La causa por la muerte de Carlos Ponce de León en la dictadura

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En abril nos alarmó la desaparición de Víctor Martínez, testigo del “accidente” que mató a monseñor Ponce de León en 1977. Los dos días en cautiverio, sedado y amenazado, se suman a una larga historia de amedrentamientos. Tras la anulación de las leyes de impunidad, sigue investigándose la muerte del obispo que ayudaba a trabajadores perseguidos por el terrorismo de Estado. La Pulseada habló con uno de los jóvenes curas que lo secundaban en aquella época, con el fiscal de la causa, con la abogada del testigo amenazado y con el propio Víctor Martínez.

Por Margarita Eva Torres

-Dormitá tranquilo que los muchachos nos custodian- le dijo monseñor Carlos Horacio Ponce de León a Víctor Martínez cuando salieron de San Nicolás hacia Buenos Aires para denunciar la desaparición de obreros y sacerdotes de la zona. Minutos después, alrededor de las 6 de la mañana del lunes 11 de julio de 1977, los cuerpos de ambos yacían a la vera de la ruta, luego de que su Renault 6 fuera brutalmente embestido por una Ford F100 propiedad de Agropolo S.A.

La camioneta que se cruzó con la marcha del auto del obispo era conducida por Luis Antonio Martínez, quien iba acompañado por Carlos Sergio Bottini. Según consignó Horacio Verbitsky en un artículo publicado en 2006, Bottini “se identificó como directivo de la firma Agropolo S.A. con domicilio en Viamonte 1866, de la Capital, a pocos metros de la sede del batallón de Inteligencia 601 del Ejército”. El periodista subrayó que “todos los edificios vecinos a esa unidad operativa eran por entonces propiedad del propio batallón”.

Nadie vio nada esa mañana, salvo los involucrados. Hoy, a más de 30 años, el testigo presencial más importante del violento episodio es Víctor Martínez. Tenía 19 años cuando ocurrió el hecho y el obispo era su guardador judicial desde los 12, tras la muerte de su madre. Lo único que consta en la escueta investigación de 1977 es “la solitaria versión de Luis Antonio Martínez”, ya que Bottini “refirió que debido a un accidente anterior que había tenido, cada vez que se le producía un evento de esa naturaleza tenía un shock traumático que le hacía olvidar todo”, según precisó el fiscal federal que interviene en la causa, Juan Patricio Murray.

Se supo que “una gente que iba en una camioneta” llevó a Ponce de León y a Víctor Martínez hasta el Hospital de Ramallo. Nadie pidió los datos de esas personas. La policía no procuró encontrar testigos del choque, ni del ómnibus que según el relato de Luis Antonio Martínez iba delante de su camioneta y que “al frenar de manera intempestiva, lo hizo desviarse hacia la otra mano” y colisionar contra el vehículo que manejaba el obispo. También es extraño que, tras la muerte de Ponce de León, el Tribunal de Menores “no haya abierto ningún tipo de acción” para decidir sobre el futuro de Víctor Martínez, que se había quedado sin tutor.

La Diócesis de San Nicolás tampoco recurrió a la Justicia. No reclamó a la firma Agropolo S.A. por los daños ocasionados al vehículo que era propiedad del obispado.

Razones para sospechar

Carlos Horacio Ponce de León no era un obispo más. Era un hombre que, como dice su amigo y actual párroco de Salto, José Karamán, cumplió con la premisa que el cristianismo exige a sus pastores: que conozcan a sus ovejas y que estén dispuestos a dar la vida por ellas. Se jugó por los desprotegidos y los perseguidos políticos, a sabiendas de que ese compromiso podía costarle la muerte.

Víctor Martínez vivía y compartía gran parte de las actividades con Ponce de León y asegura que para ambos “era algo común” estar vigilados: “En el 77 se vivía un clima de terror. Uno salía a la calle y había un camión del Ejército haciendo ostentación de armas”. Varios meses antes del accidente –agrega- “en el obispado recibían cajones de madera y aparecían sobres con amenazas de muerte arriba del escritorio”. Después de 34 años “de calvario”, Martínez recuerda al obispo como “mi padre, mi amigo, mi confidente, la persona que me cuidó, me protegió y me enseñó todo en la vida” y asegura seguir “con esta resistencia a fuerza de voluntad” para reivindicar su lucha y valentía.

