Hace 40 años Alberto Morlachetti fundó en Avellaneda Pelota de Trapo, así como Cajade creó en La Plata hace 30 el Hogar de la Madre Tres Veces Admirable. Hoy estas obras siguen hermanadas y por eso nuestra revista puede seguir saliendo, desde la imprenta Manchita. En diálogo con La Pulseada, este amigo entrañable de Carlitos, con quien fundó el Movimiento Nacional de los Chicos del Pueblo para denunciar que “detrás de cada chico en la calle hay un padre sin trabajo”, revive anécdotas, reflexiona, se emociona y nos recuerda cómo seguir esta lucha: con ternura, siempre con ternura.
Por María Laura D’ Amico
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A diez cuadras de la estación Darío y Maxi, sobre la avenida Yrigoyen, en Avellaneda, una puerta de madera da a la calle justo al frente de un quiosco de revistas. Detrás de la puerta, una escalera conduce a lo que ahora es el living comedor de una vivienda sencilla: un dormitorio, baño amplio, cocina y un patio muy pequeño con una decena de macetas que verdean el cemento. La mesa de la cocina es redonda y de madera, y tiene un mate recién preparado, un plato con galletitas, una bolsa con pan lactal, una notebook, un teléfono inalámbrico, un par de anteojos con aumento, hojas en blanco, hojas escritas y una carpeta de papel brillante que dice en su tapa “Pelota de Trapo”.
En una de las sillas que están junto a la mesa, Alberto Morlachetti, sociólogo, metro noventa y uno, pelo lacio y gris, jogging negro, buzo verde oliva y zapatillas de lona, acomoda su osamenta y lanza la primera cachetada: “La crueldad del sistema tiene la misma intensidad en todas las épocas. Puede haber más o menos muertes pero la crueldad es intrínseca al sistema”.
Morlachetti es el fundador de Pelota de Trapo, una organización hermana de la Obra de Cajade, que comenzó a funcionar mucho antes en Avellaneda, allá por 1974, cuando se creó la Casa del Niño, un lugar “pensado para acompañar, ayudar, abrazar a las madres, a los padres o a quien cuidase del chico”, y ayudarlos en la crianza, a contraturno escolar. “Nosotros asegurábamos el desayuno, el almuerzo y la merienda; un par de zapatillas digno, un guardapolvo, lápiz y cuaderno para que el chico hiciera la escolaridad. Y también un consultorio médico que está vigente, que pudiese auscultar las ñañas de los chicos, y un consultorio odontológico”, relata.
La idea de crear la Casa del Niño nació de los encuentros que Morlachetti compartía con los pibes del barrio. “En ese entonces no había muchos chicos en la calle. Creo que los chicos me buscaron porque yo jugaba mucho con mi hijo. Nos veían jugando y se acercaron, y yo los hice jugar a la pelota. Me divertía mucho, nunca sufrí de estar con los pibes, nunca me costó. Era como una cosa natural, que me salía”.
Así, rodeado de niños, Morlachetti empezó a hacer girar la rueda. “Para la gente del barrio estaba esa concepción sarmientina de que el chico no es hombre sino es a partir de la educación en la escuela pública de carácter punitivo. Es la ridícula concepción que dice que el chico es criado para ser adulto y es tan absurdo como pensar que el adulto está pensado para ser viejo. Yo creo que eso es un error: el niño es una persona hermosísima y tiene inmensas posibilidades ahora”, indica.
Además de luchar contra la mirada arisca de la gente del barrio, Morlachetti se las tuvo que arreglar para conseguir un lugar donde desarrollar su proyecto. Al principio los echaban de todos lados hasta que finalmente la Casa del Niño se instaló en un predio ubicado sobre unas vías muertas (en las calles Martinica y Araúz, en Avellaneda), donde en 1948 se filmó la película “Pelota de trapo”. Dirigido por Leopoldo Torres Ríos, el film cuenta la historia de un pibe que jugaba al fútbol en el potrero con una pelota de tela. Cuando crece llega a jugar en primera división pero debido a un problema cardíaco el protagonista, encarnado por Armando Bo, tiene que retirarse en el momento de mayor éxito de su carrera.
