En 1980, la dictadura incineró un millón y medio de libros del Centro Editor de América Latina. Ahora, en el mismo terreno baldío de Sarandí, el grupo La Grieta conmemoró ese hecho junto a referentes de la emblemática editorial que dirigió Boris Spivacow y proponía “más libros para más”. Amigos de distintas generaciones se acercaron para confirmar que los libros viven.
Por Josefina Oliva
Producción J.O. y Daniel Badenes
Fotos Gabriela Hernández
“Hasta hoy recuerdo a uno de esos policías que nos pidieron que les sacáramos una fotografía cuando empezaban a quemarse los libros, porque dijo que ‘la patrona’, su mujer, no le iba a creer que se quemaran libros. Mientras nosotros escuchábamos eso y le sacábamos la fotografía, pasaban algunos que salían de acá, de la fábrica, y gritaban: ‘¡Se queman libros! ¡Se queman libros!’”.
La anterior es una de las escenas con las que Amanda Toubes recordó la quema de un millón y medio de libros del Centro Editor de América Latina (CEAL) en 1980. Fue en el acto que se desarrolló el 26 de junio pasado, a 33 años de aquel terrible episodio ocurrido en la última dictadura cívico militar en lo que fue un terreno baldío lindante con una fábrica de tambores, en la calle Ferré entre Agüero (hoy Crisólogo Larralde) y Lucena, de Sarandí, Avellaneda. A sólo cinco cuadras de allí, en Agüero y O’Higgins, funcionaba uno de los depósitos de esa mítica editorial, una de cuyas sus colecciones, la “Nueva Enciclopedia del mundo joven”, dirigió Amanda.
El Centro Editor (como lo nombran muchos de los que trabajaron allí) funcionó de 1966 a 1995. Dirigido por Boris Spivacow, llegó a publicar 5.000 títulos, en varias colecciones: “Serie del encuentro”, “Los cuentos de Polidoro”, “Capítulo mi país, tu país”, “Siglomundo”, “Atlas total de la República Argentina”, “Biblioteca Básica Universal”, “Los cuentos del Chiribitril”, “Enciclopedia del pensamiento esencial”, “Primera historia argentina integral”.
Orgullosos de pertenecer a ese mundo editorial, sus integrantes lo recuerdan como un lugar de intenso trabajo donde entre todos aprendían y eran muy compañeros; y destacan el rol que cumplía su director para llevar adelante semejante proyecto. “Su misión era que tuviéramos fondos para poder publicar. Era ‘amarrete’, cada peso lo multiplicaba por cinco —rememora entre risas Sara Rietti, que formaba parte del directorio de la editorial—. Le importaba mucho que el libro tuviera una entidad propia, que la gente muy sencilla se acostumbrara a tenerlo en la mano. Boris veía en el libro un instrumento de igualación, de acceso al conocimiento”.
Los libros viven
El acto realizado en junio último en Sarandí para conmemorar aquel crimen cultural fue organizado por el colectivo cultural platense La Grieta, que montó la muestra “Libros que muerden”. Este trabajo, desarrollado desde 2006, reúne literatura juvenil e infantil censurada en la última dictadura. Entre sus piezas se encuentran varias publicaciones de Centro Editor, como volúmenes de la “Nueva Enciclopedia del mundo joven”. De allí el interés por reunirse con Amanda.
“Un 26 de junio de 2012 conocimos a la señora Amanda Toubes, el mismo 26 de junio, casi sin saberlo. La buscábamos, buscábamos la Nueva Enciclopedia…, la encontramos, la arrancamos de ese lugar donde estaba perdida en el ostracismo y la pusimos en las plazas, en las escuelas, en las manos de la plaza pública”, recuerda Gabriela Pesclevi, de La Grieta, que trabaja con la muestra de libros censurados desde su inicio. Con ese proyecto no sólo pretenden reunir los libros que se quemaron, que se prohibieron, que se perdieron o que debieron ser escondidos por sus propios dueños por la persecución de la dictadura: también investigan, rastrean y van en busca de quiénes los hicieron. Así llegaron a Amanda, e impulsaron un homenaje por aquellos libros que se destruyeron, por aquellas páginas que conforman ese fragmento de historia hoy recordado.
