 2006 y noviembre de 2008 que abarcó a 2.336 encuestados residentes en la Capital Federal, el Gran Buenos Aires, Córdoba, Mendoza, Tucumán y Rosario. Aproximadamente un tercio de los entrevistados dijo que ellos mismos o algún miembro de su familia había sido víctima de un delito durante el año anterior. Los resultados de esta investigación se difundieron recientemente mediante un informe de 44 páginas titulado “La felicidad, la ideología y la delincuencia en las ciudades argentinas”.
Pero sólo el tema tuvieron en común los intelectuales locales y sus similares extranjeros; la mirada, como veremos, fue completamente divergente.
“Las causas de la violencia están fuera del universo violento”
Durante el transcurso del documental de Carlés es posible escuchar a Loïc Wacquant, uno de los discípulos más jóvenes y brillantes de Bourdieu, durante uno de los actos de presentación de su libro “Las cárceles de la miseria” (publicado en castellano en el año 2000 por la Editorial Manantial). Wacquant le contesta a un político que propone adoptar en Francia el plan de “tolerancia cero” que implementó en Nueva York el alcalde Giuliani: “Aquí tenemos un ejemplo perfecto de esta nueva ideología de la seguridad, de esta nueva ‘doxa’, de este nuevo sentido común punitivo neoliberal que nos viene de Estados Unidos y ha sido elaborado por un grupo de ‘think thank’ de la costa este norteamericana en su lucha contra el Estado benefactor. Grupos que a fines de los años ’70 y principios de los ’80 predicaron con tanta insistencia el desmantelamiento de la ayuda social que al final lo consiguieron. En 1996 un presidente demócrata abolió el derecho a la ayuda social y la reemplazó por el trabajo obligatorio para los desempleados, por supuesto que sin respetar las remuneraciones ni las condiciones de trabajo correspondientes. Tras haber defendido una intervención menor del Estado en materia económica y social estos institutos y partidos políticos, los profesores defensores de esta ideología, terminaron diez años después pidiendo mucha mayor injerencia del Estado, pero esta vez en materia policial y penal. Para ellos no era contradictorio pedir, a la vez, más y menos intervención del Estado. En realidad es coherente porque ese trato de las desigualdades sociales es el que había generado las condiciones para el nuevo trato que ahora se reclamaba en materia policial y penal. Se pasó del predominio de lo que Bourdieu en su libro ‘La miseria del mundo’ llama ‘la mano izquierda del Estado’, la que alimenta y educa, la que provee la ayuda social, la vivienda, la escuela, la salud, al predominio de ‘la mano derecha del Estado’, la que castiga mediante los jueces, los policías y los guardiacárceles. Así vemos cómo la realización de la utopía neoliberal no es, tal cual dicen, menos Estado, ni mucho menos la desaparición del Estado: es menos Estado sólo en materia económica y social. Es la vigencia del ‘laissez faire, laissez passer’ sólo respecto de las relaciones laborales y la movilidad del capital. Pero es más Estado en otro sentido: un Estado intruso y paternalista, que reduce la libertad o directamente priva de ella, sobre todo a los trabajadores. Estamos oyendo demasiadas tonterías sobre la ‘violencia’, la ‘inseguridad’ y la ‘delincuencia’. Lo que ese nuevo discurso sobre la ‘inseguridad’ en realidad pretende no es más que legitimar el paso de un tratamiento social a un tratamiento policial y penal de la miseria. Trato policial y penal cuyo objetivo es que se convalide y se termine aceptando como normal el trabajo precario. A fines del siglo XIX hizo falta una revolución cultural e institucional para que se imponga la idea de salario. Hoy día están llevando adelante otra reforma cultural e institucional para que los sectores populares acepten el trabajo ‘flexibilizado’ como normal. Estamos ante el ascenso de un Estado liberal-paternalista: liberal para los empresarios y las clases acomodadas, paternalista para los obreros y sobre todo para las fracciones precarizadas del proletariado de servicios. Son los funcionarios de este nuevo Estado los que nos hablan de la necesidad de pasar a una ‘nueva economía’. A ellos hay que preguntarles: ¿De qué ‘nueva economía’ nos están hablando? ¿De la ‘nueva economía’ encarnada por Microsoft, las computadoras, Internet? ¿O de la economía de las penitenciarías y los institutos correccionales?”.