De a poco y para dar respuestas a las nuevas necesidades, la obra se fue ampliando y 40 años después de aquellas primeras fundaciones cuenta con varios programas: la Casa de los Niños de Avellaneda, que atiende durante el día a unos 200 niños; el Hogar Pelota de Trapo, donde viven 25 chicos; decenas de pibes que concurren diariamente a la Escuela de Educadores Populares; una biblioteca; la Agencia de Noticias Pelota de Trapo; y tres emprendimientos productivos: Talleres Gráficos Manchita, la Escuela Panadería y Heladería Panipan y Granja Azul.
Épocas
Morlachetti señala que “hubo y hay pobres en todas las épocas de la Argentina, lo que pasa es que a veces la pobreza es más dura. En este momento lo que nosotros tenemos son familias uniparentales o familias cuyos referentes son los abuelos. Los niños son hijos de niños, porque las mamás tienen 17 o 18 años. Con el tiempo las familias ya no son de trabajadores, son las familias que perdieron el trabajo, que changueaban, que tenían trabajo de vez en cuando, o que directamente viven de la Asignación Universal por Hijo. Esto ha cambiado muchísimo. Los alimentos no alcanzan, es como que viven permanentemente con la ñata contra el vidrio en un azul de frío. Ahí se quedan, nunca llegan a tener lo que quieren. Y ellos sueñan cosas como sueña cualquier chico porque la televisión les alcanza una ilusión. Lo que no les alcanza es la cosa corpórea y real”, describe con amargura.
“Una cosa era cuando yo comencé en aquellos años tempranos y lo que es hoy. En aquel entonces no existía la droga, esta increíble situación que vivimos hoy en los barrios, donde los dealers son protegidos por la propia Policía. Es muy complejo esto. Vos, con tu trabajo, tenés que disputarle, por ejemplo, a la droga. ¿Sabés lo que es disputarle a la droga, donde ellos pueden sacar hasta $3.000 y $4.000 por mes? ¿Nosotros cómo hacemos para que el chico estudie el oficio que necesita y disputarle al mercado de la droga? A nosotros nos es muy difícil, entonces hemos tratado de bajar las edades y cubrir lo que podemos”.
Morlachetti se vuelve sombrío cuando habla del paco. A los 71 años, con 40 de experiencia en el trabajo con chicos, aún siente la impotencia de una lucha desigual para la cual sus armas parecen frágiles ante la enormidad del enemigo.
“El gobernador de la Provincia, Daniel Scioli, manifiesta que los causantes o la génesis de la inseguridad residen en los niños. Esa es una bestialidad. La inseguridad reside en los dueños de la droga, en los dueños de las empresas capitalistas, en los dueños de los grandes campos. Si no entendemos que el capitalismo es impiadoso, no entendemos absolutamente nada. El capitalismo se ha concentrado y al Estado de Bienestar hoy debemos mirarlo como algo lejano por el grado de concentración económica: la riqueza en pocas manos. Pero ocurrió un gobierno en la década de los ‘50 donde el Estado de Bienestar existía a pleno. Hoy no existe porque el grado de concentración ya no te lo permite. Entonces se les da una Asignación Universal que entiendo justa pero el problema es que no los saca de la indigencia: les modera la indigencia. Mucho menos los saca de la pobreza. Y el problema que esa Asignación los convierte a veces en rehenes de caudillos locales que no merecen pisar esta tierra”.
«Cajade era un militante incomparable”
A fines de los ‘80, Morlachetti con Pelota de Trapo, Carlos Cajade con el Hogar de la Madre Tres Veces Admirable y el obispo de Quilmes, Jorge Novak, fundaron del Movimiento Nacional de los Chicos del Pueblo, que agrupa a cientos de organizaciones sociales que luchan por los derechos de los niños. Cajade y Morlachetti trabaron una amistad entrañable y marcharon por el país de punta a punta para reclamar por los derechos de los pibes y de sus familias.
Morlachetti recuerda cómo lo conoció a Carlitos, un día que estaba en el Hogar, donde vivía en aquel entonces: “Yo no sabía que era él, porque los domingos venía mucha gente y de pronto apareció un tipo de vaquero, camisa escocesa, parecía de Los Redonditos de Ricota, porque era pintón Carlitos. ‘Dice que es cura’, me avisan. ‘¿Quién es el cura?’, pregunto, y lo buscaba en todos menos en él. ‘Yo soy Cajade’, me dice. Y ahí nos conocimos, estuvimos charlando, después fui a La Plata…”.