En diálogo con La Pulseada recordó que el día en que se produjo el golpe de Estado “estábamos mirando televisión y monseñor dijo: ´a partir de ahora va a correr mucha sangre´”. Su profecía se cumplió. Desde entonces “monseñor tenía miedo y era consciente de que en algún momento lo iban a matar”.

Un obispo comprometido

En 1976 el teniente coronel Manuel Saint Amant fue nombrado jefe del área 132 y del Batallón de Ingenieros de Combate 101 con sede en San Nicolás. Fue a él a quien Víctor Martínez afirma haber escuchado cuando yacía en el suelo: “salvo que estuviera delirando, era su voz, porque lo que apareció inmediatamente fue el Ejército. Lo que había eran borceguíes, no zapatillas. Yo estaba tirado en la ruta y monseñor al lado mío. Ese es el recuerdo que tengo”.

El día del accidente, monseñor Ponce de León llevaba un portafolio con documentación de ciudadanos desaparecidos en el norte de la provincia de Buenos Aires y sur de Santa Fe. José Karamán precisa que también tenía “nombres y apellidos de los presuntos asesinos del grupo de curas palotinos”, de cuya muerte en manos de la dictadura acababa de cumplirse un año. El portafolio, que debía llegar a la Nunciatura Apostólica, nunca apareció.

Los pensamientos, acciones y actitudes de Ponce de León en contra del terrorismo de Estado hicieron que los militares lo calificaran como “el obispo rojo”. Incluso “la Diócesis de San Nicolás estaba marcada en rojo, que significaba ´sumamente peligrosa´”, dice el sacerdote Karamán. Sin embargo, insiste en que monseñor “no tenía una postura ideológica, él era pastor de todos y sé que salvó a mucha gente. No le interesaban si eran comunistas, ateos o agnósticos. Eran sus hijos y me consta que salvó a más de uno presentándose como su obispo”. El actual cura de Salto resalta en todo momento el perfil de “el viejo”, tal como los “curitas jóvenes” de aquel momento -entre los que se incluye- llamaban a Ponce de León. Tenía 63 años cuando murió. Para ellos, el obispo era “una figura referencial… Éramos muy jóvenes y él nos daba respaldo para trabajar, orientación y acompañamiento. Más de una vez sacó la cara por nosotros. Nuestro vínculo con él era muy afectivo, era un gran tipo y un gran amigo”.

Sentenciado

Ponce de León tenía razón cuando pensaba que tenía los días contados. Según explica el fiscal Murray, existen documentos que dan cuenta de “todos los seguimientos e inteligencia que se realizaban, por parte de los organismos de seguridad y del Ejército, sobre sus actividades y también sobre las de Víctor Martínez”. Según este último, el obispo “no sólo era testigo sino que participaba activamente oponiéndose a cualquier medida violenta del teniente coronel Saint Amant y eso está perfectamente documentado por el fiscal, por testigos y todos los curas que en ese momento eran seminaristas de la Diócesis”. Uno de los testimonios más impactantes de la causa es el del sacerdote Nicolás Gómez, quien actualmente vive en Guatemala.

Según una investigación del periodista Horacio Aranda Gamboa, en enero de 1977 Gómez habló con el obispo, que le estaba tramitando una beca para sacarlo del país. En esas circunstancias, Ponce de León le habría mostrado la luna diciéndole: “a esta luna te la hubiese querido mostrar en octubre en Europa, pero no va a ser posible porque me fijaron fecha de muerte”.

Meses después, el 4 de abril de 1977, el obispo volvió a anunciar su “condena”. Fue en el distrito de Rojas. Había acudido al funeral de un sacerdote de apellido Sánchez. José Karamán cuenta el diálogo que mantuvo ese día con Ponce de León, mientras éste “estaba apoyado sobre el báculo”:

-Viejo ¿qué le pasa?- Lo veía muy ensimismado.

-Es que lo envidio al padre Sánchez.

Karamán lo miró perplejo. -¿Qué está diciendo?-

-Lo envidio porque él murió de muerte natural y yo no voy a morir así.

