Hablan los egresados de la Casa de los Niños. Se ríen de las anécdotas con el cura y recuerdan cuando llegaba y decía “¿Qué hace la barra?”. Piensan que no hubo nadie como él y que hay un antes y un después en sus vidas a partir de Cajade. “Es como nuestro tío, o nuestro amigo, o hermano, o papá… No sé, como uno más de la familia”. Algunos forman parte de las primeras familias a las que Carlitos ayudó en el barrio de Villa Elvira. Son los egresados de La Casa de los Niños, los chicos que se juntaron a matear con La Pulseada para contar que nunca le pudieron ganar haciendo jueguitos con la pelota y que tienen una idea clara: “Vamos a venir a mostrarles fotos, vídeos y hablarles a los más chiquitos para que nunca se olviden por quién están acá”.
Es una hermosa tarde de primavera, de esas en las que los pimpollos se hacen flores. En La Casa de los Niños Madre del Pueblo, la merienda se acaba y los nenes se van a su casa. Aparece una pava de agua caliente, un mate y una bandeja repleta de facturas. La mesa que un ratito antes estaba llena de chicos de Primaria, ahora la ocupan otros de 15 a 21. ¿Cuántas veces se habrán sentado alrededor de esa misma mesa sin que sus zapatillas lleguen al piso?
“La mayoría de nosotros entró a la Casa de los Niños el primer día, cuando se inauguró. Yo me acuerdo que hubo una fiesta con cumbia… Estuvo buenísimo”, dice el Pachi de 18 años. A su derecha, Miguel (18) ceba mate y a su izquierda Ariel (14) no para de reírse y de hablar. “¡Teníamos una alegría cuando entramos!”, dice la voz tímida y aguda de María (18). Ya es mamá. Su bebé, Luna, del otro lado de la mesa, descansa en brazos de Roxana (18). Juanto a ella, Florencia (17), una de las voces cantantes del grupo: “Me acuerdo que nos separaban por edades y cada aula tenía un nombre. Una era ‘Los Perritos’, otra ‘Los Gatitos’ y…”. “Los Leoncitos, ¿no era?”, pregunta Orlando y señala: “todos queríamos estar allá, ja ja”. “Era la de los más grandes”, explica Javier con una factura en la mano. Pachi, Miriam (15), Patricia (19), Doris (17) y Roberto (21), dejan que los demás hablen.
Todos vieron nacer el lugar en donde están ahora. Algunos de ellos iban a la Copa de Leche que Cajade con las madres del barrio puso para las familias más necesitadas. Florencia y Ariel son hijos de Romina, la que dirije la Casa. “Ahora hay muchas más cosas que antes”, cuenta Ariel y enumera: “biblioteca, sala de computación, asesoramiento jurídico, atención odontológica”.
“Hacíamos un lío bárbaro”, dice Pachi con las manos apoyadas en una pila de hojas donde los chiquitos estaban dibujando: “nos peleábamos; éramos terribles. Pero cuando nos pegaban un grito, listo”. “Los que están ahora son unos santos, ja”, agrega Florencia: “aquellos dos, que son primos, se mataban”. Miguel y Orlando se miran y se ríen: “Nos encantaba venir; la pasábamos re bien”.
¿Le deben algo a éste lugar? Contestan a coro: “Todo. A la Casa de los Niños, todo: los amigos, los recuerdos, las alegrías… Lo que lloramos, ja ja. La educación que nos dieron, el tiempo que nos brindaron”. Cuando alguien comienza a hablar, los demás lo ayudan a completar la idea: “Siempre nos enseñaron a compartir y valorar. Por ejemplo, cuando había golosinas, no nos peleábamos, nos tocaba lo que nos tocaba. Los mismo con los juguetes: los usábamos entre todos”. “Acá están los amigos verdaderos, mucho más que en el colegio”, asegura Roxana.
La charla en la esquina
La Casa de los Niños está en 6 bis y 602. Todos los chicos viven a metros de esa que fue y es su segunda casa. Cuando el cura falleció, se encontraron en la esquina y se pusieron a charlar. Una anécdota se sumó a otra hasta que alguien tiró la idea: “Tenemos que juntarnos cada tanto para venir a contarles a los más chiquitos, que no conocieron lo suficiente al cura, las anécdotas y los consejos que siempre nos daba, para que se acuerden quién era y gracias a quién está todo esto”.
Todos los años, Cajade juntaba a los chicos de la Casa y los llevaba a pasar el día a “la quinta de Anita”, en Brandsen. Pileta, asado, guitarreada, chistes, fútbol. De ahí las mejores anécdotas. “Nos paseaba en el carrito”, se acuerda Miguel y mira a los demás para ver si a ellos también. “¡El carrito!, ja… Cuando agarraba la guitarra, siempre le pedían ‘la canción de la gorda’. Era una que siempre tocaba y nos cagábamos de risa. Hablaba de que quería una novia gorda para pasar el invierno, ja ja ja”. “¿Los jueguitos, te acordás?, dice Roberto, que trabaja en el Buffet que tiene el Hogar en Gobernación. “Nadie le podía ganar… Los chicos se agarraban una bronca. Nadie hacía más jueguitos que él: más de 50. El que más hizo de nosotros, llegó a 33. Fue Pascual, ¿no? Tenemos un video”.