Amanda, que trabajó en el CEAL desde 1973 hasta su cierre, compartió otro gran recuerdo: “Lo único que dije, y vuelvo a decir, es: ‘Si en este período se queman hombres, mujeres y niños, no importa que quemen libros. Los libros se vuelven a hacer, la gente no’. Quiero decirles esto porque en aquel momento, la muerte de un compañero, asesinado y tirado en un zanjón, y las personas queridas y desparecidas eran el verdadero símbolo de la dictadura. Los libros siempre son parte de las dictaduras, porque esos libros traen palabras, sueños… Traen lágrimas y risas. Los libros son nuestro refugio cuando estamos solos, cuando viajamos, cuando le leemos a un niño, a un hijo, a un nieto. Son la palabra que cubre las distancias de otros hombres y otras mujeres y otros sueños. Por eso los libros viven; por eso estamos acá”.
Un año antes del acto —recordó Gabriela—, el equipo que trabaja con la muestra de libros había estado recorriendo las calles de Sarandí, buscando alguna pista, algún relato que pudiera aportar más información sobre la historia de la quema. Así dieron con un cartonero “que había estado el 26 de junio de 1980 tratando de agarrar unos cuantos libros y salvarlos del fuego, aunque no pudo”.
También pudieron hablar con una kiosquera, “que vive a media cuadra de donde ocurrió la quema —agrega Débora Elescano, otra integrante del proyecto—. Era un relato como para volverla a escuchar y a leer, porque la señora al principio decía ‘no, yo no sé nada, no sé nada, siempre viví acá pero no sé nada’, y después cuando entró en confianza habló de los días y días que vio humo, que no sabía que era por lo del Centro Editor, pero que suponía que tenía que ver con la dictadura”.
En el encuentro estuvieron presentes ex integrantes del CEAL, amigos (adultos, pero también jóvenes y niños) de Sarandí y de La Plata, unos 25 chicos del programa Envión (del Ministerio de Desarrollo Social de la Provincia), e integrantes de la comunidad educativa de las escuelas 15 y 40, ubicadas en Avellaneda. “Tomamos contacto con la gente de la zona para que quedara algo en el tiempo, en el territorio. Por eso quisimos crear el vínculo con las organizaciones, que no fuera una cuestión aislada, y que hubiera gente invitada de la zona. Ese fue el deseo cuando empezamos a pensar en un acto”, afirma Elescano.
Allí, frente al lugar de la quema, en una de las paredes de la fábrica de tambores, quedó colocada una placa que reza: “Más libros para más (la consigna con la que a Boris definía su proyecto editorial). Porque la memoria está encendida. A 33 años de la quema de libros del Centro Editor de América Latina. Grupo La Grieta. Ing. Jorge Ferraresi, intendente municipal. 1980 – 26 de junio -2013. Avellaneda”.
Eso que había que hacer
“Un 35 % de la literatura allí existente” tenía “tendencia ideológica cuestionable”, para el ojo censor de la dictadura en los exhaustivos análisis de contenido aplicados al material secuestrado en un operativo de diciembre de 1978, según consta en el archivo de la Dirección de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires (legajo DIPPBA Nº 12.505 de la “Mesa DS”). A pesar de los reiterados allanamientos, las bombas colocadas en depósitos y oficinas del Centro Editor y la persecución y censura que se aplicaba a la cultura en general durante la dictadura, Boris Spivacow —un licenciado en matemáticas, docente y editor, hijo de padres rusos, judíos y anarquistas nacido en Buenos Aires en 1915— no cesó de trabajar para editar libros y colecciones. Porque, como él decía, “no hacía nada de malo”.
Su hijo, Miguel Spivacow, lo recuerda así en diálogo con La Pulseada: “Mi papá en algunos sentidos era ingenuo; por ejemplo, él estaba bien seguro de que no hacía nada mal, y la verdad es que no era un tipo político en el sentido de que no tenía ningún contacto con la guerrilla ni con algún partido político. Pero lo que hacía mal, por lo menos para los militares, era publicar libros y publicar ideas. Él decía ‘yo no hago nada malo, yo voy a explicar lo que hago’, y cuando él decía eso todos temblábamos, porque decíamos: ‘no papá, no es así’”.
