Unos 15.000 mineros trabajan a fuerza de barreno, pico y pala en la industria extractiva de Potosí, Bolivia. Como en la usanza colonial, las condiciones laborales de los hombres que bajan a las entrañas del infierno para ganarse el sustento son extremadamente precarias e inhumanas. Crónica de una visita guiada al Cerro Rico, una de las minas de plata pura más grandes del mundo.
Por Paula Bonomi
Fotos P.B.
¿No te das cuenta que estás poseído, carajo? ¿Que estoy encarnado en tu cuerpo, que formo parte de tu sangre y de tus huesos?…
Cuentos de la mina, Víctor Montoya
“Las galerías las hicieron así de pequeñas para que los españoles no estuvieran cómodos cerca de los filones”, explica Ivis, la guía que lleva a los turistas extranjeros a recorrer un tramo, un segmento de la realidad dentro de las minas de Cerro Rico en Potosí, Bolivia. Ivis tiene alrededor de 30 años, su piel quechua está curtida y se nota que conoce a la perfección los túneles y muchas de sus historias. Hija, nieta y bisnieta de mineros, ella sabe del trabajo y el sacrificio de las personas dentro y fuera de las minas. Habla de explotación, de abusos, de soberanía entregada que persiste en el presente; su memoria filosa narra una ausencia de intervención e inversión estatal desde hace varias décadas.
El espacio se angosta, el ambiente se torna fresco y húmedo cuando se ingresa. Los túneles inferiores son apenas agujeros por los que es complicado moverse. “Los capataces coloniales no podían llegar a los lugares dónde se sacaba el mineral y así los indios que estaban enfermos podían descansar sin que los mataran. Los compañeros hacían el trabajo que les correspondía y salvaban la vida a los enfermos”, comenta Ivis, mientras seguimos adentrándonos en las tripas del cerro. “La montaña aún recuerda todo lo que le hicieron tus antepasados”, advierte, y avanza con habilidad entre vigas a medio caer al tiempo que los visitantes chocamos nuestros cascos protectores chinos –porque son los más baratos–, contra las rocas.
Hace calor, mucho. A más de 70 metros bajo el nivel del suelo, la temperatura sube hasta los 40 grados. El aire es una sopa donde se mezclan la humedad, el polvo y las partículas de plata, azufre y arsénico. Letal combinación para los hombres y adolescentes que trabajan y respiran a diario dentro del volcán. Ivis dice que pocos mineros sobrepasan los 45 años de vida pero, aún así, se empecinan en sacarle a la montaña lo poco que dejaron los españoles y sus sucesores. Hay que comer. “Hoy las concentraciones de plata apenas superan el 1% en los mejores casos”, dice y reflexiona: “Hay que moler mucha piedra para ganarse el pan al final de cada jornada. Esta es una vida dura. Una vida en la que las esperanzas no van más allá del día a día”.
En la actualidad alrededor de 300 explotaciones mineras siguen trabajando en el Cerro Rico. Los principales filones de plata se han agotado y aunque las concentraciones metalíferas son ínfimas y requieren de muchísimo esfuerzo humano se continúa explorando. “El problema es que aquí no sabemos hacer otra cosa y fuera de la mina aún se gana menos dinero que dentro”, cuenta uno de los mineros que cruzamos en los túneles.
