Se moría de hambre con el bandoneón y emigró a Europa, donde vivió buena parte de su vida. Allí gozó de prestigio y hasta hoy es considerado uno de los mejores músicos del mundo. Volvió a la Argentina para destacar que la música es, más allá de los géneros, el acto fraterno que une a las culturas. Entrevista con el salteño Saluzzi, una singularidad en la máquina homogénea de la industria cultural.
Por Juan Manuel Mannarino
Como les ocurrió a tantos exiliados, no se lo vio ni oyó por décadas. Un día se le ocurrió volver, hace unos años. Y aun así, sigue siendo un extraño conocido. El caso de Dino Saluzzi es paradójico: mientras vendió miles de discos y tocó en los teatros más importantes del mundo, en Argentina nunca fue popular. Hay desacuerdo sobre su figura. Algunos lo creen un hombre difícil: de esos artistas serios y enigmáticos, que hablan poco. Otros lo rescatan como un músico sublime, con una mística hecha de silencios, humildad y un aire nostálgico, reflejo del pueblo norteño donde nació.
Es una noche en el Torquatto Tasso, en San Telmo, y el bandoneonista salteño tocará con su grupo en un festival de tango. “Está medio quisquilloso con el sonido, vas a tener que esperar, viste cómo es Dino…”, sugiere el representante, y la primera opción, la del difícil, gana terreno. Está por inaugurar un ritual rioplatense en el corazón del arrabal porteño y ejecutará la única música en la que el bandoneón no es sinónimo de tango. Tan lejos y tan cerca, a Saluzzi lo persiguen las paradojas.
El escenario es pequeño, íntimo. Dino parece estar en un living familiar y no es casual: la sangre lo acompaña. Aparecen José María, hijo y guitarrista, y Matías, sobrino y bajista. Dino respira fuerte, como rugiendo. Ahora gana la segunda opción: es el hombre cauto, ensimismado en lo que ejecuta. Los Saluzzi tocan tango aunque lo hacen a su modo, con un sonido no apto para los ortodoxos del género. Y meten zambas carperas, chacareras y bailecitos. Así es su estilo: como un viaje, el de la interpretación, que va de las raíces hacia las hojas, de los tallos hacia los frutos del árbol de los sonidos. De la música popular a la de cámara: un arreglo exquisito lleva a una melodía sencilla sobre un tema enmascarado, que nunca aparece del todo.
El intervalo los encuentra en una terraza del bar: hay una mesa en el medio, con botellas de agua y gaseosa. José María afina la guitarra. Dino tiene la cara rugosa, usa anteojos redondos y masca coca. Frente a él, Matías lo mira en silencio. Se expresa bajito; hay que acercarse para escuchar su voz grave, lenta. Se seca la transpiración. Como si se hubiera levantado de una siesta de pueblo.
Suelen tocar en distintos escenarios, tanto en Argentina como en el mundo. Hace un rato interpretaban un tango pero también chacareras y zambas. ¿Cómo se relacionan con los públicos?
Matías: Cuando tocamos en familia, sabemos que hoy sonamos de una manera y mañana, de otra muy distinta. Tenemos la suerte de estar en diferentes lugares, y armamos un repertorio acorde a los públicos. Siempre hay un margen de improvisación, porque priorizamos la interacción que se da en el escenario. Es algo único, irrepetible.
Dino: Nuestra única misión, como músicos, es la de transmitir, la de comunicar lo que tocamos. Tampoco creemos que haya que interpretar lo que otros hacen miles de veces. Antes que nada, nosotros vivimos de la música y no podemos ser idealistas. Eso es muy importante. No podemos darnos el lujo de rechazar ningún escenario, porque tampoco nos sobra trabajo. Como cualquier persona, pagamos alquileres, necesitamos comer y educar a nuestras familias. Quiero decir que los músicos no somos extraterrestres. Nos debemos a un representante y por suerte tenemos la libertad para interpretar una variedad de repertorios.
¿No hay un lugar donde se sientan más cómodos?
Dino: No. Sólo donde mejor nos reciban. Toco con mi familia desde niño y la música es parte de mi sangre pero sigue siendo un misterio. Un misterio que vamos descubriendo cuando grabamos, cuando tocamos en vivo. La música es un acto de comunicación, una acción colectiva, estemos en un bar con veinte personas o en un teatro grande.
Usted siempre habla de “música”, en sentido general, cuando se refiere a lo que hace. ¿Por qué?
—No hago una música en particular. ¿Por qué tengo que hablar, entonces, de lo que no hago? Siempre arriesgué, siempre me la jugué, me formé con mucho conocimiento para buscar nuevos lenguajes. En Argentina, y sobre todo en la música popular, hay un gran rechazo por la formación, y eso es terrible. Ojo, que el conocimiento suele ser elitista y puede usarse como instrumento de poder. Uno busca la interpretación perfecta porque cree saberlo todo y muchas veces desconoce el contexto de una obra, de la vida de un músico. Me gusta interpretar porque cualquier música debe moverse y encontrar canales de comunicación hacia lo humano. Siempre busqué hacer algo propio, sin engañarme. Nosotros los argentinos, los latinoamericanos, tenemos un toque emocional que no está en ningún lugar del mundo. A los europeos les cuesta eso.
