Recorrer el país permite conocer paisajes y personas, lugares y habitantes, historias y enseñanzas. Crónica del encuentro con una tintorera que integra un proyecto textil apuntado a la recuperación del trabajo manual y de la memoria.
Por Josefina Garzillo
Las comunidades cordobesas de Traslasierra están conectadas por una ruta. Para llegar hay que cruzar las altas cumbres, al sur. Una vez dentro del Valle empiezan a verse otros hilos que las unen: son las tramas creadas por manos hilanderas, tejedoras y tintoreras. En Villa de las Rosas encontramos una de esas historias que, como la punta de un ovillo, despliega experiencias de otras tejedoras, como una abuela que en el interior de Santa Fe le enseña el oficio a su nieta con el proyecto textil que una mujer sostiene hoy en un punto de Córdoba.
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La libélula aparecía seguido en el patio familiar en las afueras de Rosario. Andrea la observaba. Era chica y preguntaba: qué era, hacia dónde iba, cómo se llamaba. Mucho tiempo después una amiga peruana, de Arequipa, le contaría que era la charchasuga, libélula en quechua, que viaja llevando noticias, mensajes. En el campo anuncia la lluvia, el tiempo de fertilidad y abundancia.
Conocí a la charchasuga en Villa de las Rosas, Córdoba, casi al límite de esa hilera de pueblitos que arranca en Cura Brochero y termina en San Javier o viceversa.
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El micro escala las altas cumbres. Quiere llegar al otro lado. Zigzaguea. Desde el punto más alto ese largo mapa de caminos, casas y ríos se deja ver por primera vez en el viaje. Parece una estampa en la explosión verde del valle. Estamos al sur, en Traslasierra, en lo que algunos conocen como la ruta del tejido. Hay sol y frescuras de marzo.
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En la plaza del centro hay una gran feria de productores regionales conocida en toda la zona. Es tierra de tejedoras y tintoreras, esas sabias que saben pedirles el color a las flores, a las cortezas de los árboles y fundirlas en las lanas blancas, grises, amarronadas, de llamas y ovejas.
En situaciones de mucha opresión hacia la mujer, las agujas y la lana en las manos constituyen una vía de escape: sentada, produciendo, sin planteos ni otras exigencias, el acto de tejer se vuelve repetitivo, casi automático y la mente se traslada a un lugar distinto, donde sólo ella puede entrar.
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Las horas transcurren tranquilas en la feria. Alrededor de las seis de la tarde muy pocos continúan con su puesto. Sobre una de las esquinas, una mujer acomoda ovillos de colores y colgantes de fieltro. Los violetas, naranjas, rojos de su mesita parecen teñirse con la caída del sol.
Andrea da charla enseguida, cuenta de distintos tipos de tintes. Hacer rojos es más caro, se utilizan bichitos preciados: las cochinillas. Antes de levantar sus cosas, invita a conocer su taller que está a unas cuadras del centro, donde las calles dejan de respetar las líneas rectas y vuelven a ser de tierra.
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En la entrada del lote hay una habitación circular de barro. Es un domo construido en perfectos ladrillos de adobe, revocado y pintado por dentro. Es fresco y luminoso, tal vez porque los tirantes de madera del techo fueron puestos de una manera que prolongan el círculo y en el centro hay una ventana también redonda. Por fuera se aprecia el “techo vivo”, una cubierta de plantas que nacen desde arriba, se entrecruzan y bajan apenas.
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“Este taller lo hizo mi marido. Cuando llegamos aprendió el oficio de la bioconstrucción”, cuenta mientras prepara mate. “Prepara” es un decir, porque va y viene acomodando tanta producción que apenas si se acuerda… “Ah, tengo todo ahí, en la bolsita: ¿lo cebás vos?”. Habla con las manos, en movimientos amplios. Tiene el pelo rojo, ondulado. Una inquieta colorida de pies a cabeza.
Cuenta que a él lo atrapó la bioconstrucción que significa aprovechar los materiales que están a mano para levantar las casas. “No traés muchos recursos de otros lados; acá es mucha piedra, paja, arena, la tierra que haya. Así debería ser en cada lugar, de acuerdo al clima, la geografía”. Ramón, su compañero, venía de ser un albañil clásico y acá descubrió todo este mundo de la construcción natural y se metió de lleno. En el rato que nos cruzamos él da más detalles: que levantarlo es facilísimo, que no gastás nada y que se usa la técnica del hornero. Asegura que esta construcción no está permitida porque mata a las industrias que fabrican materiales. Y aclara que “acá el techo vivo está prohibido. Cuando vino la Municipalidad les expliqué que este era mi lugar de trabajo y que no hay riesgo con la vinchuca: está todo cerrado, revocado”.
