Dentro de un par de meses, el 22 de febrero, se cumplen 5 años del crimen de Sandra Ayala Gamboa. Un caso que todos recuerdan por el cruel desenlace: el cuerpo apareció en un edificio estatal de La Plata a seis días de su desaparición. El juicio oral será el año próximo. El único imputado es Diego Cadícamo, un violador serial de 33 años acusado de otros nueve casos. El drama de la migración, la postura del femicidio y un interrogante abierto: ¿Por qué, si fue Cadícamo, sólo mató a Sandra entre todas sus víctimas?
Por Juan Manuel Mannarino
La tarde del jueves 22 de febrero de 2007, Marcelo Argañaraz, teniente bombero del Ministerio, dejó por un momento su puesto de vigilancia y cruzó la avenida 7 a comprar un paquete de cigarrillos. Hacia la izquierda del kiosco había una galería con pequeños negocios, y del otro lado una casona con una puerta de doble hoja de madera. Allí funcionaba el Archivo del Ministerio de Economía de la Provincia de Buenos Aires, que estaba a punto de reinaugurarse tras casi un año de obra en construcción.
Argañaraz quiso saciar la necesidad de fumar, como todos los días, y algo lo paralizó.
-Muchachos, acá tienen un fiambre- largó de golpe, y los empleados del kiosco rieron. Lo tildaron de loco
-El olor sale del pozo séptico de acá al lado. ¿Sabés que con la construcción hubo problemas con las cloacas? -contestó uno de los empleados.
Con la casona en obra, las cañerías habían estado tapadas. Argañaraz, obstinado, negó con la cabeza. Nadie imaginó que estaba hablando en serio.
-No es olor a cloaca, muchachos. Este es el olor de un cadáver.
Dieron unos pasos hacia la puerta de doble hoja de madera. El olor a podrido estallaba las bisagras. Argañaraz volvió hacia el Ministerio y pidió la llave de la casona a la intendencia. El Archivo lucía deshabitado. El teniente subió primero, y en la puerta de la cocina, bajo el zumbido de una nube de moscas, halló el cuerpo de una joven, boca abajo, desnuda y en avanzado estado de descomposición. Estaba con el corpiño puesto y un trapo anudado sobre el cuello: la habían estrangulado. Tiempo después se sabría que la mataron con su propia remera. En uno de los baños, a metros de la cocina, había una bombacha rosa. No había rastros del pantalón por ningún lado.
Más tarde, en la morgue, el cuerpo fue sometido a la rueda de identificación. La policía, que tenía la denuncia de desaparición hacía unos días y no había hecho los rastrillajes suficientes por la zona, convocó a los familiares. Se comprobó que el cuerpo había estado encerrado casi una semana. La cara estaba irreconocible por los seis días pasados a la intemperie, con más de treinta grados de temperatura de ese verano platense que parecía taladrar el cemento. Tenía un fuerte golpe en la cabeza, el pelo negro ensangrentado y señales de una violación. Llevaba dos tatuajes: uno en el pecho, cerca del corazón: el dibujo de una virgen semidesnuda bajo la palabra “virgo”. El otro, debajo de la nuca, un ideograma que significaba “Trabajo, Amor y Salud”. La madre de la joven, al borde del desmayo por el brutal desenlace, se negó a pasar. Los testigos que entraron, entre quienes estaban el novio y la suegra, vieron los tatuajes y no dudaron. Era Sandra Mercedes Ayala Gamboa.
El viernes 16 de febrero de 2007, cerca de las 14.30 y a unas cuadras de plaza Italia, Diego Cadícamo preguntó en una verdulería si alguien conocía a una niñera. Pagaba 10 pesos la hora. Minutos antes, Walter Silva De la Cruz, 38 años, peruano, había salido de la pensión de avenida 44 y 6. Entró al negocio y escuchó las palabras del hombre y enseguida se acordó de Sandra, 21 años, también peruana, la novia de un amigo suyo llamado Augusto Díaz Minaya.
Walter le comentó del trabajo y Sandra salió hacia la entrevista, a unas cuatro cuadras de allí. No encontró a nadie y regresó con Walter. Luego llegaron hasta la avenida 7 entre 46 y 47, en la vereda de un banco, y en breve apareció Cadícamo, quien les dijo que la entrevista de trabajo la haría en la otra cuadra.