Miguel cuenta que en su familia vivieron esa época con mucho miedo. Más de una vez quisieron irse al exterior, pero su padre no quería saber nada. “Era extremadamente valiente, en lo que hacía no lo paraba nadie, y eso era publicar libros que eran peligrosos, peligrosos para los militares”.
Un día, en la dictadura, Miguel acompañó a su padre a encontrarse con un abogado. Habían detenido a cinco empleados de uno de los depósitos del CEAL y los tenían de rehenes hasta que se presentaran las autoridades. “Le rogamos a mi padre que no se presentara”, cuenta Miguel. Pero no hubo caso. “Hacía todas las cosas que uno diría ‘no hagas’. Por ejemplo, varias veces detuvieron a sus empleados y mi padre les seguía mandando el sueldo a la casa; o les mandaba libros a los presos en las cárceles. Tenía un concepto así de que ‘eso hay que hacerlo’, y lo hacía. Era bastante sencillito el planteo”, recuerda Miguel entre sonrisas. En el camino a encontrarse con el abogado, Boris le preguntó a su hijo: “Miguelito, vos que sos médico, si me torturan, yo, ¿qué enfermedad puedo decir que tengo? Y sí… era sí”.
Artístico, lindo y barato
“¡Un buen libro por semana, al precio de una revista. Para que usted pueda seguir leyendo los mejores libros al 50% de su precio! Cómprelos semana a semana y forme la nueva biblioteca. ¡Un mundo de lecturas apasionantes! ¡Un proyecto cultural de extraordinaria importancia!”. Con este texto salía la publicidad del Centro Editor en la prensa gráfica. Una buena síntesis de los recuerdos que narraron los integrantes del CEAL que estuvieron en el homenaje.
“Era una cosa muy de conjunto, tenía que ser artístico y barato. Dios sabe cómo, el resultado eran esos libritos que eran preciosos”, cuenta Marcelina Jarma, que se desempeñó como correctora del Centro Editor.
Sara Rietti, que trabajaba además en el Consejo Directivo del decanato de la Facultad de Ciencias Exactas (UBA), donde Boris enseñaba análisis matemático, cuenta: “Yo decía que muchas veces no podíamos trabajar porque lo único que teníamos que resolver eran los pedidos de dinero de Boris para el Centro Editor. Siempre necesitaba más, pero bueno, después uno tenía la satisfacción de ver los libros en el kiosco de la Facultad, y lo que más me emocionaba era ver gente muy sencilla, andando por la calle Florida, con una bolsita con libros. Por ejemplo, cuando salió el Martín Fierro fue un boom, entonces yo iba a Florida nada más que para ver a la gente que salía de comprar el librito. Es decir, Boris es una persona que acercó el libro, la publicación, a la gente”, define Rietti.
“Le importaba mucho que los libros fueran muy lindos, de muy buena calidad… que tuvieran característica de libro. Por ejemplo, a los libros chiquititos, como él era matemático, les había dado el formato para poder aprovechar el papel, lo mismo con los más alargados”, describe Jarma. “‘¿Cómo que eso es un libro?, ¡eso es una revista!’, se quejaba de las publicaciones que se decían libros y no tenían lomo. ´Tiene que ser un librito con lomo y estar bien puesto el número de la colección´”. Jarma repite una de las condiciones que ponía Spivacow para llevar adelante sus ediciones.
Nunca dejaron de trabajar
“Entrábamos a las 8 y a las 14.30 nos íbamos, pero trabajábamos a full —cuenta Juan Carlos Giraudo, encargado de coordinar la salida de las colecciones desde que recibía en mano los originales—. Venía el jefe de colección y a partir de ahí yo me hacía cargo hasta que el libro estuviera en la calle: lo mandaba a componer, luego a corregir, a hacer los vegetales, después se lo daba a la gente de producción y de ahí se mandaba a imprenta”.
En el Centro Editor llegaron a ser 50 quienes trabajaban para sacar seis colecciones semanales, entre libros y revistas que tenían una fecha precisa de salida. Era un ritmo agitado. “Te daban el original una semana antes, tenías que mandar a componerlo, corregirlo, imprimirlo, todo en una semana”, agrega Juan Carlos.