“Me dijo que estaba marcado y que lo iban a matar. Asumía sin dramatismo esa grave certeza. Estar junto a quien lo necesitaba fue su postura de vida”, subraya Karamán y agrega: “no se callaba, pero no tenía actitudes como ponerse a gritar. Al contrario, el suyo era un trabajo silencioso… Pero cuando tenía que hablar y enfrentar al poder lo hacía sin achicarse”.

Gómez, por su parte, era una de las personas a las que el obispo pensaba ver el día que murió. En su declaración reveló que días antes del accidente, dos agentes de inteligencia lo visitaron en una clínica bonaerense donde estaba internado. Le preguntaron cuándo iría el obispo y también sobre el contenido de la carpeta que éste pensaba entregar en la Nunciatura Apostólica. Luego, su madre recibió un llamado telefónico. Nadie le habló pero pudo escuchar la grabación de una sesión de torturas.

La odisea de Martínez

Después del “accidente”, Víctor Martínez y Carlos Ponce de León fueron trasladados al Hospital de Ramallo, donde les hicieron las primeras curaciones. No se sabe quién o quiénes los llevaron. “Dado que el médico dijo que el obispo tenía hundimiento de cráneo, fueron llevados a San Nicolás porque había sanatorios de mayor complejidad. Allí falleció monseñor Ponce”, relata la abogada de Martínez, Gabriela Scopel, y señala luego que nadie se ocupó de saber qué pasaba con el sobreviviente, que desapareció después del funeral. “No sé quién los hizo circular pero surgieron rumores de que había viajado a Chile, que había ido a Buenos Aires, pero el hecho es que tenía 19 años y su DNI en manos de Prefectura”, donde estaba cumpliendo con el servicio militar que tampoco terminó.

Martínez no recuerda con total nitidez el episodio en el que habría acusado públicamente al coronel Saint Amant de ser el asesino del obispo, durante el funeral. Adujo que si bien “me lo han contado, yo lo he tenido desdibujado durante muchos años”. Sobre lo que sí tiene certezas es que después del accidente fue secuestrado y desaparecido: “eso es lo que yo digo y el juez dice que no, y por eso me pone el falso testimonio” (ver recuadro). “Lo único que recuerdo es que me sacaron de la clínica, pero hay muchos detalles que después de 35 años traté de borrar. Pasé muy malos momentos. Después traté de rehacer mi vida. Me casé, tuve un hijo. Traté de mantener los buenos recuerdos y sepultar todo lo malo”.

Rehacer su vida no fue sencillo. Según recuerda, al día siguiente de su declaración ante la CONADEP, “prendieron fuego mi oficina y me dijeron que no me metiera más en los temas de Ponce de León”. La abogada relata que cuando acudió a la Comisión, Martínez “habló con Ernesto Sábato, con Graciela Fernández Meijide y luego, cuando fue a hacer la declaración lo pasan con una monja que evidentemente lo reconoce. Era una de las que estaba en el obispado y era informante de Saint Amant”. Scopel también señala otro episodio que Martínez vivió en 2009, cuando caminaba por la calle con un amigo: “le pegaron, le rompieron el bastón que tenía, le dijeron que no moleste más a Villafuerte Ruzo (el juez que interviene en la causa) y que se quede callado”. La investigación por ese hecho, en la que intervino el juez Norberto Oyarbide, se cerró por falta de pruebas, a pesar de contar con testigos. “¿Pretenden que aparezca muerto para que me crean? ¿Tengo que ser otro Julio López?”, preguntó la víctima.

Pero eso no fue todo. El 14 de abril de este año, Martínez salió de su casa ubicada en el barrio porteño de Palermo con destino a una escribanía a la que nunca llegó. Estuvo más de 48 horas desaparecido, hasta que fue hallado solo y semiconsciente en la zona de Liniers. Aunque no puede precisar el lugar, cree que fue llevado a una vivienda en el conurbano, donde lo obligaron a ingerir ansiolíticos hasta que lo liberaron. En esa ocasión también recibió intimidaciones y la sugerencia de que se vaya del país.