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Caminamos entre rieles, entre vigas de madera que son el sostén de los túneles infinitos de arcilla chiclosa que transpira humedad. Continuamos bajando y también trepamos hacia dónde los hombres trabajan. Todos son unos agujeros inverosímiles. Los mineros que vamos cruzando están nucleados en pequeñas cooperativas donde se asocian para explorar una porción de cerro. Ellos echan pecho a tierra y reptan hacia abajo por una galería que apenas deja pasar la anchura de los hombros y van cerrando a su paso unas símil puertitas hechas de listones de madera para advertir a otros compañeros que ese espacio está ocupado. Dos de los turistas confiesan sentir agobio y síntomas de ansiedad –cosa que es imposible no experimentar estando ahí dentro– y temen entrar en pánico. Piden irse y la guía les indica el camino de regreso, que tiene como guiño seguir la corriente de aire fresco. Nosotros seguimos bajando. Apenas llevo en el interior de la tierra una hora y me pesan los brazos, me pica la garganta, me arden un poco los ojos. “Vamos, vamos, vamos…”
“Lo que sacas del día, es tuyo”
Alrededor de 15.000 mineros trabajan a fuerza de barreno, pico y pala pero hay otras actividades que depende indirectamente de esta industria, como el comercio. Las tareas dentro de la mina son diferenciadas y, por lo tanto, el cobro también lo es: algunos preparan las cargas explosivas; otros –niños y adolescentes– tiran con esfuerzo de las carretillas en las que se saca la roca en bruto hacia el exterior; algunos se encargan de subir el mineral galería a galería sin más ayuda que sus brazos y bolsas de arpillera. El jornal por el día para un peón es de 120 bolivianos, unos 240 pesos argentinos. “Lo que sacas al día es lo que llevas a casa. Legalmente esto es una cooperativa de mineros pero cada uno es algo así como un pequeño dueño de lo que saca. Aunque todos somos pobres”, cuenta Carlos, un minero con casi 20 años de experiencia. “Aquí no se comparten los riesgos o los beneficios. Si un día das con un buena veta te llevas plata a casa, si no, pues pasas necesidades”. Muchos mineros pagan para integrarse y trabajar en una cooperativa.
En la Ciudad Imperial no quedó prácticamente nada de aquel antiguo esplendor y el Cerro Rico es la imagen del saqueo. Denuncian las memorias potosinas que el genocidio colonial se cobró más de seis millones de vidas en nombre de la Revolución Industrial europea. Para Ivis, el Cerro Rico se ha cobrado casi las mismas víctimas que la maquinaria de exterminio alemana durante la Segunda Guerra Mundial. Ella asegura que la montaña gusta de comer carne humana de vez en cuando y que el Tío cobra su tributo en sangre. “Cada año mueren unas 300 personas”, agrega Carlos y asegura que “entrar aquí supone siempre un riesgo. Yo mismo he tenido tres accidentes”.
A la vieja usanza colonial, las condiciones laborales de los hombres –y niños– que cada mañana bajan a la esencia del infierno para ganarse el sustento parece que no han cambiado en nada, son extremadamente precarias e inhumanas. “En este país solemos decir que hemos cambiado la chola pero nunca la pollera”, concluye Carlos.
“El Tío”, personaje mitológico
La extracción de minerales del fondo de la tierra, más que ningún otro oficio, es carne y uña de las simbolizaciones: se lucha contra la piedra, lo imperecedero y contra el fuego, la destrucción regeneradora. El aire está plagado de gases traicioneros que actúan como fantasmas y el agua provoca torrentes insospechados y destructivos. La magia de los cuatro elementos constitutivos de la tierra se reencarna en variados personajes mitológicos encargados de evitar que le esquilmen las riquezas milenarias tan celosamente guardadas.
Víctor Montoya, autor del libro Cuentos de las minas, extrae de los relatos populares, de las supersticiones mineras, el trasfondo, lo que se mueve por debajo de la superficie, el por qué de las cosas que suceden a las familias mineras. En las leyendas aparecen personajes como el Timbrero, un minero encargado del ascensor de la mina que luego se convierte en un ser prodigioso que hace milagros con sólo hablar y tocar a la gente con las manos; la Chola Uncieña, la enamorada del diablo que permanece para siempre esculpida en el perfil de un cerro y emite quejidos que sobresaltan a los temerosos; el hijo del Tío, un duendecillo travieso que se aparece algunas veces en forma de gato negro, perro blanco o gallo rojo; la Virgen del Socavón, la deidad que sirve para equilibrar, desde el lado bueno, la balanza que, en lado opuesto, ocupa el Tío y que han pactado estar juntos en la fiesta del Carnaval, entre muchos otros. En las minas, vive el Tío y él garantiza la vida y cierta prosperidad.