¿Cómo se hace para construir algo propio siendo tan abierto a fusionar sonidos?
—Hay que dejarse llevar por lo que se sabe, pero también a esa identidad que tenemos dentro, y que es lo que dice quiénes y cómo somos. La obra musical nos tiene que revelar algo desconocido, deslumbrante pero cerca del sentimiento humano. La música es un sentimiento interno. Un acto de amor supremo, que se completa cuando se comparte con otros. Yo necesité viajar porque acá mi música no era aceptada, pero nunca me quejé. Busqué mi propio camino. Con el tiempo supe, como dijo alguien, que la música no es lo que una cultura consume sino lo que una cultura produce. Toqué con músicos de diferentes culturas y puedo asegurar que lo que más une a las personas es la música. No hay música argentina ni alemana. Hay argentinos tocando música alemana y viceversa. Me gusta encontrar la fraternidad con personas que son diferentes. El mundo sigue dividido, hay mucha desigualdad, y lo único que nos sigue uniendo es la música.
Timoteo “Dino” Saluzzi nació un 20 de mayo de 1935 en Campo Santo, un pueblo de Salta. Hijo del popular compositor Cayetano, conoció el bandoneón a los siete años, cuando los amigos jugaban a la pelota. Le enseñó a tocar el padre. Y después aprendió como se aprende la música popular: tocando en tugurios, “orejeando” melodías y ritmos en peñas. Con los primeros billetes se compró la ropa, la comida y ayudó a su familia. “La pobreza en los tobillos”, dice, y siente nostalgia por la infancia: por caminar descalzo en el campo, con los perros ladrando en el color rojizo de los cerros al atardecer.
De joven, con unos guitarristas, se fue de Campo Santo a Salta y conoció a César Perdiguero, con quien formó el trío Carnaval. Tocó en Radio El Mundo, después con el saxofonista “Gato” Barbieri y en orquestas de tango. Acompañó a Los Chalchaleros y tuvo su momento de fama en los ’70, cuando participó de la instrumentación del tema “Sólo le pido a Dios”, de León Gieco. Pero algo no funcionaba y viajó a Europa para perfeccionar sus estudios.
Se fue porque apenas llegaba a fin de mes. Tal como les ocurrió alguna vez a Uña Ramos, a Raúl Barboza y a tantos otros músicos que, por buscar un camino singular dentro de la música popular, fueron rechazados por la industria cultural del folclore. Vivió en una pensión porteña con su mujer y dos hijas y, como no trabajaba lo suficiente con el bandoneón, fue timpanista en la orquesta de la Policía Federal. Nunca jamás se imaginó lo que le esperaba en el viejo continente. Retomó los estudios de bandoneón y se dedicó a la composición y la dirección musical.
El disco “Kultrum”, de 1982 —su primer trabajo para el sello alemán ECM— marcó un suceso extraordinario en Europa. En nuestro país, bandoneonistas como Enrique Rivera y Astor Piazzolla habían llevado el instrumento a los límites de la experimentación. Ningún otro como Saluzzi se había animado a improvisar solo con el bandoneón como lo hizo en ese disco.
A más de treinta años de la proeza, Dino mueve los dedos gruesos para no enfriarse y cuenta que está por sacar un disco con Horacio Lavandera. “Está interpretando mi obra y lo estoy dirigiendo. Nunca antes había hecho algo así con un pianista. Es una experiencia maravillosa”, dice.
Parece no aburrirse nunca. A cada año descubre un proyecto nuevo
—Es parte de mi esencia. No quiero estancarme en algo conocido, porque la música no es fija. A veces es un esfuerzo que causa angustia, porque en nuestro país hay todavía mucha mediocridad y poca responsabilidad. Ocurre que hay ignorancias tanto en el mundo académico como en el popular. No se conocen las culturas de dónde provienen las músicas. En el folklore, por ejemplo, se sigue creyendo que cuanto más fuerte se toca, más se transmite. Y es una gran mentira.
¿Cómo prefiere tocar usted?
—Los ancestros enseñaban a tocar “suavecito”, desde el alma, sin ruidos molestos. Los músicos comunicamos cuando más nos conectamos con los silencios que hay entre los sonidos. Me gustar tocar piano-piano y crecer hacia otros ritmos y velocidades. ¿Para qué tocar con tanta fuerza?
Nadie es profeta en su tierra
Saluzzi se siente cansado: ya no quiere viajar como antes. Vive en Buenos Aires, en los últimos años el país lo reconoció y se abrieron más puertas. Lo premiaron, lo reeditaron, lo sacaron del ostracismo. Hay algo, sin embargo, que no consiguió: ser profeta en su tierra. En febrero de 2011 volvió a tocar en el festival “Serenata de Cafayate” después de veinte años. Fue abucheado, se retiró sin tocar y juró no pisar jamás un escenario folclórico.
¿Qué sintieron cuando se fueron del escenario?