Martínez supone que lo soltaron porque “no previeron que en cuestión de horas la información iba a circular por todo el mundo”. Cuenta haber “recibido cartas, correos de presidentes de otros países, de diputados, senadores” e incluso “ofrecimientos de asilo político”. Para el testigo, sus captores “piensan que me pueden presionar, porque siempre jugaron a que me asustara o a hacerme pasar como un loquito más. Creo que el objetivo final es el desprestigio”. En ese marco, su abogada considera que el juez “se agarra” de rumores que se hicieron circular sobre su cliente “y le pone el traje de delirante y delincuente”, porque “a nadie le conviene que exista otro homicidio de un obispo en manos de las fuerzas armadas siendo que siempre estuvieron unidas a la Iglesia”. Lo cierto es que, si se logra instalar la idea de que Martínez miente, “la causa Ponce de León se estanca”.

Las posibilidades de justicia

Martínez afirma que hay pocas chances de que se sepa la verdad y se haga justicia sobre lo ocurrido aquella mañana de 1977. De todos modos está dispuesto a continuar “y ahora parece que la Corte Interamericana de Derechos Humanos va a intervenir de algún modo, dada la gravedad de todo lo que está sucediendo”. La CIDH podría emitir una medida precautoria dirigida al Estado nacional. “El gobierno tiene voluntad de investigar y que se sepa la verdad. El problema es el entramado judicial que es terrible”, dice el sobreviviente y detalla a qué trama se refiere: “el secretario de Causas Especiales de Villafuerte Ruzo, Cristian Lasalle, es íntimo amigo del juez federal del Juzgado N° 1 de San Nicolás, al que van todas las causas donde se inhibe o es recusado Villafuerte Ruzo. El ex secretario de Villafuerte Ruzo es actual secretario de Cámara. La fiscal que actuó con Villafuerte Ruzo es camarista en Rosario. Entonces, cuando uno ve todo ese movimiento se pregunta: ¿qué posibilidades tengo en este juego? Y la respuesta es: ninguna”.

La abogada Scopel afirma que tiene “un bozal” legal que le impide referirse al magistrado, ya que “simplemente por ejercer el derecho de defensa me puso una multa del 10% del sueldo de un juez de primera instancia que voy a pagar en muchos meses”, pero ratifica la queja: “Lo único que puedo decir es que cualquier abogado que mira la causa se da cuenta de que lo que él está instruyendo no es una causa judicial. Lo hemos recusado siempre pero debe tener el poder más grande que existe en la Argentina porque nadie lo puede mover”.

Los silencios de la Iglesia

“La Iglesia tenía y tiene una alianza con el Ejército y las fuerzas armadas”, dice Martínez sugiriendo pensar el tema con “perspectiva histórica”. “Tenemos que preguntarnos quién es el ser nacional del que hablaba Videla. Ese ser nacional es el ser católico y las fuerzas armadas son el soldado que lo custodiaba. De modo que la Iglesia no puede tener un obispo asesinado por los militares; y los militares, en este maridaje, no necesitan ser asesinos de un obispo, que es quien continúa la tradición apostólica”.

Las autoridades eclesiales nunca hicieron pública una autocrítica sobre el rol que jugaron muchos de sus hombres durante la dictadura. El sacerdote José Karamán insiste en que hay que distinguir distintas actitudes frente al terrorismo de Estado: “ciertos sectores de la Iglesia tienen que hacer un mea culpa porque fueron cagones” y otros directamente “fueron cómplices por no hablar cuando tenían que hablar. Sacaron documentos muy bonitos, pidieron disculpas pero hay que pedir perdón, porque la disculpa se pide cuando hay una falta involuntaria, pero acá hay que pedir perdón”. Finalmente, reclama “defender a los sectores de la Iglesia que fueron valientes” y cuenta que forma parte de un grupo de personas que trabaja “para que monseñor Ponce de León sea declarado venerable, para tenerlo como intercesor. Queremos que su figura sea expuesta a la veneración de los fieles porque cumplió con las tres premisas del buen pastor: conoció a sus ovejas; sus ovejas lo conocieron a él y dio la vida por ellas”. Para el párroco de Salto, “cómo murió Ponce es cuestión de la Justicia, pero cómo vivió es cuestión nuestra”.

 

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