Publicado originalmente en marzo de 2007
Dicen que uno no debe volver a la aldea donde fue feliz. Aunque quizás no sea una sola aldea, quizás sean varias las aldeas en las que uno ha ido dejando en la vida pedazos de felicidad. Casi siempre alcanza a reconocerlas cuando se ha alejado mucho: pocas veces, casi nunca, uno se da cuenta que está abandonando su territorio, recién cuando se alejó bastante uno descubre que “aquello” era la felicidad. En mi caso, si yo tuviera que elegir una aldea en la que fui feliz, esa aldea se parecería mucho a aquel barrio de Los Hornos de la primavera del 73 y a aquel árbol gigantesco que cobijaba a la casilla de madera de la unidad básica Juan Pablo Maestre, a la que venían algunas tardes Jorge Julio López y todos los López que venían después del trabajo a darle una palada al sueño de la revolución que creíamos inevitable. Porque en ese momento la revolución no era la palabra escrita en los libros de los grandes pensadores sino ese pueblo alegre y esperanzado, que aún recordaba los días en que había sido feliz y venía a construir con nosotros el regreso. Venían a zurcir el sueño con sus dedos de modista; a remacharlo con sus martillos de carpintero, a amasarlos con sus manos de cocinera, a blanquearlo con sus brochas de pintor y a edificarlo sólidamente con sus manos de albañil. A ese lugar era que venía Jorge Julio López a poner sus ladrillos de futuro, con la misma sobriedad y la misma prolijidad con que los ponía en las paredes.
Cuando yo me fui de esa aldea, la fiesta todavía no había terminado, aunque ya sospechábamos algunos chaparrones que nos harían entrar las mesas, suspender el baile, poner a resguardo la orquesta; pero nunca imaginamos de qué forma se abatiría la tormenta. Y tampoco voy a hablar de ella ahora, en este momento no creo que haga falta… todavía estamos mojados…
Después del aguacero me fue difícil volver a esa aldea. Y eso que yo he vuelto hasta a los caseríos más humildes de aquel pasado. Pero volver al barrio de la Maestre era distinto: las ruinas de aquella memoria no dejaron de crepitar nunca; bajo el fango de la inundación, que cubrió todo el barrio con la costra espesa de un silencio muy parecido al terror. Las pocas veces que volví se notaba que nadie tenía muchas ganas de hablar, como si temiesen que el pasado pudiese volver con sólo evocarlo. Y, para colmo, yo temía que me viesen como al emisario de la tormenta, que llegaba arrastrando un barrilete de nubes negras anudado a sus piernas.
Las veces que fui a verlo a López a la casa, sentí que estábamos en la misma clandestinidad del 76. Por eso ahora, que su historia ha salido a la luz por todos lados y que nadie puede ignorarla, ahora que buscándolo he podido exhumar viejos nombres y viejas sonrisas; ahora, recién ahora, siento que hemos salido de la clandestinidad y que podemos llegar a juntarnos otra vez a la luz del día, a la vista de todos, en una fiesta pública, aunque la mayor concurrencia sea la de las ausencias. Es por eso don López que a pesar de todo yo lo espero. Porque está pendiente esa peña etérea del reencuentro, porque por fin vamos a poder revivir lo que nos unía por sobre todas las cosas. Porque nos debemos el tiempo de la alegría. Por eso yo lo espero don López; por eso yo lo espero y no puedo dejar de recordar aquellos versos de Miguel Hérnández: “…que tenemos que hablar de muchas cosas/ compañero del alma, compañero”.
* Autor de Por algo habrá sido (Nuestra América, 2004)