Murió Miguel Osvaldo Etchecolatz, nueve veces condenado a prisión perpetua y siendo aún juzgado por otros delitos de lesa humanidad. Durante horas y horas el genocida escuchó los crímenes que se le imputaban y los testimonios de sus víctimas desde el banquillo de los acusados. Javier Ponce, el autor de esta nota, fue un testigo privilegiado de esos procesos a partir de su trabajo realizando el registro audiovisual. Es, además, escritor y logra pintar al siniestro personaje en una anécdota.
Escuché que me chistaba y se me helo la sangre.
Yo estaba arrodillado en el centro del escenario del teatro de calle 4 entre 51 y 53 que el Tribunal Oral Federal N° 1 de La Plata alquilaba para las audiencias de los juicios por delitos de lesa humanidad. Audiencias interminables de causas gigantes como las que fueron Unidad 9, La Cacha y Circuito Camps en las que compartimos con Miguel Osvaldo Etchecolatz mucho tiempo muerto. Deseando que no se dirigiera a mí, lo cual era imposible porque éramos las únicas personas en la sala, miré por sobre mi hombro dándole todavía la espalda. Muchacho, redobló la apuesta, ¿Para qué es la pantalla? Me quedé en esa posición unos segundos mientras pensaba si debía responderle o no. Me contuve mirando el piso un rato sin volver a girar, chistó una o dos veces más y luego comenzaron a entrar otras personas a la sala, empleados y empleadas del tribunal, otros imputados y se distrajo con ellos.
En La Cacha eran más de veinte, policías y militares de distintos rangos en el banquillo de los acusados. Etchecolatz siempre se sentaba en el mismo lugar, en la fila de adelante rodeado de su gente de confianza, el Oso Acuña y su chofer Guayama, por ejemplo. Los militares como Herrero Anzorena o Hidalgo Garzón siempre unas filas más atrás. Había impuesto su propio orden jerárquico.
Enseguida noté en esas audiencias, en las que todos tenían la posibilidad de ampliar indagatoria, que Etchecolatz despreciaba a aquellos militares de alto rango que intentaban durante toda su declaración desviar sus culpas y minimizar responsabilidades. Comentaba cosas por lo bajo como reprochándoles algo o sonreía con una mueca de desprecio. Él, por el contrario y, sobre todo después de la condena a perpetua del año 2006 en la que se escondió durante todo el juicio, no se perdía la oportunidad de reivindicar su accionar durante la dictadura. Pasó sin escalas, de generar una gran expectativa en la sala cuando su abogado oficial anunciaba que quería ampliar su declaración indagatoria, a aburrir a muerte hasta a sus propios y fieles congéneres. La ilusión general al principio era que develara algo, por más mínimo que fuera sobre los destinos de Clara Anahí o Jorge Julio López por ejemplo, pero rápidamente quedó en evidencia que lo que quería era llamar la atención cínicamente y era el único que lo disfrutaba.
Fui testigo muchas veces de cómo su defensor oficial fingía no escucharlo cuando Etchecolatz intentaba pasarle papelitos con anotaciones o revoleaba los ojos al cielo manifestando su hartazgo después de que el ex director de investigaciones de la policía bonaerense se parara de su lugar aprovechando el anuncio de un cuarto intermedio. Durante una audiencia se desmayó y el primer pensamiento de la mayoría de los presentes fue que estaba actuando, el cuerpo hizo un ruido tremendo al caer sobre el piso de madera, algunas personas del público festejaron incrédulos. El juez Rozanski desconcertado le pidió al médico del servicio penitenciario que se acercara a verlo y cuando éste le señaló que la cosa iba en serio mandó a desalojar la sala. Yo estaba con la cámara a dos metros del cuerpo con convulsiones, esperé en vano a que me pidieran amablemente que me retirara pero eso no pasó, así que de paso hice foco en el genocida. Parecía uno de esos adornos de gatitos dorados que mueven solo una pata mecánicamente. En la sala ahora sólo quedábamos los tres jueces, un secretario, un par de penitenciarios y yo. Ante la falta de una camilla alguien sugirió usar una puerta para trasladarlo acostado hasta la Clínica Belgrano que estaba a un par de cuadras. Yo pensé que era una idea ridícula y uno de los jueces lo manifestó en voz alta. El público todavía esperaba novedades en la vereda, lo iban a linchar. Con el correr de los minutos Etchecolatz recuperó la conciencia y lo sentaron en el piso. Uno de los jueces que permanecía parado al lado mío, me susurro al oído: Yerba mala nunca muere.
En los últimos juicios que lo tuvieron como imputado permanecía conectado a las audiencias desde Marcos Paz o el hospital de turno. No recuerdo que haya pisado la sala del primer piso de los Tribunales de 8 y 51. De todas maneras, siempre se las ingenió para decir presente. La última vez fue mientras una testigo declaraba y con el micrófono abierto comenzó a despotricar con un hilo de voz inentendible hasta que lo mutearon.
Antes de la sentencia por el juicio Pozo de Arana de este año tuvo la oportunidad de decir sus últimas palabras pero directamente ya no podía hablar y una secretaria del Tribunal las leyó, decía más o menos lo mismo de siempre pero ese detalle me dio la pauta de que el desenlace se acercaba definitivamente y se lo comenté a algunas personas. Sobre todo porque escribí una novela que se llama Echar el Resto y sale en estos días a través de Erizo Ediciones, en ella Etchecolatz es uno de los protagonistas y, si bien era casi imposible, me daba miedo que llegara a sus manos, secuelas de haber escuchado tanto, supongo.
Era el testimonio de Jorge Julio López en la causa del 2006 lo que se iba a proyectar en la pantalla que estaba preparando aquella mañana en la que Etchecolatz me preguntó con curiosidad y no me anime a responderle.