Caminaron unos metros. El supuesto empleador detuvo la marcha frente a una casona. Pidió que lo esperaran entre 15 y 20 minutos porque tenía que ir a lo de una hermana a buscar a los hijos para presentárselos a Sandra. A los pocos minutos, Walter regresó a la pensión y ella quedó sola. Eran cerca de las 15.30. Nadie los vio entrar ni salir de la casona. Y desapareció.
Sandra salió desde Perú el 25 octubre del 2006. Viajaba, según dijo a su madre, para estudiar Medicina. Había rendido dos veces el examen de admisión en las universidades de Villareal y San Marcos sin haber alcanzado el límite de aprobación. El título de Enfermera que ya poseía no era suficiente. “No hay como el guardapolvo blanco de un médico”, les decía a todos.
-Quédese tranquila, mamita. Si me va bien, se vienen vos y Rony a vivir conmigo. Si me va mal, vuelvo.
Según la madre y el hermano, quienes vivían con ella, Sandra “estaba rara” antes del viaje. El comportamiento amable, su temperamento (además de enfermera era cosmetóloga y vendía ropa y sandalias) se habían transformado desde la muerte de Martín, el novio de toda su vida. Eso fue en abril de 2006. Sandra entró en un pozo depresivo y sólo salía para completar los estudios de enfermería.
En agosto del mismo año, Sandra salió a bailar con una amiga y conoció a Augusto Díaz Minaya, un muchacho del barrio que nadie respetaba. Todo fue rápido: dos meses después, el muchacho debía regresar a la Argentina, donde vivía, y ella se fue con él. La chica que nadie imaginaba alejada de la familia, viajaba a un país desconocido. La chica que anunciaba las decisiones de forma racional, se iba como corrida por un impulso. La chica que deslumbraba por el carácter maduro, se enamoraba de un pibe sin estudios, asociado al alcohol y la ratería. Así de golpe.
¿Sólo llegó a La Plata para estudiar una carrera universitaria? ¿Viajó para escapar de algo? ¿La familia Díaz Minaya la ayudó esperando una retribución?
Algunos investigadores, entre las sombras, aún no se salen del asombro.
Desde que Argañaraz encontró el cuerpo en el Archivo del Ministerio de Economía, reinó la confusión. Un cadáver hallado en un edificio estatal es un suceso extraordinario. Se asoció a Sandra con un posible caso de trata de personas. Desde este ángulo, Walter Silva, el vecino que acompañó a Sandra a la entrevista, fue visto como un “entregador”. Si le sumamos que Sandra se vino desde Perú con un novio que apenas había conocido tres meses antes y que le había bancado los gastos del pasaje, el pasaporte y la estadía, la hipótesis avanzaba hacia el edificio público: ¿Por qué Sandra apareció allí y no en otro lugar? ¿Por qué la policía demoró el allanamiento si había testigos que decían haberla visto en la puerta antes de entrar?
La militante Isabel Burgos, que conformó la “Asamblea por Sandra” y que fue perito del caso, cree que hay femicidio porque “se visibiliza la razón del crimen por el sólo hecho de ser mujer en una cultura dominada por los patrones patriarcales y agravado, en esta oportunidad, por las relaciones de poder dado el protagonismo del estado”. La feminista está indignada porque, a su criterio, el fiscal no investigó la pensión donde ella vivía. Hubo varios episodios de violencia que Sandra sufrió durante los tres meses que estuvo en La Plata y que denunció en la Comisaría 1ra.
“Sandra había sido víctima, desde su llegada a La Plata, de golpes, humillaciones y privaciones. Esto motivó a Nelly, su madre, a enviarle dinero para el pasaje, con carácter de urgente. La madre no entiende por qué su hija buscaría un trabajo si lo único que deseaba era regresar a su país, y tenía el dinero para hacerlo. Pero lo que Sandra no tenía en su poder era la documentación necesaria para viajar, porque la familia del novio se la había sustraído, bajo amenazas”, explica Burgos. Las denuncias están respaldadas por testigos policiales. Un entorno de violencia que, para el fiscal, no fue lo suficientemente importante para el trágico destino de días posteriores.
Diego Cadícamo, principal sospechoso del crimen, cayó a comienzos del 2010 en Apóstoles, un pueblo de Misiones. Hacía tres años, desde que se había ido de La Plata, que vivía en la casa de una hermana. Una tarde secuestró con una moto a una nena de 15 años. Se la llevó a un galpón, en la periferia, y la violó. La piba sobrevivió de milagro y lo denunció.
