Desde hace algunos meses está a la venta El año de Artaud: rock y política en 1973, la nueva publicación de Sergio Pujol, especialista platense en música popular. Es un intento de poner a “dialogar” los “hechos de la historia” acontecidos en 1973 con lo que paralelamente producían Spinetta y otros representantes de la “música progresiva”.
Por Carlos Gassmann
Autodefinido como un “historiador cultural dedicado a la música popular argentina”, Sergio Pujol editó recientemente El año de Artaud: rock y política en 1973. Así respondió a las preguntas de La Pulseada sobre este trabajo:
–Spinetta no fue el músico más popular del rock nacional. No vendió los discos ni logró el público que convocó, por ejemplo, Charly García. Sin embargo, es aquel al que se le han dedicado más libros. ¿Por qué? ¿Influye que ya haya fallecido? ¿Se debe a las características de su figura y su obra?
–Es posible que su muerte haya incidido en la monumentalización de su figura; pienso en la decisión de declarar la fecha de su nacimiento como Día Nacional del Músico. Por otra parte, el ciclo completo de la vida de un artista permite una lectura más integral y “crítica”. Pero la consagración de Spinetta es muy anterior a su fallecimiento. Diría incluso que se trata de un caso de consagración precoz. En el libro cito una nota de la revista Siete Días en la que se lo calificaba como “el Gardel del rock”. Tenía 23 años y, si bien no era masivo, los recitales de Pescado Rabioso, la presentación de Artaud en el Astral y el debut de Invisible –todo eso en el mismo año– colmaron las localidades. La respuesta a esto es simple: la obra de Spinetta es bellísima, compleja y al mismo tiempo visceral. Es el punto más alto al que llegó el rock como género musical en nuestro país. Spinetta tradujo una identidad joven transnacional a los términos de la cultura argentina, siempre con un sesgo vanguardista. Y esa operación fue constante e insobornable a lo largo de toda su vida. En ese sentido, se reconoce en él una postura artística y ética. Por eso el oyente de rock puede separar popularidad de prestigio.
–En el caso de El año de Artaud, ¿cómo surgió la idea de escribirlo? ¿Cumpliste con el plan original o fue modificándose a medida que avanzabas?
–Al principio, lo único que tenía claro era que quería escribir un libro que cronológicamente se ubicara entre La década rebelde: los años ‘60 en la Argentina y Rock y dictadura: crónicas de una generación (1976-1983) y que cruzara política con música. Así fui reduciendo el campo y construyendo el objeto de investigación. Decidí centrarme en 1973 por dos razones fundamentales: el vértigo político y el crecimiento exponencial de la cultura rock entre 1972 y 1973. Algo más tarde surgió la idea de tomar Artaud como síntesis de lo que significó el rock en ese momento de la historia argentina. En términos narrativos, esto me permitió hilvanar un poco mejor un relato que podía dispersarse en exceso. Además, pude volcar mi interés de biógrafo. El libro también se puede leer como la vida de Spinetta a lo largo de un año.
–Señalás que, junto a La década rebelde y Rock y dictadura, este trabajo compone una suerte de trilogía. ¿Es un corpus que ya considerás cerrado o puede haber nuevos libros sobre el origen y los primeros años de la “música progresiva”?
–Creo que está cerrado. En todo caso, podría seguir con los años ’80 –el rock en democracia–, pero aún no lo tengo decidido. Obviamente nunca me desprenderé del todo de los ’60 y los ‘70, pero no imagino otro libro centrado en esos años.
–Evidentemente la polisemia del título es deliberada. En un sentido literal, el ’73 fue “el año de Artaud” porque apareció el disco. Pero, respecto de lo que el título connota, también porque fue “un año loco” y “vertiginoso” en el que ocurrieron muchos, demasiados, acontecimientos, factibles de relacionar con una expansión de los límites de lo posible y hasta con la “anormalidad” que marcó la vida y la obra del poeta y dramaturgo francés. ¿Es una lectura bien encaminada?