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—Y vos Andrea, ¿desde cuándo tejés?
—Desde que llegamos acá, hace siete años. Bah, antes tejía algo, pero el oficio lo aprendí acá. Primero a trabajar el fieltro, a esquilar el animal, hilar, lavar, teñir. De todo lo que hice elegí quedarme con la tintura. Es lo más mágico. Nunca sabés exactamente el color que va a salir. Yo digo “soy tintorera”.
—Entonces lo que disfrutás es que te sorprenda…
—Claro, esto nunca acaba, no tenés el dominio total. Lo natural es que cambie porque los elementos que usás no son químicos, no son iguales. Ni las plantas, ni las cortezas, ni las flores.
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Andrea y Ramón tienen más de 40 años, un nene de ocho y una historia de cambio radical en sus memorias. Vienen de Funes, un pueblo del interior de Santa Fe, cerca de Rosario. Ahí trabajaban. Ella era empleada pública y él estaba en la construcción. La vida estaba mínimamente asegurada, era “previsible”, grafica ella. “Tenía mi trabajo, me sentía en una incubadora, encerrada como un pollo. Sabía que ahí no iba a terminar. También estaba la idea de volver a mi pueblo de chica, Morrison, pero ya estaba siendo comido por la soja. Vimos el desierto en que se estaba convirtiendo y la transformación de la comunidad a la idiosincrasia sojera. Eso nos sembró la idea de buscar otra espacio”. Impulsados por la inquietud de una pareja amiga, el destino primero era la Patagonia. Terminaron en Traslasierra, Córdoba. Acababa de nacer Iván. Dejaron todo. Tenían terror porque irse era abandonar el sustento seguro, la tierra conocida, la familia.
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Ya es de noche y seguimos en el local la Charchasuga. Funes parece tan cercano, como lejos en el tiempo. Mientras el grabador captura los recuerdos desplegados por Andrea, Iván se suma a la charla, desenvuelto, y nos refresca la fecha en que arrancaron en la feria. “Era en 2008, yo estaba en preescolar, vos me llevabas en la bici, en la sillita de atrás, con las milanesas de aduki que vendías”. Ese fue el primer emprendimiento: empanadas, cocina con porotos y panes. Hasta que se encontró con la alquimia de las tinturas naturales….
Conoció el trabajo con el bellón en unos talleres que daba la escuela de su hijo. “Troqué con otra mamá una pizza integral por un poco de bellón para practicar en mi casa, porque no tenía nada”. El primer diseño que hizo fue una esfera con un dibujo: una libélula.
“Empecé a usar mis manos, mi creatividad, para darme de comer. El dinero ahora me vuelve por algo que disfruto hacer. Creo que esa es la búsqueda de todo ser humano”. Se fue abriendo camino en la feria, levantaron el taller delante de su casa y la memoria empezó a brotar. La abuela le había enseñado a trabajar con el hilo. Vivía en la esquina de ese patio de la infancia. Andrea cruzaba de una casa a otra para verla coser debajo de una parra con su máquina. “Creando con la lana fui volviendo a esas imágenes de chica. Me di cuenta de que en ella podía plasmar los que sentía, en el juego de la combinación de colores. Hoy me doy cuenta que esas enseñanzas de mi abuela quedaron en mí como marcas hasta que despertaron”.
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Varias personas llegan a su local por una campaña que armó la provincia señalando puntos de tejido en la región. El programa Tejiendo el Camino, que integra Andrea, difunde grupos de mujeres unidas por el trabajo manual con lana en esa continuidad de pueblos de Traslasierra. “Hilamos, tejemos, hacemos fieltro y tintes naturales. En cada lugar vas a encontrar a alguna”, agrega mientras dibuja un mapa con sus manos: “en Nono hay unas chicas en la zona del molino con el emprendimiento Río de Hilados, en Los Hornillos está Marta que maneja las técnicas del telar con el proyecto Hebras, yo en Villa de las Rosas, Rancho de Luz es un predio muy lindo en medio del monte en Mina Clavero donde se pueden ver las plantas que se usan para teñir, en la Cañada está la Huaca y en San Javier el Molina La Aguada”.
“A través de una maestra de la escuela pública me enganché a dar talleres para los chicos y así, en un ida y vuelta, vamos recuperando saberes de la región, historias de los abuelos y abuelas de acá y de otros lados”. Andrea recuerda que cuando su proyecto empezó a levantar vuelo se puso a buscar un nombre: “Di vueltas, hasta que un día me acordé de la casa de mi infancia, las manos de mi abuela creando en el patio y las libélulas… y quedó la Charchasuga”.