La consagración de la primavera

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Santiago Goicoechea

Sofía Viola, potente cancionista nacida en Lanús, acaba de editar su tercer disco: Júbilo. Producido por Ezequiel Borra, es una de las grandes noticias musicales de la temporada. “Me toca accionar desde mi lugar —dice—: desplegar la canción como bandera de mi corazón”.

Por Martín E. Graziano

Hay mujeres que son fatales. En un episodio de la serie The Big Bang Theory, Priya —la novia india de Leonard— le pide a Leonard que intente alejar del grupo de amigos a su ex: la rubia Penny. Con ciertas reservas, el muchacho accede. Pero a la hora de hablar con Penny recurre a una alegoría científica. Durante su estancia en las islas Galápagos, Charles Darwin se dedicó a estudiar con detenimiento las conductas de los pinzones. Entre otras cosas, el naturalista inglés observó que cuando varios grupos de pinzones competían por la misma fuente de alimentación, eventualmente alguno comenzaba a desarrollar un pico diferente para poder comer otra cosa. Bueno, para la música popular argentina Sofía Viola es un salto evolutivo: el pinzón con pico nuevo.

Por generaciones, los músicos de rock, tango, jazz, cumbia y folclore establecieron distancias prudenciales. Así, más allá de algunos intentos fructíferos, nunca lograron abonar un terreno mestizo. La intransigencia terminó imposibilitando que se generara el espacio que tanto en Uruguay como en Brasil propició los nacimientos del tropicalismo o el candombe beat. Durante la última década, una generación advirtió esa necesidad y comenzó a hacer sus propios ensayos para reorganizar la música del Río de la Plata (La Pulseada 94). Tal como había hecho Gardel a principios del siglo XX, se propusieron tensar el pasado y el futuro para buscar la canción del presente. Con un intervalo de cien años, ambos querían lo mismo: una sensibilidad propia.

La cuestión es que un buen día, desde el corazón del conurbano bonaerense, apareció una chica que podía articular todo sin pensarlo. En Parmi (2009) y Munanakunanchej en el Camino Kurmi (2011), sus primeros dos discos, aparecían elementos de la música andina (yaraví, huayno, cueca) mezclados con rock argentino, hot jazz, ranchera, tango, vals criollo y hasta vallenato. También humor y autogestión, conciencia planetaria y equilibrio. Todo metabolizado en una mirada, como la epifanía de Neo durante el clímax de la primera Matrix. Después supimos que, claro, Sofía Viola no había nacido del proverbial repollo: era la hija de Horacio Viola, trompetista del circuito de jazz, y una bailarina de ascendencia chilena; la sobrina del fundador del Parakultural y la ahijada adoptiva de José Luis D’ Amato, uno de los pilares periodísticos y ecológicos de revistas como el Expreso Imaginario y Mutantia. Una herencia contracultural que Sofía asumió tan naturalmente como su propia voz.

“Mi mamá me dejaba llorando con la música al palo en la cuna. Ella es melómana y bailarina de  ritmos latinos, así que desde chiquita escuchaba Ismael Rivera, Héctor Lavoe, Celia Cruz, Billie Holiday, La Lupe, Oscar D´Leon, Tita Merello, Dexter Gordon, Little Richard, Pérez Prado… Mi papá siempre tocó la trompeta, así que recuerdo que todas las mañanas me despertaba con su sonido y lo acompañaba en su rutina de estudio. Después me hizo estudiar ese instrumento y otros, me metió en el conservatorio… siempre insistiendo con que estudie música. Pero no pude recibir la teoría y me salí con la mía: yo quería cantar. Una vez que mantuve firmeza con la voz, me indicó que toque la guitarra y que componga tangos. Siempre me acompañó con su crítica filosa, que valoro y respeto. Me guió desde su humildad de sabio consejero y dejó que yo haga la mía. Ellos me criaron con mucha libertad, conciencia y amor, supieron ponerme los límites y yo supe sacarlos. Siempre me respetaron. No debe ser fácil tener una hija tan movediza y mutante”.

Ahí está. Darwin la habría avistado de inmediato: “el pinzón con pico nuevo”.

Hacia Júbilo

Después del peregrinaje que quedó registrado en sus primeros dos discos, Sofía regresó a la ciudad y comenzó a trasladarse desde la periferia hacia el centro. A tocar en el circuito de bares que une la milonga de La Catedral con el centro cultural Matienzo, en Palermo. Poco a poco se fue acercando al campo gravitacional de los Cancionistas del Río de la Plata y, a fines de 2011, fue convocada a participar en aquellas rondas que se organizaban en Vuela el Pez. Encuentros acústicos y con espíritu de fogón, animados por artistas como Pablo Grinjot, Tomi Lebrero, Lucio Mantel, Pablo Dacal, El Gnomo y varios más. En una de esas rondas, Sofía conoció a Ezequiel Borra.

“Yo atravesé un momento de fanatismo muy grande con la música de Ezequiel —dice Sofía—. La escuchaba mañana, tarde y noche. Por eso cuando me surgió la cosa de hacer un disco nuevo lo convoqué. Ninguno de los dos sabía qué iba a pasar. Era mucho trabajo y él estaba haciendo otras cosas, pero las fue desplazando y se entregó a Júbilo de lleno”. Justamente en El Placard, casa y estudio de Borra, dispusieron el terreno para la grabación. Al cabo de un par de sesiones, Sofía sacó 96 canciones inéditas y los límites entre el disco y la vida misma se fueron desdibujando.

“El primer horizonte no fue sonoro —explica Borra—. Nos propusimos jugar sin presión, respetando los tiempos que nuestra relación y lo que iba sonando dictaminaban. Al principio ni siquiera sabíamos si se convertiría en un disco o no. Sofi grabó casi cien canciones y, después de la difícil tarea de elegir un repertorio, empezó el proceso de trabajar sobre esas tomas iniciales de cara a las orquestaciones que imaginábamos. Ahí ya estábamos bien adentro del disco. Experimentación de audio, sonidos, instrumentos, largas horas tocando, editando y buscando. Se mezcla con la vida porque pasa el tiempo y aparecen colores de muchos momentos. En este disco el proceso duró casi dos años y fue de la mano de la relación con Sofi. Es un trabajo producto del amor”.

Además de la investigación de laboratorio, Borra convocó a varios notables para ampliar la paleta de colores tímbricos. Allí quedó, entonces, una selección que incluye al propio Ezequiel (guitarra, percusiones, cuatro), Ale Franov (acordeón, flautas), Axel Krygier (piano), Javier Casalla (violín), Jano Seitún (contrabajo), Juan Canosa (trombón, tuba) y el Pollo Viola (trompeta), entre otros. El resultado final es extraordinario. Apenas canta el primer verso del disco, los espíritus de Miguel Abuelo y Violeta Parra parecen acudir al llamado de Sofía. Son 11 canciones tan hondas como livianas, capaces de unir la sensibilidad del Caribe, el Litoral y los Andes desde el corazón mismo de la gran cosmópolis.

“La vida en la ciudad me encanta y me enferma —dice Sofía—. Amo vivir en la naturaleza y cantarles a los pájaros y los árboles, pero los pájaros y los árboles ya saben todo, entonces no tengo mucho más que decirles. Así que siempre vuelvo a la ciudad con una misión clara, que es el destino del canto. Esto que me dio ‘alguien’ y no me lo puedo quedar para mí sola. Tiene que salir y lo tienen que oír todos los que lo sientan. Me toca accionar desde mi lugar: desplegar la canción como bandera de mi corazón. Y perdón si rima la oración, pero soy poeta y no lo puedo evitar”.

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