–Perfecta. Sólo agregaría que es también un título irónico y un poco desafiante. Un historiador amigo me dijo que sólo a mí podía ocurrírseme pensar el ‘73 como el año de Artaud, con todas las cosas importantes que sucedieron. Es verdad que el disco representa, en algún sentido, la “locura” del momento o un modo de expresar la imaginación utópica como clima de época. Pero si Artaud no fuera hoy considerado un disco esencial (algunos lo creen el mejor) en la historia del rock nacional –y por lo tanto una pieza clave de la cultura argentina moderna– quizá el ‘73 ya no fuera “el año de Artaud”. Nuestra escritura del pasado siempre parte de una lectura retrospectiva, aunque luego narremos ese pasado en los términos de su propio tiempo.
“Un historiador amigo me dijo que sólo a mí podía ocurrírseme pensar el ‘73 como el año de Artaud, con todas las cosas importantes que sucedieron”
–Los jóvenes revolucionarios y los rockeros tuvieron en aquella época una relación conflictiva. Sin embargo, vos parecés sugerir que no es improbable que algunos militantes escucharan la música “progresiva” de sus pares generacionales y señalás que Noticias, el diario vinculado a Montoneros, solía hacer reseñas elogiosas de los discos del género. ¿Hay que revisar la idea ya instalada de que no existían puentes entre unos y otros?
–Sí, hay que revisarla con cuidado historiográfico. La relación entre rock y política siempre fue dinámica. No era igual en 1968 o 1969, cuando un filme como La hora de los hornos denostaba todo lo que fuera “pop” por considerarlo parte del colonialismo cultural, que en 1973, un año en el que, al decir de Chico Buarque, ninguna canción interesante podía quedar fuera de lo político. Pero no fue sólo una toma de conciencia de los rockeros; también la política, entendida como acción militante, se percató de que la música de los jóvenes no era precisamente el folclore ni la canción de protesta. Por eso los artículos de Noticias, que son honestos en términos de crítica musical pero también estratégicos en cuanto a cómo debían conformarse las nuevas alianzas político-culturales.
–Sin embargo, articular las series musical y política no te resultó fácil. En gran medida lo resolvés con lo que en el cine sería un montaje paralelo: pasar sin transición de lo que en ese momento estaba haciendo Spinetta a lo que simultáneamente ocurría a nivel político. Pero en el prólogo y en otros fragmentos buscás avanzar en la relación. ¿La conclusión es que militantes y rockeros contribuyeron de diferentes maneras –alentando alteraciones en el orden político o cambios en la subjetividad– a configurar un período caracterizado por las ansias de revuelta?
–No fue fácil y tampoco creo que se pueda forzar una conclusión en ese sentido. Me pareció más productivo presentar una constelación de pronunciamientos marcados, algunos más que otros, por un ánimo general revolucionario. En el rock el cambio de la subjetividad es clave, mientras en la política parece estar subsumido a “la toma del cielo por asalto”, como si no hubiera suficiente tiempo para llevar a cabo ambas transformaciones a la vez. Es curioso. En este punto el rock, que suele asociarse a la ansiedad y la inmediatez, al “no sé lo que quiero pero lo quiero ahora”, parece más paciente que la política, más capaz de ver las cosas a largo plazo. El “mañana es mejor” de Spinetta no tiene fecha, si bien se lo considera ineluctable.
–El uso que hace la época de términos como “revolución” y, sobre todo, “liberación”, parecen ejemplos contundentes de lo que Ernesto Laclau llamó “significantes vacíos”: palabras que se pueden articular con otras muy diferentes y adquirir significados completamente distintos. Algunos unían “liberación” con “paz” o “amor libre”, por ejemplo, y otros con “capitalismo” o “imperialismo”. En el libro recordás que hasta la fórmula Balbín-De la Rúa había elegido la consigna “Por la liberación nacional”. ¿Podrían distinguirse los distintos grupos de actores sociales de aquella coyuntura teniendo en cuenta de qué consideraban que había que “liberarse”?
