A tres meses del desastre de abril, la historia de Tati, una de las víctimas fatales. Chiquita, su gran amiga, la recuerda y destaca el rol de los jóvenes: “Sin ellos hubiera muerto aun más gente de mi edad”. Y su familia trata de que todo vuelva a florecer.
Por Josefina López Mac Kenzie
Hoy, Laura “Chiquita” Acosta cumple 76 años, justo cuando se cumplen tres meses de la peor inundación que recuerde. Una crecida en la que perdió a su vecina de cuadra, su amiga y mitad.
—¡El almacenero me decía a mí Tati! —dice Chiquita, para ilustrar su “simbiosis pese a que éramos diametralmente opuestas en nuestras ideas”. Tati jamás usó vaqueros; Chiquita sí. Tati fumaba mucho; Chiquita ya no. Tati tenía “creencias más antiguas”; Chiquita se define “más moderna”. Tenían sus “agarradas”. Pero eran incondicionales entre sí: “Unos matecitos; una copita… como una familia grande, con sus problemas, compartiendo siempre de una casa a la otra”, cuenta.
Al su lado, en el comedor de su casa de 36 entre 29 y 30, está su esposo, Juan Reginato (82), que señala en el patio hasta dónde llegó el agua. A los tres los une una amistad de 50 años. Los “une”, sigue diciendo Chiquita, y explica: “Hablo en presente porque aunque haya cambiado para mí es la casa de Tati».
La casa de Tati (María Beatriz Velinzas), que no llegó a cumplir los 79 el 29 de abril e integra el listado oficial de muertos por la inundación, efectivamente cambió. Tiene nuevos habitantes y un mural. Fabricio Breccia, su nieto, vive ahora allí con Romina, y el artista Luxor acaba de estampar dos dibujos: por un lado dos rostros y por otro, dos pájaros (un motivo constante en su obra).
—Acá vivían mis abuelos y no es la inundación lo que los identifica —explica Sofía Breccia, que aún escruta con dolor las circunstancias de la última noche que pasó su abuela, mientras ella y su mamá, Alicia Maiori, no podían llegar a rescatarla. Eso sí: Romina pintó con celeste, en una columna del patio de Tati, la marca —impresiona su altura— del agua, y el fin de semana que viene Luxor va a pintar en el barrio algo sobre la inundación propiamente dicha.
Uno de los pájaros de Luxor tiene una flor en la cabeza y un cigarrillo en una pata. Tati fumaba, y bastante. Sofía y Chiquita admiten que ellas mismas le compraban los cigarrillos a pedido:
—Me decía ‘¿Vas a venir? Traéme tres atados de Le Mans Suave Largos’ —cuenta su nieta, que pasa por todas las emociones. Cuando el 3 de abril bajó el agua y se llevaron el cuerpo de su abuela, Sofía encontró en la casa los paquetes de cigarrillos, mojados, que acopiaba en cajones.
A su esposo, Ángel (fallecido años antes), le gustaba el tango, por eso el otro pájaro tiene un sombrero y la frase “volverá a florecer”.
A Sofía a veces le cuesta demasiado dormir, y todo el tiempo se pregunta si el agua “la pasó o no a mi abuela”. Porque los muebles quedaron en determinada posición y porque había cosas secas, analiza: una canasta con cosas y dinero, y unas pantuflas, con las que esperaba ser rescatada, asegura. Chiquita coincide: dice que “era muy bicha, una mujer muy reflexiva, que sabía resolver situaciones sin perder el control”. Pensarla sola, tantas horas, bajo el agua y con este final le parece “imposible”.
El ruido del agua
“Estamos acostumbrados al agua y mi papá ponía las compuertas cuando empezaba a llover”, recuerda Alicia, que creció en esa casa. Pero llovió demasiado:
—Esta vez vi la peor película de terror de mi vida —asegura, e imita el ruido del agua. Sofía también suele referirlo—. No puedo olvidar el ruido del agua y tengo pesadillas.
Ellas viven en otra zona, 62, 24 y 25, donde el agua llegó a un metro y medio. Como en media ciudad, durante la tormenta se quedaron sin luz, teléfono y agua corriente. Refugiaron gente. Vieron autos encimados, puertas trabadas por la resistencia del agua, una familia atada de una soga y fuego de la destilería de YPF. Fracasaron al llamar a Bomberos, 911, Defensa Civil y comisaría (la Cuarta). Y oyeron pedir auxilio a gritos. “¡Nos estamos ahogando, Alicia!”, recuerdan ahora.