“A mí me invitaban de todos lados a dar charlas porque ya era conocido en el plano nacional y yo me llevaba a Carlitos porque era un tipo muy entrador, muy dulce, muy combativo. Para mí —esto lo dije en el libro Crónicas desangeladas (Editorial Pelota de Trapo, 2007)— era un militante incomparable. Tenía una valentía a toda prueba. Nosotros estábamos cruzando la calle por chicos asesinados en comisarías y me decía: ‘Flaco, son más los tipos que cruzan el semáforo que los que están en la marcha nuestra. ¿Qué estamos haciendo los dos solos perdidos acá en La Plata?’. Y yo le decía: ‘Tenemos que seguir porque a los pibes los mataron, Carlitos, y si no marchamos nos van a matar a nosotros’. Bueno, así tuvimos mil. Pero cruzamos todo el país, fuimos al Norte, al Sur, a Neuquén, Trelew, Rawson, Santiago del Estero, Entre Ríos, Corrientes, Misiones, ya ni sé… Yo con Carlitos compartí cosas imborrables”, afirma y pone puntos suspensivos para darle paso a su memoria.
“Una vez viajamos a Bolivia, porque a mí me pagaron de Nueva York para ir a un congreso internacional y yo con los viáticos lo llevé a Carlitos. Hicimos un quilombo hermoso en ese congreso, de novela. Él sabía construir los ‘no’. Sabía decir ‘no’. Hay algo de lo que no hay que dudar de Carlitos: era profundamente anticapitalista. Él fue a Cuba y cuando vino dijo: ‘El pueblo elegido por Dios es el pueblo cubano’. Yo me quedé sorprendido porque yo fui a Cuba y por supuesto que reconozco su educación, pero no sé si diría eso tajantemente. Carlitos era bondadoso y se sintió impresionado por esa bondad que no encontraba en otros lugares”.
Entre las recuerdos de Morlachetti asoma su intento frustrado por otorgar a Cajade a un cargo jerárquico dentro de la iglesia. Cuenta que tenía muy buena relación con Ana Cafiero (fue funcionario en el gobierno de la Provincia durante la gestión de Antonio Cafiero, entre 1987 y 1989) y contaba con su aval para postular a Cajade para ocupar el cargo de capellán de los institutos. A su vez, conocía a monseñor Antonio Quarracino, porque había sido obispo de Avellaneda. Un día Quarracino le dijo que lo fuera a ver. Estuvieron hablando media hora de Avellaneda, del viejo Agustín Perrone, un “peronista fanático y muy querido que había sido chofer de (Arturo) Jauretche y que estaba en nuestra Obra”, y de temas de actualidad, hasta que Morlachetti blanqueó el motivo de su visita: “¿Sabe qué?, tengo la solución. Yo tengo un capellán”.
—¿En qué pensaste?, preguntó Quarracino.
—En Carlos Cajade.
—¡Pero qué buena idea, Alberto, excelente! —mintió Quarracino. Y agregó—: Pero, ¿sabés qué? Es muy impulsivo. Ese muchacho es impulsivo y nos puede traer problemas. No solamente a mí, sino a la Iglesia. Yo tengo otro para vos que no te va a fallar.
“Quería que pusiera un mexicano preconciliar”, cuenta Morlachetti.
—Pero es mi amigo —le decía.
—Bueno Alberto, vos también en Avellaneda tenés tus cosas.
Las anécdotas compartidas con su amigo salen de la boca de Morlachetti en palabras elegidas con precisión y afecto. “Vos tenías que hacer algo y el primero que venía era él. Todos los otros que eran más revolucionarios, más teóricos, los que poseían el bagaje teórico, no tenían la valentía suficiente. Para ser condición humana tenés que tener un plafón de valentía y Carlitos tenía ese plafón muy alto. Eso era lo que le daba la posibilidad de transformar el mundo. Por eso es tan dolora para mí la muerte de Carlitos”, apunta.
Recuerda que cuando Cajade supo que iba a morir le pidió que fuera él quien lo despidiera. “No siendo un tipo creyente, Carlitos me pidió que yo le hiciera la señal de la santa cruz un día antes de morir. El quería que yo lo despidiera… Le pidió al amigo que lo despidiera. Es una belleza. Son cosas que guardo para siempre. Fue un amigo entrañable y lo quiero con el alma”.