“A nosotros nos educó el cura. Aprendimos a compartir, porque mirando tele en mi casa no aprendí todo lo que aprendí acá”, dice Ariel.
Pegada a la Casa de los Niños está la capilla del barrio en donde Carlitos Cajade daba misa. “Más que cura era un amigo”, dice María. “Un padre –corrigen-, o un tío, un abuelo, un hermano… Un familiar más”. “No eran misas -agregan los demás-; eran como reuniones familiares. Contaba historias, chistes, qué se yo. Llegaba siempre tarde y entraba con algún chiste, ja. Además, siempre se daba cuenta quién faltaba”.
“El Cura es el modelo, el referente”, dice Florencia. “Más de uno no podía creer lo que le había pasado”, agrega Miguel. “Cuando se murió, el barrio estaba en silencio, como un desierto… Ni una mosca volaba”, dice Javier.
El Cura quería que los chicos sientan a la Casa de los Niños como una extensión de sus casas. Así lo sintieron siempre. “Cajade –dice Florencia- fue fundamental para mí, y creo que para todos. Todos progresamos, somos mejores gracias a él… En todo sentido. Además, nos dio un compromiso social. Nosotros queremos ayudar para que los objetivos que él tenía, los sigamos buscando nosotros. Por eso te decía que es un ejemplo, un referente”. Miguel piensa parecido: “Él nos enseñó lo que está bien y lo que está mal. Hay un antes y un después de Cajade en nuestras vidas. Nos sacó de la calle, porque nosotros estábamos acá y no andábamos por ahí. Nos aconsejaba mucho. Le gustaba que los chicos estén en su casa, con su familia y eso intentaba”.
“No hay nadie como Cajade. No va a haber uno igual. Es único”, aseguran todos juntos.
“Nos hubiese gustado -dice Florencia nuevamente-, poder darle un abrazo y decirle gracias por todo lo que hizo por nosotros”. “Vamos a extrañar que nos diga ‘¿qué hace la barra?’ Ja, ja, ja… Así nos saludaba”, cuentan.
Los lunes iban a jugar al fútbol con el cura a una canchita de 611. “Nadie lo tocaba –dice Roberto-; lo dejábamos jugar. Corría y no se la sacaban. ‘¡No me las tirés larga!’, se quejaba a veces”.
“Siempre me quiso hacer hincha de Estudiantes, dice Ariel. Soy de Independiente. Llegaba a la misa y me decía ‘¿qué hacés, pincharrata amargado?’”. No era el único consejo que les daba. Cuentan los chicos que siempre estaba al lado del que tenía dificultades. Matías, uno de los pibes, andaba con problemas y como nadie lo podía calmar, llamaron a Cajade. Se fue a hablar con él y estuvieron los dos en la esquina más de media hora. Quería saber qué le preocupaba, qué era lo que le pasaba.
“Ayudó en lo que pudo -dice Miguel-. Iba a las casas, repartía mercadería. El ayudaba hasta un punto y después no podía hacer más nada. Hacía todo lo que estaba a su alcance. Más, creo que no podía”.
El mate ya no circula, las facturas son menos y nadie las agarra; pero hay otro hambre: “Nos sentimos con el compromiso de ayudar, de continuar con la Obra. Nos tenemos que poner las pilas y no depender tanto de él”.
“No tenía preferidos; el cura era igual con todos… Tenía como 400 ahijados”, recuerda María.
-¿No se enojaba?
-Cuando no hablabas fuerte para bendecir la mesa, ja.
“En Villa Gesell, en unas vacaciones que fui con el Hogar –dice Ariel-, uno casi se ahoga y él lo cagó a pedos: ‘¡se vienen a hacer los lindos y ahora éste todavía está meando salado!’. Y todos querían ir a rescatarlo y él no sabía cómo hacer para agarrarlos y que no se metan al agua”.
Hace poco, en uno de los diarios de la ciudad, una foto mostraba a Cajade aplaudiendo el paso de una murga. Era “Desafiando el Futuro”, la murga que integran la mayoría de ellos. “El día de esa foto, nos salió todo horrible, pero él aplaudía contento. Ahí te das cuenta cómo nos quería. Nos decía que alguna vez tenía ganas de escribir la letra de una canción para la murga, una que tenga un contenido crítico o algo por el estilo. Nunca lo pudimos hacer, pero ahora estamos escribiendo una letra dedicada a él. Queremos que sea alegre y que hable de cómo era”.
(Nota de Javier Sahade para La Pulseada Nº 36 de noviembre/diciembre de 2005)