El fiscal Fernando Cartasegna ordenó el cotejo de ADN de este caso con una colilla de cigarrillo encontrada en la escena del crimen de Ayala Gamboa y con los rastros de otras violaciones ocurridas en La Plata entre 2005 y 2007. Se había armado la serie policial más escalofriante de los últimos tiempos. Era Diego Cadícamo.
Cartasegna piensa que es el único culpable de la violación y el crimen de Sandra Ayala Gamboa. También lo cree así Miguel Maldonado, perito psiquiátrico del caso. Ambos se respaldan en los siguientes indicios: es el patrón que utilizó con sus otras víctimas, es su zona de violación, hay una filmación de un banco que certifica el encuentro con ella y el vecino, está el ADN de Cadícamo y el “cuasireconocimiento” del testigo Miguel Silva. Y un violador como él es implacable: nunca actúa con otro. Solo y desesperado, olfatea el camino hasta llegar a la presa. Los dos dicen: la mató porque Sandra fue la que más se resistió y antes de ceder, como lo hacían las demás, peleó hasta la muerte.
Cadícamo siempre atacaba entre las nueve de la mañana y las cuatro de la tarde, la mayoría cerca de Plaza Italia y con diferentes modalidades. Las engañaba con entrevistas de trabajo pero también simulaba situaciones dramáticas. No era un cazador oculto. Era un tipo extremadamente agresivo. Más de una vez las sometía con armas blancas, a cara descubierta. Cambiaba el modus operandi. A veces actuaba caminando, y otras en bicicleta.
Está con prisión preventiva desde febrero de 2010 a la espera del juicio oral y público, bajo los cargos de “robo calificado por el empleo de arma, abuso sexual con acceso carnal, coacción, robo simple, homicidio simple y abuso sexual con acceso carnal agravado por el empleo de arma”. Será un megajuicio a desarrollarse el año próximo: declararán 135 testigos en 19 días de audiencia. Son nueve casos confirmados. La mayoría son chicas peruanas, y hay bolivianas y argentinas. Mujeres, muchas menores de edad, migrantes, desocupadas y pobres.
La familia de Sandra, núcleos feministas y agrupaciones políticas piensan que hay muchos responsables. Si bien asumen que Diego Cadícamo participó del crimen, sospechan de un posible encubrimiento. Creen que el fiscal quiere cerrar rápido el caso para reabrir el edificio. Están inquietos y se formulan los siguientes interrogantes: ¿Cómo entró Cadícamo al Ministerio? ¿Cómo sabía que a esa hora no había nadie en el edificio? ¿Quién le dio la llave? ¿Hay otros ADN en la escena? ¿Se aclaró de quiénes son?
Ernesto Martín, ex abogado de Nelly Gamboa, pensaba lo mismo: alguien fue cómplice de la entrada de Cadícamo al Archivo. “Una de las clave del caso está en la llave del edificio. Es decir, cómo hizo el tipo para conseguirla. Y otra clave del encubrimiento es investigar en detalle la gente que entró al edificio durante los días que estuvo el cadáver. Hay gente que declaró ver la bombacha y otros confunden horarios y días. Es posible que algunos de ellos hayan visto el cuerpo y miraron para otro lado”, aseguró Martín.
El crimen de Ayala Gamboa, por su carácter emblemático, golpeó algunas conciencias. La cara de Sandra, incrustada en las paredes céntricas, es un signo incómodo. Es una imagen que manifiesta una realidad: las mujeres de clase baja, pese a ser mayoría, siguen siendo pisoteadas. Porque, detrás de los enigmas del caso hay un telón de fondo que el violador serial destapó como una olla a presión: los migrantes y pobladores de la periferia que no la tienen fácil y deben hacer enormes sacrificios para vivir. Son mujeres que están expuestas a cualquier tipo de abuso. No son las que tienen el respaldo de una familia ni de ninguna institución. No son las que cuentan con un destino asegurado ni una estabilidad afectiva. Son las que, si alguna vez acceden a la universidad, deben abandonar por la carga de más de diez horas de trabajo diario. Son las que, como Sandra y como tantas otras, sueñan con una ilusión hecha de barro, las que luchan con hijos a cuestas después de la fuga de los maridos, las que se desesperan por una paga de diez pesos por hora. Las que son tratadas como carne de cañón, las que esperan que sus casos no se archiven en la justicia.