Tres novelas, ganadores de importantes premios, diseccionan el universo de la clase media. Es una inmersión de pies a cabeza: Piquito de Oro, El oficinista y Oscura monótona sangre nos acercan personajes, tramas y metáforas que, desde la ficción, reflexionan sobre la realidad argentina post 2001. La frustración, el hastío y la triste soledad de unos seres ambiguos, que nos sugieren una clase media violenta y en terapia intensiva.
Por Juan Manuel Mannarino
Se dice que no hay clase media y que, en realidad, es un invento conceptual de alguna disciplina de las ciencias sociales para nombrar una nebulosa que de clase, en rigurosos términos marxistas, nada tiene. Se dice que si existe alguna clase media, se encuentra entre un sector de profesionales, un sector de pequeños empresarios y un sector de trabajadores calificados. Se dice que hay “clase media baja” y “clase media alta”. A la hora de hablar de la clase media, sin embargo, Argentina parece parar la oreja y levantar la mano.
El centro de la política contemporánea es la clase media. Todos la desean, la odian, la reclaman y la culpan. Sin ir más lejos, algunos piensan que el principal desafío del kirchnerismo sigue siendo “ganar” la clase media. La presidenta, en medio del conflicto con una parte del campo por las retenciones, citó a Arturo Jauretche para argumentar el “medio pelo” de los sectores medios, quienes en ese momento le daban la espalda. Los ejemplos abundan.
Del lado de la literatura, hay un notable antecedente. Son los personajes de Robert Arlt, tan ambiguos como inciertos. Leer a Arlt es experimentar, a veces, lo que uno siente con la clase media. Un conglomerado de individuos temerosos, comediantes, inocentemente mentirosos. Es respirar una atmósfera enrarecida, difícil de definir, entre cínica y ridícula, condenada a ocultar lo que no tiene. Oscar Masotta pensó las novelas de Arlt y dijo: “el hombre de clase media es un delator porque se auto desconoce a sí mismo”. El clase mediero vive turbado, al borde de la traición y con una oscura conciencia, donde lo que se esconde amenaza a cada instante con salir a la luz.
Hay tres novelas argentinas, recientes, cuyo llamado a la clase media es ineludible. Son Oscura monótona sangre de Sergio Olguín, El oficinista de Guillermo Saccomanno y Piquito de oro de Gustavo Ferreyra. Los escritores dan entrevistas y dejan en claro que hablan de la clase media. Como si la ficción no alcanzara. Veamos:
“Me molesta el modo en que los medios de comunicación tratan superficialmente el tema de la inseguridad. Entonces imaginé un personaje de clase media acomodada, pero de origen pobre, que va a la villa y deconstruye su propia vida. Si a este empresario lo asesinaran, se hablaría de inseguridad. Pero cuando matan a un adolescente en una villa, esa muerte no es inseguridad”. (Sergio Olguín)
“La clase media no tiene salida. Por supuesto que hay salidas individuales y algunos zafan y consiguen encontrar un camino o elegir su destino. Pero la clase media es el universo de la traición, de la trepada, de la apariencia”. (Guillermo Saccomanno)
“En 2001 la clase media cantaba ‘piquete, cacerola, la lucha es una sola’, pero después se divorció de los piqueteros. Hay un afán de diferenciación permanente. A la clase media nunca le gustó mucho mezclarse con las masas. No es que quiere que esté mal el de abajo, pero mejor que se mantenga en su corralito”. (Gustavo Ferreyra)
Caminar al borde de un abismo
Hay un trabajo sobre la historia de la clase media argentina del sociólogo Ezequiel Adamovsky. Dice que la clase media es una identidad. Hay un sentido de pertenencia: no es cuestión de ingresos sino de ubicación social. El discreto encanto de ser de clase media y poder acceder a la educación y a la cultura. Para Olguín, Saccomanno y Ferreyra, dicha realidad es sólo un espejismo. En sus novelas, la clase media habita el cuarto más perverso del Gran Hotel Nacional. Julio Andrada, Piquito de Oro y El Oficinista, los personajes centrales, beben del Erdosain de Arlt: están dentro del sistema porque tienen trabajo o educación, ascendieron a puestos jerárquicos y poseen status social pero nada alcanza para cumplir una existencia digna. Un callejón sin salida que llama a la violencia, al ostracismo y a la abulia. Una bomba de tiempo.