“No soy un diablo traído en las carabelas de los conquistadores, sino la deidad sagrada y mitológica de los urus, entre quienes cuidé de los animales silvestres desde los albores del Mundo, hasta que cierto día, al enterarme de que los hombres me dieron la espalda para adorar a otro dios más luminoso y poderoso, opté por vengarme de la traición acumulando el fuego volcánico de las montañas, en cuyas entrañas atronaron voces más fuertes que los truenos (…) De dios protector de los urus y los rebaños silvestres, me he convertido en el Supay protector y benefactor de los mineros, quienes, merced a sus supersticiones y creencias pagano-religiosas, me confunden con Lucifer y con la deidad protectora de las riquezas de la mina, donde me tratan con temor, cariño y respeto”, dice Montoya en «El último pijcheo».
El Tío “existe”, se limita a decir Juan mientras conversamos sentados en una de las galerías. “Creemos que la montaña está viva y que hay que respetarla. Por eso le ofrendamos coca y alcohol. A la montaña le gusta que nuestro aliento exhale la pureza de la coca y el alcohol”, cuenta, mientras de un trago bebe la mezcla de coca cola y alcohol fino, el whisky minero, que nosotros llevamos como regalo para ellos. “La montaña nos tiene que dar su permiso para trabajar aquí. Es ella la que permite que cada día salgas vivo con el dinero que tu familia necesita para comer. Somos muy supersticiosos, aunque aquí abajo lo primero que aprendes es que ese Dios del que hablan los curas no existe”.
En las minas el Tío tiene su espacio. Antiguas galerías cegadas que actúan, de facto, como pequeñas capillas donde se dan de la mano las tradiciones paganas de ambos lados. La efigie, desastrada, está rodeada de ofrendas de todo tipo: botellas vacías, cigarrillos a medio fumar, guirnaldas de papeles de colores, coca. La creencia fundamenta que además ese whisky boliviano lava el alma, cura el cuerpo del arsénico y permite sobrellevar los días tiznados.
Don César vivió siempre de la mina. Trabajador comprometido desde su juventud con las transformaciones políticas asegura que tuvo problemas con el poder casi como una constante en su vida. “Barrientos y García Meza me persiguieron y Banzer me encarceló y me torturó”, cuenta. Nos encontramos de casualidad en la plaza del centro de Potosí y en seguida nos pusimos a conversar. Aunque ya no trabaja en las minas le pregunto por las condiciones laborales que sufren los mineros bolivianos. Piensa, respira y cuenta: “El trabajo en la mina siempre fue muy duro y mal pagado. Bajas a 400 metros dentro del cerro y te pasas más de ocho horas trabajando sin descanso sin saber si vas a salir vivo. Sí que eran muy duras… fíjate que una vez un compañero perdió pie y cayó por un agujero más de 200 metros. Fue nada, un descuido de un segundo y lo recogimos hecho pedazos. Allá abajo te puede pasar de todo. Derrumbes, explosiones, un mal escape de gas… te quedas sin aire en un momento y se acabó. Y después está el Tío”.
– ¿De verdad existe?, le pregunto.
–Yo lo vi una vez. Me mandaron a bombear al fondo de la galería y el motor hacía un tremendo ruido. Cuando di vuelta la cabeza pude ver una sombra y me agaché tras apagar el carburo. Allí estaba el Tío con la China Supay, su mujer.
Don César me mira y me pregunta si me lo creo. Opto por no tomar partido. “Vi al tío y a su mujer caminando por el fondo de la mina. Cuando eso sucede hay que esconderse bien para que no lo vean a uno y poder vivir para contarlo”, afirma.
–Si a uno lo ve, ¿el tío te mata?, le digo con mucha curiosidad.
–A lo mejor en ese momento no, pero en la mina cualquier cosa te puede matar. Por eso hay que ofrendar regalos al Tío. Puede que ese día escapes, pero quien sabe cuándo puede ocurrirte un accidente.
–¿Y cómo es?, digo.
Don César pierde la mirada hacia el techo. Como si intentara recordar. “Es alto, blanco y tiene barba”.
–¿Es español?
–Es probable, porque es malo, sentencia.