En ese marco, todos rescatan lo mucho que aprendieron, entre discusiones y un ritmo de producción que no se detenía. “Nunca dejamos de trabajar. Qué interesante, en los momentos más duros había que sacar fascículos, libros, ir a la imprenta, al taller, a todas partes… No se podía renunciar al trabajo, eso es lo que recordé hoy también —reconstruye Amanda—. No podíamos decir ‘pasó tal cosa, desapareció fulano, y hoy no trabajo’. Había que laburar”.
En el homenaje en Sarandí se vio cuán gratificante era ser parte de una editorial que sacaba una publicación nueva todos los días, y al lado de Boris, un editor que trabajaba para que los libros llegaran a todos, empezando por su propio equipo de trabajo. “Cada vez que salía un nuevo libro, Boris los repartía a quienes trabajábamos allí, entonces todos teníamos todos los libros”, apunta Marcelina. “¡Sí! ¡Aunque fuéramos burros, todos teníamos libros! —agrega Sara, y bromea—: Y de vez en cuando nos podía preguntar algo de alguno, ¡así que mejor que los leyéramos y nos pusiéramos al día!”.
Todos los que han buscado imponerse quemaron libros
Por Lalo Painceira
La quema de libros del CEAL fue la más imponente de las realizadas por la última dictadura. Pero no la única.
Comenzaron temprano. A los dos meses de constituirse la dictadura, el general Luciano Benjamín Menéndez, patrón del norte del país, dueño absoluto de la vida y la muerte de sus habitantes, procedió a incinerar libros. Al año siguiente fue en Rosario y también en Buenos Aires, pero esta vez le tocó a la legendaria editorial Eudeba. No fue en silencio. Hasta hubo discursos. Porque esos libros “deformaban las mentes de los jóvenes argentinos”. ¿Los autores perseguidos? María Elena Walsh, Proust, García Márquez, mi amado Cortázar, Saint-Exupéry, Paulo Freire e incluso los “Veinte poemas de amor” de Neruda.
¿Fueron los únicos casos? Para nada. Existió la autocensura, cientos y miles de libros se quemaron clandestinamente en los patios traseros de las viviendas, en las cocinas hogareñas, en los WC.
¿Por qué los dictadores buscaron hacer desaparecer textos? Porque lo importante es silenciar la palabra. La palabra significa siempre una amenaza a los que pretenden detener el curso de la historia, sus cambios y su crecimiento dialéctico. Le temen. Por eso desde siempre quisieron destruirla. Aniquilarla o ser sus únicos propietarios. Reemplazar las voces populares.
No fueron originales los Videla, los Massera, los Agosti, los Menéndez y los nuevos Torquemadas. Todos los que han buscado y buscan imponerse sobre las mayorías y sus vanguardias han quemado libros y fusilaron y asesinaron a los militantes populares que los poseían y los habían leído.
El motivo es el deseo y la necesidad de adueñarse del verbo. Saben que si llegan a escucharse esas voces que claman justicia, igualdad, libertad, propiedad común de los bienes productivos, su poder se derrumbaría.
Las hogueras quemando libros significan el prohibido pensar, el prohibido abrir la mente, el prohibido amar al prójimo, el prohibido decir nosotros y hablar de historia. El prohibido dudar, defender un mundo más justo, igualitario, libre, sin exclusiones. Y desde ya, prohibido leer, conocer que existen otros mundos que no son el nuestro pero están en éste.
Pese a que se opongan a que el mundo cambie, lucharán contra los molinos de viento. La historia está en marcha. Y un nuevo mundo puede comenzar a aparecer. Los jóvenes que asumen la práctica política (en grupos kirchneristas, movimientos como el Frente Darío Santillán o las juventudes guevaristas o cualquier otro que enarbole banderas de justicia) ganarán la pulseada. Aquellos jóvenes estudiantes y obreros franceses que en 1968 —la década anterior a la quema de los libros del CEAL— escribieron en las paredes “Prohibido prohibir” habrán perdido una batalla. Pero como le dijo el gran Sartre a Daniel Cohn-Bendit: “Ustedes han logrado la expansión del campo de lo posible”. De eso se trata.