La toma en “La Aceitera” de Arana

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Foto: Colectivo Garabatos

Mientras fotógrafos de diarios y camarógrafos de canales de televisión apuntan sus lentes a un edificio que se cae a pedazos producto de una construcción lindera sin control, en esta nota decidimos referirnos al mismo tema, la crisis de la vivienda, pero con otra imagen, otro cuadro… otra toma.

Por Javier Sahade

Corren Priscila, Zaira, Ivón, Luciana, Rocio y unos cuantos pibitos y pibitas más. Gritan, se ríen, se disfrazan. Cerca hay una enorme olla cada vez más fría y más vacía, junto a una pila de platos de plásticos que esperan ser lavados. Algunos perros se acercan con la cola entre las patas, sabiendo que no corresponde poner el hocico ahí. Entonces, entre algún ladrido y alguna risa de niño, se escuchan martillazos. Primero el golpe seco que fija el clavo a la madera o a la chapa vieja, después tres o cuatro profundos que buscan penetrar y llegar al tirante. Es el sonido de un sueño de casa propia para 22 familias del Barrio La Aceitera de Arana, en 132 y 640. Es el ruido que se mete en el grabador de La Pulseada el día que los visitamos, pocas semanas después de que esos vecinos decidieran recuperar un terreno que estaba abandonado, organizarse en asamblea, dividir los lotes en formas iguales, dejar el lugar para una placita y levantar llena de colores la primera biblioteca popular de la zona.

Las razones

Lourdes tiene 20 años. Hasta hace unos meses, soltera, con un hijo, embarazada y con su papá internado a punto de morir, iba a quedar en la calle. Había vivido en Arana cuando era chiquita, antes de irse al Conurbano y volvió para estar cerca del hospital donde estaba su padre, que falleció hace pocos días. Las hermanas no podían alojarla. Lourdes fue entonces la primera en ocupar e instalarse en el abandonado club 12 de Octubre, donde rodeado de yuyos, barro y pastos largos, había una construcción de material. Tan en desuso estaba que tiempo atrás, alguien aprovechó para violar allí a una chica. Un par de semanas después que Lourdes se fuera a vivir a ese lugar, otras familias de la zona, que primero se habían acercado para ayudarla, se sumaron a ella. Algunos son jóvenes que vivían apretados en casas precarias no sólo con sus hijos, sino también con sus padres y hermanos. Otros, son caseros de quintas o del Vivero Ferrari que tiene varias hectáreas de plantas y árboles. Fueron esos jóvenes y trabajadores explotados con el riesgo de quedar en la calle, quienes formaron el nuevo barrio a partir del 28 de agosto.

“Son 22 familias de las cuales muchas son hijos de vecinos que viven en el barrio y otras que viven en las quintas de la zona, donde los dueños le dan un lugar, pero viven sin condiciones dignas. La mayoría es gente del barrio que vivían en casas prestadas o en una misma casa dos o tres familias. Por eso, ante la necesidad de viviendas, se decidió defender esta toma”, explica Christian Torno, integrante del Colectivo Garabatos que desde hace más de diez años trabaja junto a los vecinos del lugar. “Sí, acá viven hacinados: cinco chicos durmiendo juntos en una casita de dos por tres… Durmiendo, bueno…”, agrega Iris, la mamá de uno de los jóvenes instalados en el nuevo barrio. Ella sabe de rebusques y de peleas por un derecho básico como es la vivienda. Hace 28 años llegó a Arana cuando las tierras eran de un solo dueño. Había pasado poco tiempo de la dictadura, cuando a la zona se la conoció por el funcionamiento del Destacamento y el Pozo de Arana, dos centros clandestinos de detención. Iris llegó con su familia, desde Bavio, a trabajar como cuidadores de quintas. Cuando el patrón decidió vender, se quedaron sin nada. Fue en ese entonces que su papá, su mamá y sus siete hermanos decidieron entrar a la abandonada fábrica de aceite que le da nombre al barrio y transformarse así en uno de los primeros “usurpadores”. “Habíamos hecho el techo con palos y chapa –recuerda–. Cuando había viento, nos agarrábamos de una soga para que no se vuele. Yo vi crecer el barrio. Vino gente de Santiago, Salta y Bolivia que venían a los campos. Vos ves cómo viven en las quintas y te querés morir”.

Mirta también llegó hace mucho. Tiene 34 años y vive en La Aceitera desde hace 11 años cuando arribó desde Misiones. Su único ingreso era el trabajo en quintas de su pareja y las changas que hacía (salir con el machete, hacer pozos de baño, etc). Primero se alojó en lo de una vecina, hasta que otro vecino le dio un “pedazo” de su terreno y entre todos la ayudaron para hacer una piecita donde hasta los primeros meses de este año llegaron a vivir 9 personas: Su mamá, su suegra, su marido Emilio y sus cinco hijos, Nicolás, Ayelen, Priscilina, Emilito y Benjamín. “Estábamos medio incómodos”, dice. Decidieron formar parte de la toma cuando vieron que participaba gente del mismo barrio, compañeros de la escuela de los chicos que estaban en la misma situación. Mientras se sienta a darle la teta al más chiquito, Mirta cuenta que en las tierras ocupadas se están haciendo dos casitas, una para ellos y otra para el hijo más grande. Un vecino les prestó chapas para el techo y para las paredes. “En la otra casa ahora quedamos tranquilas las dos viejas”, dice Priscila, la mamá de Mirta, una paraguaya criada en Misiones que se vino a La Plata para atenderse por problemas de salud. “Las viejas” viven solas, ahora, pero sin el lavaderito: lo tuvieron que desarmar para usar la madera.