Cooperativas neoliberalizadas
El cooperativismo minero nació en la ciudad de Potosí en 1939 con la fundación del sindicato de Palliris y Ckacchas libres, como una primera experiencia de asociación entre trabajadores que no disponían de capital para la explotación independiente de yacimientos minerales. Esta forma cooperativa terminaría décadas más tarde siendo utilizada y desvirtuada por el modelo neoliberal, que comprendió que para abaratar costos laborales, disminuir pagos tributarios y eludir problemas ambientales, bien podía acoplar las empresas privadas con las cooperativas.
De ahí vienen los contratos de subarrendamiento, cuya legalidad hoy está siendo investigada.
Al interior del sistema, algunas cooperativas han perdido su naturaleza inicial de instituciones sin fines de lucro asumiendo formas empresariales propias del capitalismo global. Según los relatos de los mineros, los socios antiguos se convierten en empresarios y los trabajadores voluntarios, a los que también se les suele llamar peones o makunkus, conforman un grupo que se encuentra en condiciones de precariedad: sin acceso a seguros de corto o largo plazo, sin estabilidad ni contrato, sin seguridad industrial, muchos de ellos menores de edad y sin derecho a asociarse en sindicatos. A su vez, es alarmante el impacto ambiental de estas operaciones mineras que realizan escasas inversiones en tecnología. Las personas en Potosí dicen que en esa tierra no crece nada por la cantidad de arsénico que tiene el agua.
Por otro lado, según el economista y ex senador boliviano Eduardo Maldonado, el cerro de Potosí corre el riesgo de hundirse. Maldonado, quien fue senador por esa provincia en el periodo 2006-2009 por el oficialista Movimiento al Socialismo (MAS), advirtió al portal Sputniknews que “existen estudios geológicos que demuestran que el milenario cerro que fue explotado desde tiempo de la colonia española, estaría en una situación de precariedad tal que pueden darse mayores hundimientos en un futuro próximo”.
Citado por el diario Página Siete de La Paz, el viceministro de Desarrollo Productivo Minero Metalúrgico, Víctor Flores, informó que el relleno de la cúspide del Cerro Rico tiene un avance del 70 por ciento y que se tiene previsto culminar el trabajo en los próximos meses. El Gobierno boliviano impulsa un programa de relleno de la cúspide del Cerro Rico de Potosí y ha invertido más de 243.000 dólares en lo que ha denominado la segunda fase de este intento por mantener la forma original de la montaña.
Sin embargo, el ex senador potosino afirmó que lo que se está haciendo no resolverá el problema porque “hay una total desfiguración de la estructura del cerro”, y remarcó que “los trabajos que se están haciendo para rellenar en el boquete de la cúspide quedarán como un hecho simbólico y sólo habrá significado una erogación enorme de recursos económicos para la Corporación Minera de Bolivia. En la medida que continúen la explotación minera, las detonaciones de dinamita, la acción de la empresa Manquiri, filial boliviana de la estadounidense Coeur y los mineros cooperativistas, prácticamente cualquier trabajo de restauración de la cúspide del cerro será en vano”.
Los vagones siguen siendo empujados a fuerza de brazos, van y vienen, no tienen frenos. Algunos son empujados por chicos. “Por la mañana van al colegio y por la tarde trabajan”, dice Ivis. No logro averiguar qué cantidad de menores trabajan en el hormiguero que acuña el cerro, pero ella cuenta que algunos empiezan a trabajar a los 12 años. No transitan generalmente por las galerías que frecuentan los turistas extranjeros que se acercan a la mina, que es también una atracción turística y una fuente de ingresos más para los trabajadores y trabajadoras.
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Cómo visitar el cerro
Para visitar las Minas de Potosí es conveniente hacerlo con una de las empresas autorizadas. La mayor parte están asociadas a las cooperativas de mineros que explotan los pozos, lo que convierte al turismo en una fuente de ingreso más para los trabajadores. Antes de subir al cerro, los guías llevan al turista al llamado barrio minero, donde se pueden comprar regalos. También hojas de coca, alcohol, dinamita y mechas. En 1987, el Cerro Rico de Potosí fue declarado por la UNESCO (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura) patrimonio de la humanidad y la imagen del yacimiento minero está inserta en el escudo nacional de Bolivia.