En el mismo momento en que entre nosotros el “ingeniero” Blumberg concitaba fervorosas adhesiones a su propuesta de implantar condenas a trabajos forzados, Wacquant alega a favor del pago de un salario mínimo a los presos, sin necesidad de contraprestación laboral alguna. “Los presos de Francia –dice- han sido siempre excluidos del ingreso mínimo. Pero recibirlo les permitiría disminuir las extorsiones a las que son sometidos en prisión. Gran parte de la población carcelaria sufre tal situación de indigencia que debe prostituirse hasta para conseguir el jabón para bañarse. Otro motivo que justificaría esta medida es que el encarcelamiento resulta muy caro para las familias de los presos. Éstos provienen ya de entornos muy desfavorecidos. Así se podría aligerar la alta carga económica que representa la detención para estas familias, que también están penalizadas, aunque no hayan cometido crimen alguno. Y hay una última razón, simbólica, que bastaría por sí sola. Darle ese ingreso mínimo a un preso significa que se lo sigue considerando parte de la comunidad, que no ha sido definitivamente excluido de la sociedad. Si le corresponde recibirlo cuando está afuera, ¿por qué no habría de corresponderle cuando está adentro? Eso minimizaría la separación, la marca simbólica, el estigma que pesa sobre los detenidos y ayudaría a su reinserción cuando salieran”.
En otra de las secuencias reveladoras de la película, el propio Bourdieu aparece encabezando la reunión de un grupo de investigadores jóvenes que están indagando sobre las consecuencias sociales de las políticas neoliberales. Todos coinciden en que desde el incremento del consumo de antidepresivos hasta el aumento de las tasas de delincuencia pueden convertirse en indicadores pertinentes en ese sentido. En un momento Bourdieu dice: “una de las grandes ventajas con las que cuenta la política neoliberal es su carácter casi secreto, ya que muchos de sus efectos sólo son evidentes en el largo plazo. Varias de las consecuencias más serias de la desinversión educativa, por ejemplo, se sentirán recién dentro de diez o veinte años”.
El mismo Bourdieu le explica a una periodista que lo está reporteando qué piensa del tipo de economía que actualmente nos domina: “Aunque pueda sonar utópico, y hasta banal, yo hablo de una ‘economía de la felicidad’. En la economía tal cual es hoy, según la definición dominante, se toman en cuenta costos y beneficios. Pero se olvidan sistemáticamente los costos y beneficios sociales, es decir, todo lo que no les resulta inmediatamente calculable y cuantificable. Así es como se terminan sobrestimando ciertos beneficios y subestimando ciertos costos. Consideremos por ejemplo la cuestión de la violencia urbana. Los funcionarios suelen pedirle a los sociólogos que estudien lo que ocurre en los suburbios para que les proporcionen recetas para combatir la violencia. ¿Son necesarios más policías? ¿O hacen falta más asistentes sociales? ¿La escuela puede jugar algún papel en la prevención de la violencia? Esas son las preguntas que habitualmente nos formulan. Pero de lo que están olvidando sistemáticamente de preguntarse es si las causas de la violencia no están en realidad fuera del universo violento. Causas que pueden ser muy obvias: la desocupación, el empleo precario, la inseguridad que genera el hecho de que el futuro sea incierto, la deserción escolar, el fracaso educativo de ciertos niños por su origen social o étnico. Se dice muy livianamente ‘reduciremos costos, eliminaremos planes sociales, despediremos dos mil obreros para bajar los costos de producción y así lograremos ser competitivos en el mercado mundial’. Pero no se percibe que lo que se está ahorrando por un lado se está gastando por el otro. Esas dos mil personas, sobre todo si son jóvenes arrojados a la desocupación, tienen mucho mayores probabilidades de consumir tranquilizantes en el futuro, pueden terminar siendo alcohólicos, adictos a las drogas, eventualmente traficarán y matarán. Si se pusiesen en la balanza todos los costos inducidos por este tipo de medidas de ahorro meramente económicas nos daríamos cuenta de que es una muy mala manera de hacer economía. Porque la que disocia lo económico de lo social termina siendo siempre una muy mala economía. Todo lo social es económico y no hay nada de todo esto que una verdadera economía no debería incluir: la tristeza, la felicidad, el placer de vivir, el gusto de pasear sin miedo a ser atacado, la calidad del aire que respiramos… Todo eso es economía. Recién lo estamos empezando a comprender respecto de la ecología. Aparecen costos sociales que son capaces de afectar a todo el mundo. Habitualmente llamamos ‘de interés general’ a los que es también de interés de los burgueses. Pues bien: también a ellos les toca. Porque cuando ocurre un accidente como el de Chernobyl, la nube tóxica no se detiene en las fronteras de un país ni en los límites de un barrio. Así que hagamos ecología, aunque sea de una manera interesada. Medidas que parecen económicamente muy racionales hoy (por ejemplo, ‘fabriquemos más Toyotas con menos acero’), pueden tener efectos terribles mañana. Son los mal llamados efectos ‘secundarios’, porque en realidad son ‘primarios’ en tanto conciernen a la salud física o psíquica de la población. Ciertas medidas que hacen subir la bolsa son pagadas, en principio, por algunas personas y, al final, por toda la colectividad. Hay ciertas cosas que la clase dominante debe hacer en su propio interés. Ni siquiera es necesario ponerse en moralista. Por eso les digo: ‘Pueden ser cínicos, pueden reírse de lo que le pasa a los demás, pero hay ciertas cosas que están haciendo que, además de malvadas, son estúpidas’. Van a terminar viviendo en especies de ghettos dorados con vigilancia privada. No van a poder salir sin custodios ni va a poder vivir sin montar todo un sistema de defensa. Permanecerán en especies de fortalezas sitiadas rodeadas por la violencia que ellos mismos han producido”.
