La dictadura registrada en el diario de un obispo

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125-BonaminLos diarios privados que el provicario castrense Victorio Bonamín escribió en 1975 y 1976 contienen huellas del acompañamiento de la Iglesia al terrorismo de Estado, de su conocimiento de los campos de concentración y su justificación de la tortura. Acaban de ser valorados como prueba para las condenas por el asesinato del obispo Angelelli y se estudian en otras cuatro causas judiciales.

Por Ariel Lede y Lucas Bilbao

(Autores de un libro de próxima aparición sobre los diarios de Bonamín)

La cúpula de la Iglesia católica argentina acompañó activamente al terrorismo de Estado entre 1975 y 1983, legitimando privada y públicamente sus acciones, bendiciendo los métodos represivos y sellando la complicidad con un pacto de silencio que permanece intacto. Desde la recuperación democrática, las víctimas del genocidio y los organismos de derechos humanos han aportado pruebas para comprender y condenar aquel accionar conjunto entre la Iglesia y las Fuerzas Armadas. Pese a esto, la jerarquía católica nunca se detuvo a revisar su historia ni a elaborar un juicio crítico al respecto. La prensa del período, las investigaciones periodísticas y académicas o los testimonios de sobrevivientes parecen no ser suficientes para los obispos. Tampoco la condena a prisión perpetua que desde 2007 pesa sobre el ex capellán de la Policía bonaerense Christian Von Wernich, hasta ahora el único sacerdote condenado por su participación en el plan de exterminio (La Pulseada 55). El Episcopado, en el último documento que emitió sobre el tema (2012), esgrimió una vez más la “teoría de los dos demonios” y se escudó en su desconocimiento sobre el “modo de actuar” de los obispos de la dictadura —sus “hermanos mayores”— y acerca de cuánto “supieron de lo que estaba sucediendo”.

En 2013 la llegada de un cardenal argentino, Jorge Mario Bergoglio, al trono Vaticano trajo algunas esperanzas respecto de la apertura de archivos eclesiásticos para colaborar con los distintos juzgados, fiscalías y tribunales orales del país donde se desarrollan procesos por crímenes de lesa humanidad cometidos en la última dictadura. El “efecto Francisco” logró que luego de 35 años el Episcopado recibiera a las Abuelas de Plaza de Mayo, prometiera mayor celeridad en la colaboración, y hasta que su presidente, José María Arancedo, grabara un spot publicitario por la restitución de los nietos que aún viven bajo otra identidad. Pero aun detrás de los gestos de apertura del actual Papa se esconden los temores de avanzar en el descubrimiento de nuevos documentos y testimonios sobre la participación eclesiástica en la dictadura, capaces de incluirlo a él también, como ya ha sucedido: desde distintos sectores se denunció su presunta responsabilidad en dejar a la intemperie de la dictadura a los sacerdotes jesuitas Orlando Yorio y Francisco Jalics, que hacían trabajo barrial en el bajo Flores y fueron secuestrados en el centro clandestino ESMA. Como testigo, Bergoglio debió declarar hace algunos años ante el tribunal que juzga los crímenes allí cometidos (ver en esta revista, “La libertad de Ana y el olvido del cardenal”).

A diferencia del manifiesto interés de la Iglesia en participar, por ejemplo, en la formulación de leyes nacionales, no ha tenido la misma disposición para colaborar en estos juicios. Por el contrario, niega lo que esconden sus grandes archivos y encubre a los capellanes militares sospechados de participar en la represión.

Una nueva prueba histórica

Hace un tiempo se dieron a conocer dos diarios personales del obispo salesiano Victorio Bonamín, escritos durante los años del terrorismo de Estado, y la información que contienen se convirtió en un aporte novedoso para conocer algunos resortes de la última dictadura, ya que los diarios pertenecen a uno de los jerarcas católicos más comprometidos con su acompañamiento al gobierno militar.

Ordenado obispo por el papa Juan XXIII en 1960, Bonamín ocupó el cargo de provicario castrense desde entonces hasta 1982, y fue uno de los “jefes” de los más de 400 capellanes militares que integraron el Vicariato Castrense en la década de los setenta. Este Vicariato fue fundado en 1957, en la dictadura de Pedro Aramburu y en acuerdo con el Vaticano, para brindar “atención espiritual” a los militares argentinos. También se erigieron por ese tiempo otros ocho vicariatos en América. En nuestro país, la creación de esta particular estructura religiosa se enmarcó en la alianza que la Iglesia y las fuerzas armadas mantuvieron desde la década de los treinta, una asociación basada en la pretensión de ambas instituciones de elevarse en árbitros de la política y regeneradores de los “males” de la sociedad argentina: el liberalismo y el comunismo. Frente a ellos, debían defender la “esencia católica” de la nación.