—Con mi primo nos gritábamos de patio a patio —recrea Sofía.
La última persona con la que habló Tati fue otra de sus nietas, que no podía llegar. Un vecino intentó rescatarla a las 21 pero ella no tomaba dimensión, no quería salir, contó él llorando, días después. Tati sabía vivir sola.
Ni bien pudieron, Sofía y Alicia unieron su barrio y el de Tati a pie, por 60 hasta 31. “¿No viste un Fiat rojo?”, “¿No viste un gol azul?”, recuerdan que les preguntaban por un camino de vehículos dados vuelta y personas que se hablaban de balcón a balcón.
Llegaron de día. Chiquita ya lo sabía:
—Cuando me gritaron “¡está muerta!” no lo podía creer —sintetiza la mujer de 76 años, rescatada por un vecino junto a Juan. Creían que Tati había logrado salir. Pero no contestaba.
La encontraron arrodillada sobre su cómoda, como rezando, con una expresión tranquila (Alicia y Chiquita lo cuentan igual) entre muebles deshechos, algo lastimada. Fue una de las primeras víctimas en ser identificadas. Había una ambulancia con otros seis cuerpos y tres policías de civil. Después se sumaron los de Científica. Lo que expresó uno de ellos retrata el desorden de una ciudad con tragedia completa y sin protocolo: “Yo me tuve que ir de mi casa a trabajar pero tenía un metro de agua”, contó.
Sofía le da vueltas al asunto. Está segura de que su abuela preparó todo para irse. Se pregunta cómo fue. Si el agua entró y fluyó así o asá. Si la canasta flotó. Pero sobre todo lo que no se entiende que en ese barrio murieron ahogadas al menos 8 personas en dos manzanas. Por una lluvia.
Muertos y avivados
El 3 de abril a la tarde “la morgue era un caos total —cuenta Alicia—. Había muchos cuerpos. Todas las cúpulas de las comisarías habían llevado a todos los oficiales para hacer todo más expeditivo y no hacer autopsia porque no había luz y hacía un calor agobiante. Me traen un papel y lo llenan. Lo teníamos que llevar a la funeraria y enterrarla”.
En la casa Osacar los terminaron de marear entre ofertas y dudosísimas propuestas de facturación: “Comprá un cajón de $1.000, te hago la factura por $ 1.800 y vas a la Anses a cobrar el subsidio”, les decían. Como la mayoría de las funerarias de La Plata, Osacar recibió muchos servicios esos días.
Alicia agrega que en el papelerío pusieron Pami cuando la obra social de Tati era Luz y Fuerza. Y que para llevar a su madre al cementerio “a Osacar había que darle $1.200; $800 de papeles de Administración y $400 por la cruz”, que según averiguó ella, valía en ese momento $50.
Un tenebroso tironeo de telefonazos también formó parte de la película de terror de Alicia. En esta escena, personal de la morgue pide la firma de la autoridad del Registro de las Personas pero ésta no quiere firmar, al tiempo que el fiscal de turno asegura que cierto papel “sí servía” pero personal de la funeraria dice que no: “Vayan a la fiscalía a buscar un papel de verdad”, le dijeron desde Osacar a Alicia. En el medio hubo un velorio de entre 10 y 12 horas que Tati no hubiera querido, su nombre y edad quedaron asentados con errores en la lista oficial de fallecidos difundida por el gobierno y en la morgue le robaron hasta la alianza.
Y hubo más. Durante la tormenta no pasó nadie, pero después a la familia de Tati le llovió burocracia. Los visitaron de Desarrollo Social, de la Asistencia a la Víctima municipal, de la Anses, del Ministerio de Justicia, de Presidencia… Alicia tuvo una reunión en que el intendente, Pablo Bruera, le mostró un gráfico de precipitaciones; y otra con abogados del Municipio que le hablaron de la reparación económica. Debió asistir a homenajes, tolerar fotos y oír la interna: “No vayas a la marcha porque es de la oposición”. “No le creas a Municipio”. “No confíes en Provincia”.
—Lo que necesito es una soga y un bote para la próxima, ya que nadie me escucha —les dijo a algunos de los visitantes. Al intendente le resumió: “Mi mamá merecía morir calentita”.