Dino: No tendríamos que haber ido. Fue un gran error mío. El error consistió en confiar en los programadores del festival. Ellos sabían de nuestra propuesta musical como para saber que no podíamos ir antes de una estrella del folclore, pero demostraron una incapacidad total. Viven un enorme retraso, una profunda ignorancia…
Matías (interrumpe): Perdón, tío, pero fue una gran tristeza habernos ido así…
Dino: No, hijo, a esta altura ya no siento dolor… ¡Hasta comprobé que el vino de Mendoza es mejor que el de Cafayate!
La discusión dura unos minutos. José María no participa. Matías vive en Salta y deseó que su tío hubiera regresado a todo trapo. Lo afecta que a raíz de la Serenata se haya roto el lazo con su tierra natal. Dino disimula la tristeza con comentarios como “en nuestra país hay pocos artistas que estudian” y “los verdaderos músicos del folclore viven una profunda derrota”.
¿A qué se debe esa derrota?
—En nuestro país no se estimula la formación musical; hoy cualquiera toca dos notas y se lo considera músico. Hay un sentido del oportunismo y una falta de responsabilidad que oscurece a los grandes creadores, a los que buscan cosas nuevas.
¿Cómo resistirse, cómo luchar ante ese estado de cosas?
—No hay que renunciar nunca a ser uno mismo. Mi única certeza es descubrir lo nuevo en lo clásico. Los que me conocen saben que soy andino en mi identidad pero no en la música. Reconozco la influencia de mis ancestros en lo que hago. Es sólo un punto de partida y una especie de espíritu que vive en el fondo de la música que ejecuto. Siempre defendí el riesgo como motor creativo. Me maravilla ver cómo un joven arriesga una interpretación, cómo compone y arregla una melodía que es nueva por el sólo hecho de que lleva los ingredientes que él les puso. La música siempre me mantuvo a flote. Sufrí mucho por vivir fuera de mi lugar, pero con la música descubrí otros mundos. Pude transformar el dolor en belleza y compartirlo con el público, hacer una experiencia colectiva, de ida y vuelta. Eso es maravilloso.
Dino, la suma de las partes
Todos hablan de él como una figura singular de la música contemporánea. “Uno de los diez mejores bandoneones del mundo”: así lo conocen en Europa, Estados Unidos, Japón. En Saluzzi hay un extraordinario afán por atravesar y unir fronteras. Una suerte de polifonía cultural, donde probó de todo y con todos: composiciones para bandoneón y orquesta, interpretaciones a dúo con violoncello, en tríos y en cuartetos, con ejecuciones donde un estándar de jazz se fusiona con una milonga y una zamba con una improvisación con aire de música clásica. Una errancia que estaba escrita en su historia fundante: un bandoneonista salteño tocando tangos en Buenos Aires y, años después, viajando por el mundo, interpretando jazz y música contemporánea con el color de los cerros en las entrañas.
¿Quién es exactamente Dino Saluzzi? ¿Un compositor e intérprete del folclore, del tango, de la música contemporánea o clásica, o del jazz? Es la suma de las partes. Alguien con una profunda herencia cultural que es, al mismo tiempo, un trashumante que viaja a lo desconocido. Que crea, como él dice, campos de improvisación sobre composiciones colectivas. En las derivas, en los cruces, es donde mejor vive su música. La variación es la norma. A un disco clásico de música popular argentina le siguió uno de jazz rock. A uno de cámara, otro con una orquesta sinfónica. Y así hasta el presente.
A comienzos de los ’70 grabó extraordinarios discos de música popular para la RCA. Entre ellos, “De vuelta a Salta” y “Bien carpero”. En 1984 se editaron dos álbumes, “Vivencias I y II”, con un grupo más virado hacia el jazz rock e integrado por Quique Sinesi, Matías González y Horacio López. Pero la etapa mejor documentada de la carrera de Saluzzi es la registrada en el sello alemán ECM, que comenzó en 1982 con “Kultrum”, un disco excepcional con improvisaciones en bandoneón solo.
En 1985, “Once Upon a Time” integró a Saluzzi en un supergrupo con el trompetista Palle Mikkelborg, el contrabajista Charlie Haden y el percusionista Pierre Favre. “Mojotoro”, de 1991, fue el primer disco en el que aparece su familia, y en 1996 llegó “Cité de la Musique,” con José María Saluzzi en guitarra y Marc Johnson en contrabajo. Luego una serie de trabajos imperdibles: “Senderos”, en dúo con el baterista John Christensen (2002), “Juan Condorí” (2005), “Ojos negros”, con la cellista Anja Lechner (2006) y “El encuentro” (2009), con Lechner, Cuchara y la Orquesta Metropole dirigida por Jules Buckley. En medio de todo eso, en 2004 se juntó con el notable músico Egberto Gismonti y tocaron juntos en una gira por Brasil.
Y todo con el bandoneón, un instrumento en extinción: cada vez son menos los lugares que lo fabrican en el mundo. Como Saluzzi: una singularidad perdida en la máquina homogénea de la industria cultural.