Los diarios privados de Bonamín corresponden a 1975 y 1976; es decir, el último período del agonizante gobierno de Isabel Perón y el primero de la Junta Militar comandada por el general Jorge Rafael Videla. En sus 750 páginas, el obispo volcó día por día las tareas que tenía que hacer, aquello que ya había realizado y anotaciones sobre lo que decía o pensaba. Registró reuniones y conversaciones con oficiales y soldados de las fuerzas armadas, agentes de la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE), obispos y capellanes. También las numerosas “conferencias que dictó a los diferentes escalafones castrenses, que funcionaron como instancias de formación ideológica y de legitimación religiosa a las acciones contra las organizaciones políticas del peronismo y la izquierda.

Los nombres con los que Bonamín tituló cada una de ellas ponen de manifiesto tal función: “El momento actual de las Fuerzas Armadas”; “Religión y combate”; “Matar en combate”; “Visión teológica del militar”; “La Iglesia y la subversión”; “Administradores de la fuerza”; “Criterios sobrenaturales al accionar de los militares”, entre otras.

Otro dato crucial que surge de sus diarios es el pleno conocimiento que tuvo Bonamín sobre la metodología del Estado terrorista: figuran en esas páginas registros de al menos 20 personas secuestradas, asesinadas o desaparecidas, la aplicación de torturas a los detenidos y la existencia de centros clandestinos de detención. Pero no se trata sólo del conocimiento, sino de un acompañamiento activo: se preocupó por justificar la tortura desde un punto de vista teológico y se encargó de visitar personalmente, entre marzo y diciembre de 1976, 20 unidades militares que en su interior alojaban detenidos clandestinamente. Al contrario, fue casi nula su intervención a favor de esas víctimas cuyos familiares solicitaban ayuda.

Estos diarios son un aporte para reducir el vacío de información que la Iglesia ha sabido generar con éxito acerca de la organización de los capellanes militares. No se trata ya de artículos periodísticos de la época o relatos de sobrevivientes de la dictadura, sino que es la palabra —en primera persona y sin mediaciones— de uno de los obispos más vinculados con el poder castrense. Como ha dicho Juan Gelman: “Las dictaduras suprimen el testimonio de las víctimas, pero llevan sus propios archivos”.

Los diarios en los juicios

El material —que será próximamente publicado en un libro (ver aparte)— se presenta como una valiosa prueba para la Justicia y es utilizada en el presente en varios procesos por violaciones a los derechos humanos. Por ejemplo en la megacausa conocida como “Saint Amant II”, donde el Tribunal Oral Federal N° 1 de Rosario debe juzgar el asesinato del obispo de San Nicolás Carlos Ponce de León y de la privación ilegítima de la libertad de alumnos del Colegio Don Bosco, ocurridos en 1977 en el norte bonaerense. También el juzgado federal Nº 4 de Rosario trabaja en la actualidad con los documentos de Bonamín, por un lado en la llamada “causa Feced”, que investiga la responsabilidad penal del ex capellán policial Eugenio Zitelli, y por otro en la causa por el asesinato del militante montonero Luis Anselmo Bonamín —sobrino nieto del obispo— a manos de la Policía en 1976. Finalmente, a partir de un informe de la Comisión Provincial por la Memoria nutrido con extractos de los diarios, el ex secretario del vicariato castrense Emilio Grasselli podría ser imputado podría ser imputado en una causa que tramita el juzgado federal Nº 10 de Comodoro Py (ver en esta revista, “La libertad de Ana y el olvido del cardenal”).

En julio de este año, por primera vez los diarios fueron valorados en una sentencia, al finalizar en La Rioja el juicio por el asesinato del obispo Enrique Angelelli, ocurrido el 4 de agosto de 1976 a manos de los militares. El Tribunal Oral Federal Nº 1 de esa provincia condenó al ex general Luciano Benjamín Menéndez y al ex comodoro Luis Fernando Estrella a prisión perpetua por considerarlos autores mediatos del delito, e incorporó los diarios de Bonamín. Los jueces consideraron en los fundamentos del fallo (pp. 459-460) que “los militares no podrían haber matado a un Obispo sin complicidad civil y clerical”, complicidad en la que destacan poderosas familias terratenientes (entre ellas, la del ex presidente Carlos Menem), la campaña difamatoria del diario El Sol, el silencio del Episcopado y la exaltación de la violencia por parte del vicariato castrense.