El documental también incluye una visita de Bourdieu a Alemania, donde concurre como invitado al programa televisivo de Günter Grass, el gran escritor germano, autor de “El tambor de hojalata”. “Hoy vivimos en medio de la dictadura de la economía y de los economistas”, comenta Bourdieu. Y Grass agrega: “mis anarquistas amigos se sorprenderán porque nunca pensé que llegaría un momento de mi vida en la que reivindicaría una mayor intervención del Estado”. Entonces Bourdieu replica: “Sin dudas hoy hay que reclamar que el Estado recupere su papel regulador. Pero no podemos conformarnos con eso. Para no quedar apresados por la revolución conservadora debemos en realidad plantear la necesidad de inventar otro Estado”.
“La redistribución aumenta la criminalidad” (SIC)
Es muy fuerte el contraste con lo que sostienen los investigadores argentinos Di Tella y Schargrodsky en el trabajo realizado para el B.I.D. Por lo menos, si se atiende a la síntesis que Ana Barón, corresponsal en Washington del diario “Clarín”, publicó en la edición del 16 de febrero pasado.
En la introducción del informe, los autores explican que cada vez más frecuentemente los economistas están tratando de vincular la felicidad, la conducta humana y las creencias políticas. Se podría sospechar entonces que se adherirá, como reclamaba Bourdieu, a criterios menos miopes que los provistos por el mero cálculo de costos y beneficios de la economía tradicional. Y en verdad, lo que se enuncia en principio son datos muy alentadores: “las víctimas de delitos en la Argentina creen que los crímenes se deben fundamentalmente a que la distribución del ingreso es muy desigual y, por eso, los delincuentes no debieran ser castigados muy severamente”. Por el contrario, los afectados “están a favor de mejorar la educación y el empleo para reducir la desigualdad”. A esa altura, uno se siente tentado de exclamar: ¡Por fin una buena entre tantas malas noticias sobre la ‘inseguridad’! Porque parece que la machacona acción de los medios de comunicación que promueven la paranoia y la mano dura no les está dando demasiados frutos. “Los resultados –añaden Di Tella y Schargrodsky- indican que las víctimas de delitos desarrollan una opinión significativamente peor de la desigualdad en la Argentina, ven a la sociedad más desigual después de haber sido víctimas de un crimen”. No es lo que se esperaba hallar: “Encontramos que las víctimas de delitos son más favorables a que se tomen medidas para mejorar la igualdad, el empleo y la educación. Esto puede sorprender, porque en general uno espera que las víctimas estén a favor de medidas más duras, pero es consistente con el hecho de que después de haber sido objeto de un delito creen que la sociedad es más desigual de lo que pensaban antes”. En la misma edición e idéntica página de “Clarín” el investigador y ex funcionario Marcelo Sain aporta información coincidente: “En la última encuesta de victimización llevada a cabo en 2007 en la ciudad de Buenos Aires, 34,4 % de los porteños consideraba que la provisión de más y mejor educación constituye la medida más importante para reducir la inseguridad, mientras que 17,6 % cree que lo es el combate contra la pobreza y la desocupación”.
Pero, en lo que hace al informe de Di Tella y Schargrodsky, sólo hasta allí llegan las buenas noticias. Porque a continuación los investigadores efectúan consideraciones que, además de sorpresa, causan indignación. Admiten que les preocupa que los sectores afectados por la “inseguridad” adopten posiciones contrarias a las políticas pro mercado libre: “Si las políticas redistributivas obstaculizan el crecimiento económico (SIC) y la falta de crecimiento ayuda a alimentar las altas tasas de criminalidad, América Latina y también Argentina podrían estar atrapadas en un círculo vicioso: el crimen puede alentar creencias que promueven políticas que a su vez reducen el crecimiento y conducen a más crimen”.
¿Realmente creen Di Tella y Schargrodsky que la “redistribución” es la madre de la “inseguridad”? ¿Ignoran que han sido las “políticas pro libre mercado” implementadas sin anestesia durante los años ’90 las que nos condujeron a esta situación? ¿Cómo alguien dedicado al trabajo intelectual no puede percibir que lo que está sosteniendo no sólo es políticamente incorrecto sino lógicamente incorrecto? ¿Su consejo de apagar el fuego con un bidón de nafta se debe sólo a la ceguera ideológica o está fundado en el deseo de decirle al organismo internacional que los financia justamente aquello que espera oír? ¿Es estupidez o cinismo? En medio de la desazón que provocan los “estudios” de estos “intelectuales”, consuela saber –como dice Sain- que “la propia sociedad parece tener sobre estos temas una visión mucho más inteligente”.
Carlos Gassmann