Lo que más rescata es lo solidario. Julián y Charly, los cerrajeros que pasaron destrabando incordios con puertas. Y “Guanzetti, que con su pala mecánica levantó la basura cuando no pasaba el Estado”, enumera Alicia.
“Nos salvó la juventud”
Para Chiquita lo que pasó fue “un tsunami”. Por eso se le ocurre comparar: “Yo nunca estuve en el mar, pero cuando sentí el agua que me avanzaba entré en pánico…”. En esa zona muchos vecinos sintieron que los llevaba la corriente.
Al chico que los salvó, Leonardo, le debe “la vida”: “Que en ese momento él apareciera y me dijera ‘nos vamos ya’ y ‘sí que podés’, yo temblando de miedo, para mí fue…”, expresa la mujer, agradecida. Junto a Juan, los sacaron por una ventana tras arrancarle la tela mosquetera y pasaron toda la noche despiertos. Se gastaron todas las velas: “¡Hasta las de cumpleaños usamos!”, cuenta el matrimonio.
—Nos salvó la juventud. Los jóvenes fueron maravillosos. Si no hubiera sido por ellos hubiera muerto aun más gente de mi edad —repite Chiquita—. Lo positivo de esto es la solidaridad, que es maravillosa y te puede hacer comprender lo equivocada que estuviste. Lo negativo, la inoperancia de los funcionarios. Y me gustaría decírselos en la cara”.
“Juan perdió todas sus fotos y recuerdos de Italia, que es lo único que te queda”, suma. “Medallas, recuerdos de la escuela, ¡boletines!”, agrega él, que tras el 2 de abril recibió llamados de familiares desde su país de origen y desde el consulado. Para Chiquita “ellos conocían la dimensión de lo que estábamos viviendo”, mientras que acá “no vino nadie desde la esfera gubernamental”. La pareja perdió zapatos, colchón, tensiómetro… Así como Sofía perdió libros. A Alicia se le estropeó el auto. Y ambas perdieron bastante el sueño. No sólo cuando llueve.
Los amigos de Tati también recuerdan a una vecina, doctora, que “pasó la noche en el techo con su perro y bajó violeta”. A una mujer que se quitó la vida dos o tres días después de la inundación. Y a la señora Ana (94), que “contaba que perdió todas las camisetas pero sin embargo puso toda la onda para que esto no decaiga y consolaba a gente joven y vieja”. La juventud, la mente abierta y la falta de atención de los funcionarios. Eso es lo que más repite Chiquita, que se considera “una peronista pero de Evita” y está enojada.
Aunque pasaron tres meses, en el barrio la catástrofe aún domina la conversación. “El otro día me dicen ‘¡Chiquita, me alegra verte!’. Creo que pensaron que estaba muerta”, se sincera la amiga de Tati.
El certificado emitido por la oficina centralizadora de defunciones del Registro de las Personas dice que María Beatriz Velinzas murió el 2 de abril a las 23, por una insuficiencia respiratoria aguda; asfixia por inmersión; que tenía 78 años y era viuda.
Le gustaban las plantas, los pájaros y los Le Mans Suave Largos, repiten todos. Era «leal y reflexiva», dice Chiquita. Y «la señora de la verdulería le decía ‘la señora de las mandarinas’”, recuerda Sofía.
Sus nietos escribieron esto:
Fabricio (periodista): Ahora la casa está vacía
Sofía (estudiante de historia): De la isla al Cementerio
2 commentsOn La señora de las mandarinas
La señora de las mandarinas Gracias por compartir con todos nosotros toda esta practica información. Con estos granitos de arena hacemos màs grande la montaña Internet. Enhorabuena por este post.
MIS TRES HIJAS TAMBIEN LLORAN A TATI…POR QUE SON SUS NIETAS….Y POR QUE FUERON LAS TRES ULTIMAS VOCES QUE SU ABUELA ESCUCHO,POR QUE CUANDO LLAMO A CASA YA NO SE PODIA SALIR….TAMPOCO SU HERMANO LITO AL CUAL LLAMAMOS, POR QUE ESTABA MAS CERCA Y SE FUE PARA RESCATAR A SU HERMANA….Y NO LO DEJARON PASAR….NADIE PUDO HACER NADA!!! NI SIQUIERA UN RECUERDO DE SU ABUELA…POR QUE TODO SE TIRO!!! EN ESA CASA… PASARON SU INFANCIA!! PARA JESSICA, SABRINA Y DANIELA….YA NADA ES IGUAL…..