–“Revolución” y “liberación” eran significantes flotantes pero no creo que estuvieran tan vacíos o que fueran tan ubicuos como para ser aplicados por cualquiera en cualquier situación. Por ejemplo, la plataforma electoral del radicalismo en marzo del ‘73 se refería concretamente a terminar con los intereses imperialistas, extender y profundizar la reforma universitaria, igualar las condiciones salariales y laborales de hombres y mujeres, etc. En otros casos, la “flotación” era sin duda mayor. Nadie podía creer que la Nueva Fuerza, por más “popular” que pareciera ser (Julio) Chamizo, fuera realmente revolucionaria. Pero había en aquel tiempo un corrimiento a la izquierda de buena parte del arco político. Respecto a los sectores sociales, los más entusiasmados con el cambio eran, desde luego, los bajos y medio-bajos. En ese sentido, una de las novedades de la escena rockera del ‘73 fue la incorporación a su audiencia de jóvenes del segundo y tercer cordón industrial. Se observa una suerte de proletarización (también podríamos hablar de “peronización”) del público rockero, algo en lo que los sociólogos sólo han reparado a partir del llamado “rock chabón”, muchos años más tarde. Estos grupos aspiraban a una doble liberación: la “material” impuesta por su condición social y la “subjetiva”, allí donde la brecha generacional no parecía hacer demasiado distingo entre familias de clase media y populares. Más aún: un joven de familia proletaria podía encontrar más resistencia familiar si deseaba seguir una vida de música y bohemia que otro proveniente de las capas medias. Suponer que el joven proletario era indiferente al reclamo de “liberación individual” por deber afrontar otras “urgencias” es un prejuicio o, al menos, una aseveración incomprobable. No creo, como decía (Pierre) Bourdieu, que “juventud” fuera sólo una palabra. En todo caso, era una palabra muy movilizadora en términos identitarios.
“Una de las novedades de la escena rockera del ‘73 fue la incorporación a su audiencia de jóvenes del segundo y tercer cordón industrial”
–Sorprende el dato de que en 1972 Palito Ortega compuso un tema, titulado El camino de la libertad, dedicado a “los héroes de Trelew” (ver recuadro). ¿Bombita Rodríguez es un personaje menos improbable de lo que suponíamos?
–En realidad, si vemos la trayectoria de Palito Ortega más allá del ‘73, tenemos un típico ejemplo de identidad peronista, si bien su desempeño cinematográfico durante la dictadura fue execrable. Pero sus clivajes –de sus implícitas simpatías por la “Tendencia” al menemismo de los ‘90– revelan cierta desideologización de los sectores populares que Palito o sus canciones supieron interpelar de un modo muy exitoso. En ese sentido, su “populismo” ha sido infalible. No me parece que sea exactamente el caso de Bombita Rodríguez, pero eso habría que preguntárselo a (Diego) Capusotto o (Pedro) Saborido. Mi interpretación es que la clave humorística de aquel personaje reside en el contraste entre la sensibilidad “pop” y la ética del combatiente heroico. Un contraste que define en gran medida al ‘73 en términos culturales. Si en lugar de Bombita hubiera un folclorista, no tendría gracia: el sentido común nos dice que la banda sonora de los ‘70 fue el folclore de protesta. Bueno, quizás no fue tan así, ¿no?
–De soslayo tocás en el libro el tema del sexismo en el rock. Gabriela (Marrone) es por aquellos años una figura femenina aislada dentro del género. Y la reducción de la mujer a objeto sexual aparece en Pappo pero también en alguien en apariencia más sensible como Spinetta, con Me gusta ese tajo. ¿Podría decirse que la concepción patriarcal atravesaba a todos los sectores sociales y culturales y el movimiento “progresivo” no constituía una excepción?
–Es un tema complejo. Por un lado, el mundo del rock fue y en alguna medida sigue siendo un territorio masculinizado. Pero no diría que la ideología patriarcal lo atravesó del mismo modo que lo hizo con el tango o incluso con el folclore. La ambigüedad sexual es algo propio del rock, forma parte de su performance. El cabello largo, los pantalones ajustados, las camisas con grandes volados, las voces “finitas” (en falsete) de muchos intérpretes, el cosmopolitismo cultural como modo sofisticado de estar a la moda… Es una puesta en escena más feminizada que masculinizada o, en todo caso, de cierta androginia que resultaba muy irritante para el machismo argentino. Por algo los rockeros, tanto fueran músicos como integrantes del público, solían ser tratados como “putos y drogadictos”.