La rueda que sigue girando
En 2007 a Morlachetti le detectaron cáncer de próstata. Tras 42 sesiones de rayos, hoy está totalmente recuperado. “Salí, zafé. Lo que no zafó Carlitos”, cuenta con congoja. En ese momento decidió mudarse de la Obra para irse a vivir solo en la casa que está frente al puesto de revistas. La misma casa que supo ser un jardín maternal de Pelota de Trapo; la misma en la que Morlachetti recibió el telegrama de “subversivo” en plena dictadura y lo obligó a irse al interior durante más de un año; la casa que reventaron dos veces los milicos y que Morlachetti reconstruyó con sus propias manos; la casa que es su domicilio pero que es también su hogar porque “está llena de recuerdos hermosos”; el lugar por donde pasan decenas de amigos y de niños cada semana; el lugar que recibió muchas veces a Cajade.
La Obra es el motor, la rueda que un día puso en movimiento y nunca dejó de girar: “En general por la Obra me doy una vuelta todos los días, excepto como hoy que estoy con dolor de cintura. Trato de preservar la osamenta porque hay una cosa que cambió: los chicos no son como antes. Estos chicos no tienen nada que ver con lo que eran cuando empecé. Hay un grado de deshumanización muy alto. Pueden tener 14 o 15 años pero su deshumanización es proporcional al lugar donde se crían. Entonces tenés que estar muy fuerte físicamente y de acá (se señala la cabeza). Son muy complejos los pibes, no es como antes; tenés que tener una presencia muy especial y una enorme dosis de ternura, no es fácil”.
Para Morlachetti, la actividad que puede devolver un pedazo de esa deshumanización es el trabajo: “Con el trabajo podes sembrar productividad, democracia, compañerismo, solidaridad y fundamentalmente transmitís humanidad —apunta—. Sacarle al chico el trabajo como potencial axiológico solamente se le ocurre a estos tipos que no piensan. Para mí los 14 años es una edad justa para el trabajo y dejarse de joder con que si una hija ayuda a su madre a tender la cama es trabajo infantil. Porque para ellos el trabajo doméstico es trabajo infantil y no consideran trabajo infantil cuando aparecen en televisión, en el cine o en el circo. Es absurdo. Ellos consideran que el trabajo de los pobres es el trabajo que hay que prohibir, porque están penalizando a los pobres, no al trabajo. Todo lo que hagan los pobres está mal”, dice levantando el tono de voz.
“El único lugar que tienen los pobres para moverse es en los campos de concentración donde viven que son las villas. Porque en las villas se muere y se vive de cualquier manera. Ahí no hay Estado de Derecho, hay estado de excepción. En Recoleta, para entrar a un departamento, vos tenés que llevar una orden de un juez. Aquí lo único que tenés que llevar es la culata de un fusil y les rompés la puerta. ¿O alguna vez viste que llevaran la orden de un juez a una villa de emergencia? Eso es lo que está pasando: somos injustos”.
Cada vez que Morlachetti se exaspera al hablar de esa pobreza que le duele, encuentra en su Obra un remanso que le recuerda por dónde está la salida. Cuenta que muchos de los chicos que aprendieron el oficio en la imprenta o en la panadería de Pelota de Trapo le han ganado una pulseada el sistema que los dejaba a un lado insertándose laboralmente y obteniendo sueldos que les permiten llevar una vida digna.
“Tenemos un nivel alto, tenemos muy buenas obras, son de calidad” afirma con orgullo y agrega: “Si nosotros no tuviésemos la imprenta no podríamos sostener esto. La obra se cae. Pensá que el monto de las becas que paga Scioli por chico es el mismo desde hace cinco, casi seis años atrás”.
Cuando hace referencia a Manchita se entusiasma y explica cómo obtener una buena impresión, habla de cantidad de pixeles, del gramaje del papel, de diseño, de cómo hacer una buena tapa. Toma con las manos la carpeta de papel brillante que está sobre la mesa y extrae fotos de niños con dientes blanquísimos; una nena de pelo negro y largo jugando al ajedrez, Morlachetti de joven teniendo en brazos a un bebé; educadores que miran de frente a la cámara; máquinas en funcionamiento; jóvenes trasladando resmas de papel. Ahí sobre la mesa de una vivienda sencilla de la Avenida Yrigoyen, está impreso el futuro.
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