Saccomanno, Ferreyra y Olguín nos dicen que ser de clase media es vivir en un purgatorio a ras del suelo. El sexo, el crimen, el dinero y la desocupación se cruzan, se yuxtaponen, forman mundos miserables donde se definen relaciones afectivas, intercambios económicos y tránsitos en fuga. Son personajes que necesitan comunicarse. Como sea. Y cuando lo hacen, pareciera que están a punto de estallar. Hay algo que se desata y resulta incontrolable: un enamoramiento, un despido laboral, un plan criminal. Los ocultamientos, las máscaras y los disfraces estallan en una zona gris llena de paranoias, sordidez e infamias. Nada es casual: es un vértigo social, una clase media que, destruida en la dictadura y seducida por el menemismo, tras el 2001 perdió el rumbo y es protagonista de un derrumbe ético, afectivo, político y económico que quizás lleve un costoso trabajo de años en recomponerse.
Andrada, Piquito de Oro y El Oficinista laten bajo un estado de inconformismo: una espesa trama en la que desfilan hastíos, vacíos y furias. En cada novela se encuentra el típico ciudadano medio, urbano, neurótico y salpicado por la postergación: a punto de destriparse, por lo general trabaja para el Estado o para una empresa privada, tiene familia y casa quinta, es profesional pero no hace lo que quiere y no quiere lo que hace. Cada personaje está molesto con el mundo y, como si evitara caer de bruces en la lona, saca las últimas energías para probar que es capaz de realizar la mayor empresa que le fue prohibida desde siempre: elegir. Elegir un trabajo, elegir una profesión, elegir un amor, elegir un destino. Es propio de todo habitante del gran monoblock clase mediero: decir y anunciar una nueva decisión ante los demás, tener la pobreza en los tobillos pero siempre, siempre, aspirar a más. Arañar la clase alta. Se desea una vida nueva porque la que se tiene es un drama oculto que la apariencia social esconde prolijamente. Es aquel ciudadano que se desvive por la corrección, el auto último modelo, la casita en la costa y los hijos en los colegios privados. Una vida costosa: cuesta plata, cuesta sacrificios, cuesta estrés. Antes que resistir, antes que revelarse ante algún poder, antes que persistir por una idea y jugársela, los personajes clase medieros sacan pestes de los otros y se la pasan calculando estrategias y posibilidades. Son hipócritas. Se exhiben como aplicados y civiles, pero es sólo una cara lavada por el engaño, la rabia y la impotencia.
Clavar las uñas en la espalda
Oscura monótona sangre, El oficinista y Piquito de oro relatan el post 2001. Presentan personajes acorralados, ahogados: la moral de la clase media, que pesa como vigas de acero sobre los hombros, es como un viaje en montaña rusa hacia un límite inexacto. Se sienten defraudados y nunca pueden mirarse hacia dentro y anticipar el daño que están por hacer. Para no pensar, aparece la búsqueda de aventuras en zonas extrañas: Julio Andrada, en la novela de Olguín, se mete en la villa para aquietar sus deseos sexuales; Piquito de Oro, sociólogo desempleado, se refugia entre las carnes y el monedero de una profesora distinguida de clase alta para paliar su angustia laboral; y El Oficinista se enamora de una secretaria en un clima urbano surcado por ejércitos de ocupación y perros clonados.
Desde la ficción, Saccomanno, Olguín y Ferreyra nos muestran una clase media enferma. En la era del consumo masificado y los vínculos frágiles, el clase mediero es el paradigma del individuo posmoderno: hedonista, poco solidario, especulador y racista. Deseoso por tener. Tener no significa solamente poseer objetos, sino poseer objetos para poseer a través de ellos a los hombres. Deseo de poder, deseo de autoridad, para así salir del pozo gris y vengarse del mundo, clavarle las uñas en la espalda.
Todos conocemos gente de clase media que es de izquierda: gente que se indigna ante las desigualdades sociales, que cree en la transformación política, que denuncia la pobreza y lucha por la igualdad, la esperanza y la fraternidad. Bueno, esas personas no aparecen en las novelas. Los que aparecen son seres desesperados y tristemente solitarios. ¿Serán los votantes de Macri? ¿Serán los que piden balas para combatir la delincuencia? Ahí está Andrada liquidando a quemarropa a un cartonero. El rostro más fascista y asesino de la clase media. También, del otro lado, está Piquito de Oro: un profesional desempleado, intelectual de izquierda que vive de otros y se hunde en un encierro de habitación para finalmente proclamar: “¡Hasta el fracaso, siempre!” Y El Oficinista, sombrío como pocos, siente un vacío tan enorme en su vida tan monótona que planea matar a su familia e irse de viaje con la secretaria del jefe de su oficina. El Oficinista no puede vencer a su mayor adversario: el Otro. El Otro vive en él y lo carcome. Seres sin primeros nombres: Julio Andrada es Andrada para todo el mundo y lo mismo para El Oficinista y Piquito de Oro. Seres que naufragan dentro de una clase media desquiciada en un mundo desigual y tenebroso. A mirarse al espejo y procurar que no estalle en mil pedazos.