–¿Hay alguna figura, género o movimiento de la música argentina que te planteás investigar en el futuro? ¿Cuál y por qué?
–No sé si afortunadamente o por desdicha, los temas y las figuras todavía poco o mal exploradas son muchas. En este momento me interesa indagar sobre la figura y la obra del compositor e intérprete de jazz “Gato” Barbieri, especialmente el giro tercermundista que le dio a su música entre fines de los ‘60 y mediados de los ‘70 y la proyección global que eso tuvo, así como el modo en el que influyó sobre las “fusiones” musicales que se produjeron desde entonces en la Argentina y la región. Entre los materiales no difundidos a los que tuve acceso para El año de Artaud está el audio de una charla privada que sostuvieron en Buenos Aires en el ’73 el escritor Julio Cortázar, el cineasta brasileño Glauber Rocha y el propio Barbieri. Fue una conversación larga de la que en este trabajo rescaté poco y cuyo resto volcaré en este próximo libro, consistente en una biografía de Leandro “Gato” Barbieri. Pero ahora, con esta pregunta, acabo de darme cuenta de que aún no me fui de los años ‘70.
Cuando Palito fue Bombita
A través de la revelación de datos poco difundidos, los libros de Pujol siempre deparan sorpresas. Una de ellas, en el caso de El año de Artaud, es la mención de una canción de Ramón “Palito” Ortega titulada El camino de la libertad y dedicada, según declaraciones del propio autor, a los fusilados de Trelew. Claro que la letra del tema no los menciona explícitamente y es lo suficientemente ambigua como para que algunos hayan afirmado que se trata de un homenaje al Che Guevara y otros sostuvieran que alude a Martin Luther King.
Dicen los versos del tucumano: “Los hombres buscan el camino donde el sol alumbre a todos por igual/y van buscando aquella senda donde nadie pueda callar la verdad./Hay muchos que dieron su vida, que dieron su sangre, por la libertad./Dejaron vivo al pensamiento; nunca morirá./No muere nunca la palabra, mil veces la callan y vuelve a sonar./Los hombres buscan el camino de la libertad./Un nuevo día está naciendo, luces de esperanza vuelven a brillar./Hay hombres que allá en el silencio se durmieron; muchos ya no volverán./Aquellos que dieron su vida, que dieron su sangre, por la libertad./Dejaron vivo al pensamiento; nunca morirá./No muere nunca la palabra, mil veces la callan y vuelve a sonar./Los hombres van hacia el camino de la libertad”.
“Mi interpretación es que la clave humorística de aquel personaje reside en el contraste entre la sensibilidad ‘pop’ y la ética del combatiente heroico”.
En la disputa entre música “progresiva” y “complaciente”, Palito fue considerado una suerte de emblema de la segunda. En Cantorcito de contramano, León Gieco le dio a esos reproches forma de canción. Cada vez que se lo acusó de apoyar las dictaduras cantando temas como La felicidad o Yo tengo fe, Ortega se defendió diciendo que habían sido escritos mucho antes. Sin embargo, entre 1976 y 1983, Palito produjo, dirigió e interpretó varias películas que ensalzaban a las Fuerzas Armadas o adulaban al régimen. El colmo es Brigada en acción (1977), apología del terrorismo de Estado en la que tres policías de civil realizan operativos trasladándose en un Falcon sin patente.
En definitiva, El camino de la libertad puede considerarse tanto una prueba más del oportunismo de Ortega como una evidencia adicional de lo extendido que estaba el clima insurreccional a principios de los ’70. Eran tiempos en los que Bombita Rodríguez (foto), el “Palito Ortega Montonero” creado por Pedro Saborido para Peter Capusotto y sus videos, no era necesariamente un personaje de humor absurdo.