La participación de la Iglesia

Los jueces riojanos resaltaron dos aspectos que las anotaciones de Bonamín reflejan respecto del contexto del asesinato. En primer lugar, el manejo de información sensible por parte del obispo. Citaron un extracto del 2 de septiembre de 1976 donde se pregunta: “Angelelli, ¿un tiro en la cabeza?”, y agregaron: “Bonamín era un hombre de consulta y articulador, porque era el que más recorría y visitaba poblaciones y unidades militares” (pág. 459); esto permite sostener que accedía a información relevante del ámbito castrense. En ese sentido, subrayaron el fluido y estrecho contacto del responsable de los capellanes con Menéndez antes y después del asesinato (pp. 547-548). Por eso, la duda de Bonamín sobre cómo fue asesinado Angelelli conlleva la constatación del asesinato, algo que fue insistentemente negado desde el momento en que se consumó por militares y eclesiásticos, que quisieron hacerlo pasar por un “accidente automovilístico”.

En segundo lugar, el Tribunal entendió que los problemas de jurisdicción y competencia entre el obispo de las Fuerzas Armadas y el de La Rioja son otro componente que explica la violencia militar contra Angelelli (pp. 389-394). Esos problemas se derivaban del siguiente hecho: en los territorios militares que se hallaban dentro de la diócesis de Angelelli, su autoridad sobre los sacerdotes, capellanes y actividades religiosas quedaba subordinada a la del vicariato castrense. De este modo, el sector más conservador de la Iglesia utilizaba lo territorial como instrumento para dirimir las diferencias ideológicas e imponerse sobre los renovadores. Así ocurrió también con otros obispos: Devoto (Corrientes), Ponce de León (San Nicolás), Marozzi (Resistencia) y De Nevares (Neuquén). Por esto, el vicariato operó como un actor funcional a la estrategia de los militares, quitando apoyos a Angelelli y exacerbando la violencia de los militares contra su trabajo pastoral (ver aparte).

Además del obispo fueron asesinados en La Rioja, en julio de 1976, los sacerdotes Carlos Murias y Gabriel Longueville, y el dirigente rural católico Wenceslao Pedernera. Para el Tribunal éstos no fueron “hechos aislados presididos por móviles particulares”, sino que “deben interpretarse y comprenderse en el contexto de un plan sistemático de eliminación de opositores políticos” (pág. 515). Angelelli fue hostigado desde su llegada a esa provincia en 1968, a causa de su trabajo pastoral en favor de campesinos y mineros, la promoción de cooperativas y del Movimiento Rural Diocesano, el enfrentamiento con la elite terrateniente y la aplicación del Concilio Vaticano II en el marco de su diócesis.

La Iglesia fue partícipe de ese plan, en algunos casos pasiva y en otros activamente. Este registro diario, en la pluma de un obispo que entraña una de las expresiones más paradigmáticas de identificación ideológica entre la Iglesia y las fuerzas armadas, reconfirma cabalmente que la última dictadura fue militar, civil y también religiosa.

 

La Iglesia y el asesinato de Angelelli

El 27 de junio de 1976 —según su diario personal—, Bonamín asistió a una ceremonia en la base aérea de Chamical (La Rioja). Estaba contradiciendo la decisión que había tomado el obispo riojano, Enrique Angelelli, de suspender las celebraciones religiosas en la unidad por la negativa de sus jefes a aceptar como capellán al sacerdote propuesto por él, Gabriel Longueville, y en general como respuesta a las hostilidades que sufrían varios clérigos, tales como grabaciones de misas, amenazas, detenciones y censuras.

38 días antes del crimen, el obispo de las Fuerzas Armadas atendió al pedido de los uniformados y ofició una misa en la base, en la que desafió a Angelelli: “El veneno que pueda haber en algunas criaturas no está dispuesto por Dios para el mal del hombre. Todo ello ha entrado por las argucias del demonio, y de quienes están de su parte. Son trabajadores de la muerte y han de sufrir sus consecuencias. […] Ustedes carecéis de una asistencia espiritual a la que tenéis derecho y a la que todos deberemos venir en auxilio”. Bonamín, además, almorzó con los jefes militares (entre ellos Estrella, hoy condenado por el asesinato) y conversaron sobre la necesidad de designar como capellán de la base a un sacerdote ideológicamente cercano al Vicariato.

La investigación

Desde 2009, Ariel Lede y Lucas Bilbao analizan los diarios escritos por el obispo Bonamín y, en general, la participación de la Iglesia católica en la última dictadura. El trabajo será publicado en un libro de próxima aparición que contendrá el primer estudio específico sobre el Vicariato Castrense en Argentina, que incluye una lista de 400 capellanes del período 1975-1983.

 

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