Patricia tiene 26 años y sonríe como nena detrás de su cara morocha, dura y redonda. Vino de Corrientes hace unos diez años para buscar trabajo. Decidió formar parte de la toma porque estaban en “casa ajena” en la quinta donde trabaja junto a su marido, cuidando caballos, entre otras tareas. Cobran, por grupo familiar, 700 pesos. El otro ingreso que tienen es la Asignación por sus hijos de 6, 8 y 10 años. Siempre tenemos problemas con los dueños y le tenés que pedir permiso para todo… No tenés tu lugar propio –cuenta Patricia-. Por eso esta necesidad. Además, habían venido compradores a la quinta y si venden…”. Completamos nosotros: Si venden, quedaban en la calle tres chiquitos con su mamá y su papá. A la toma llegaron primero para apoyar, porque conocían a casi todos los protagonistas, ya sea por la escuela de los chicos o la salita sanitaria. Después decidieron formar parte. La Pulseada charló con Patricia junto a los restos de un fuego que sirvió para calentar la noche, debajo de una pequeña carpa hecha con palos y nylon negro. En esa porción de tierra elegida para vivir, no hay maderas, chapas ni ruido de martillos. Reconoce que siente miedo por un posible desalojo y que no empezó a “levantar” la casa porque se gastaría todos sus ahorros.

Viviana vivía en la casa de su mamá y su papá, junto a su marido y cuatro hijos, “tres varones y una nena de un año”, detalla. Decidieron formar parte de la toma porque no tienen dinero ni para alquilar, ni para sacar un crédito. Su marido trabaja arreglando televisores y ella cobra una pensión por discapacidad luego de que un infarto cerebral le dejara la parte izquierda del cuerpo con movimiento involuntario. Mientras nos muestra la nueva construcción hecha de maderas y chapas compradas con los ahorros de su mamá y su papá, Viviana reconoce que se siente “rara” porque “nunca hicimos esto”. Se refiere a tomar un terreno. “Lo hicimos porque conozco a la gente por la escuela de los chicos. También para que los chicos tengan amiguitos para jugar y ya se empieza a ver acá que venimos y ni se escuchan porque se van a jugar a la canchita. Es otra vida, nada que ver”. A pesar del “chiflete” que entra por la unión de las maderas, Viviana se muestra esperanzadora. “Para comer y eso, comemos en la cama. Saco la frazada, pongo la frazada. Es todo un tema, pero estoy contenta. Es jodido porque quieras o no, yo estaba viviendo con mis viejos en casa de material… Es durísimo para el que no viene de casillas. Queremos que salga bien. El esfuerzo lo hacemos porque sé que va a salir bien”.

“La gran deuda”

“Se decidió defender esta toma ante la necesidad de viviendas de los vecinos del barrio -cuenta Christian Torno, del Colectivo Garabatos-. Desde un principio se quiso hacer una toma organizada para no volver a repetir el mismo problema que tienen otros barrios que son casillas con pasillos y que cada familia pueda tener su terreno donde poner una huerta, un pedacito de patio…”.

Los terrenos estuvieron abandonados por años. Hace una década funcionó el club de fútbol 12 de Octubre, pero después quebró y la propiedad quedó en manos de seis personas que cedieron su uso a la ONG Enlazando Sonrisas. Según los vecinos, esa Organización Sin Fines de Lucro solo hizo algunas actividades y festejos de cumpleaños.

“La decisión fue casi unánime, pero no es que nos conectamos y nos juntamos en grupo a decir ‘bueno, vamos a agarrar y tomarlo’ –explica Mirta-. Estaba en el pensamiento pero nadie se decidía. La chica tomó ahí y estuvo como un mes ella sola, pero se ve que a algunos vecinos les dieron ganas. El 28 empezaron a venir gente del Vivero y de allá. ‘¿Qué pasó?’, le decíamos. ‘Vamos a tomar’. Vinieron muchas personas y después no había más espacio”.

“Estos terrenos estuvieron abandonados por más de diez años y nunca se preocupó nadie por habitarlo –relata Christian–. La idea es que la toma de estos terrenos sirva para mejorar el barrio y fortalecer la organización de la gente. Ni bien empezó todo, las familias se juntaron en asamblea y de ahí surgió la necesidad hacer una plaza, una canchita, una biblioteca que el barrio no tiene”.

“Tratamos de ser prolijos, de lotearlo como para que no pase lo que pasó allá”, dice Iris, elegida Tesorera de la asamblea. Cuando dice “allá”, se refiere a la fábrica de aceite porque el barrio donde ella creció también surgió de una ocupación. “Allá se fue superpoblando y terminamos con casillitas todos pegados, sin patio ni tierra”. Lo dice mirando a su hijo y su nueva casa, todavía con techo de nylon negro.

“Todos los pibes van a la escuela del barrio, a la salita… Es decir, lo que se está pidiendo es resguardar la identidad y la historia de las familias en Arana –continúa Christian-. Hay una diferencia entre la ilegalidad de una toma de tierras y la legitimidad. Esta toma es legítima porque las familias están exigiendo un derecho básico y es una de las problemáticas que tiene la Argentina: la gran deuda de la vivienda”.

“A mi me parece que está bárbaro esto que está pasando –opina Tony Fenoy, que junto a Carlitos Cajade y al Padre Alejandro Blanco llegaron hace muchos años a acompañar a los vecinos de La Aceitera-. La tierra es de todos y la tienen que ocupar aquellos que la necesitan. El argumento de la clase media que dice ‘bueno, yo lo gané con mi trabajo’, sería un argumento válido si todos tuviéramos trabajo. Esto es lentamente hacer justicia, aunque es el Estado el que tendría que ayudar para que las cosas estén mejor repartidas. A veces lo que no se consigue por derecho, se consigue de otra manera”.

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