Werner Herzog es el “cineasta vivo más importante” según su colega francés Truffaut y el único que ha filmado en los cinco continentes. Sus rodajes afrontan peligros a veces superiores a los que imagina en la ficción. He aquí a Werner Herzog y algunas de sus varias obras maestras.
Por Carlos Gassmann
“Para hacer cine es fundamental tener experiencias de vida. En mis películas no hay invención: es mi propia vida. Cuando lees a Conrad o Hemingway te das cuenta cuánta vida real hay en
sus libros. Esos tipos hubieran hecho grandes películas” (W. Herzog).
Werner, el segundo hijo de Dietrich Herzog y Elizabeth Stipetic, nació en la ciudad alemana de Munich en 1942, en plena segunda guerra mundial, de la que su padre participó como soldado. A dos semanas de su llegada al mundo, la casa fue bombardeada y su familia se trasladó a una granja, en los Alpes bávaros, cerca de Sachrang. Su infancia fue pobre y transcurrió en contacto con la naturaleza pero sin relación con el mundo moderno. Recién a los 11 años supo lo que era el cine y a los 17 hizo su primera llamada telefónica. Cuando cumplió 13 años, su madre, que se había divorciado, regresó a Munich para que cursara sus estudios secundarios. Se alojaron en una pensión donde también vivía por entonces el actor Klaus Kinski, quien acabaría resultando decisivo en su carrera.
Durante la adolescencia emprendió largos viajes a pie que lo llevaron a recorrer media Europa. Mucho más tarde, en sus consejos a los aspirantes a realizadores, les recomendaría caminar el mundo para adquirir experiencias vitales y huir de las academias que intelectualizan los filmes (“viajar a pie cuatro meses vale más que cuatro años en una escuela de cine”).
A los 17 años decidió convertirse en director y viendo que nadie estaba dispuesto a solventar sus proyectos recaudó dinero como soldador en una fábrica, sereno de un estacionamiento o, eventualmente, contrabandista.
En la universidad tomó algunas clases de historia, literatura y teatro y una beca le permitió asistir a algunos seminarios de cine en Pittsburgh (Estados Unidos). Pero nunca concurrió formalmente a cursos de cine ni trabajo como asistente de ningún director. Su formación fue básicamente autodidacta.
En 1962 creó su propia productora de cine y al año siguiente comenzó a rodar su primer cortometraje, “Herakles”, cuya financiación le exigió trabajar durante dos años y medio en una fundición. Luego de realizar otros cortos filmó en 1968 su primer largometraje, “Señales de vida”, película que resultó premiada y que subsidió el Instituto de Cine Alemán, decidido a apoyar el surgimiento de nuevos valores.
Fueron apenas los primeros pasos de una vasta trayectoria que continúa en la actualidad (el año pasado presentó en el Festival de Berlín su filme “La reina del desierto”) e incluye la dirección de decenas de películas de ficción o documentales, la actuación, puestas de teatro de prosa, la régie de óperas y numerosos trabajos para la televisión. Pero aquí nos concentraremos sólo en su labor como creador de películas de ficción.
Se lo considera parte del Nuevo Cine Alemán, movimiento que a partir de los años ’60 reunió a realizadores de diferentes generaciones, con pocas características en común, salvo la intención de recuperar el prestigio que la cinematografía germana tenía antes del nazismo. Aparte del propio Herzog, Volker Schlöndorff, Rainer Werner Fassbinder, Wim Wenders y Margarethe von Trotta son algunas de sus principales figuras.
Conocido por trabajar con equipos técnicos acotados, presupuestos reducidos y preferentemente en salvajes escenarios naturales, prescindiendo por completo de los efectos especiales, Herzog considera que filmar es “un acto más atlético que estético”. Y que le pone el cuerpo a su tarea de realizador está claro cuando se revela que sus rodajes constituyen auténticas epopeyas, tanto o más temerarias que las aventuras que describen los guiones.
Tiene fama de ser el único director que ha filmado en los cinco continentes (incluida la Antártida, locación de su documental “Encuentros en el fin del mundo”, nominado al Oscar en 2008). En nuestro país rodó en 1991, en el cerro Torre, de 3.128 metros de altura, su película “Grito de piedra”. Otra de sus hazañas fue registrar en la cueva prehistórica de Chauvet, al sur de Francia, donde se encuentran las pinturas rupestres más antiguas de la tierra, en formato 3D, el documental “La cueva de los sueños olvidados” (2010).
La frontera entre películas de ficción y filmes documentales es muy difusa en el caso de Herzog. Que ese límite sea tan lábil y que privilegie los escenarios naturales no significa que sucumba al realismo. Por el contrario, sabe crear en sus películas un clima poético, una atmósfera onírica que envuelve a sus singulares criaturas, transformadas en seres alegóricos cuyos destinos adquieren resonancias metafísicas.
“Mis personajes -ha dicho- son rebeldes, desesperados, solitarios. Saben que su lucha está abocada al fracaso; sin embargo siguen, tensos, heridos, cada vez más solos, hasta la locura”.
Esos personajes parecieron venirle como anillo al dedo a un intérprete desquiciado como Klaus Kinski, el hombre de los ojos saltones y la máscara endemoniada. Kinski fue al mismo tiempo su actor fetiche y su “enemigo íntimo” (así lo llamó en el documental de 1999 en el que, ya muerto el intérprete, narró la relación de amor y odio que los unió, que llegó a las amenazas recíprocas de muerte o a la agresión física). Pese a esa predilección por los personajes enajenados encarnados a su vez por alienados, él mismo es, según cuentan quienes lo han tratado, una persona calma, reflexiva y respetuosa.
Cinco trabajos constituyen parte central de la filmografía de Herzog e incluyen a cuatro de las cinco películas en las que contó con Kinski como protagonista. Ellas son “Aguirre, la ira de Dios” (1972), “El enigma de Kaspar Hauser” (1974), “Nosferatu, el fantasma de la noche” (1979), “Woyzeck” (1979) y “Fitzcarraldo” (1982).
Ambición y locura
El primer éxito internacional le llegó a Herzog con “Aguirre, la ira de Dios”, filmada en la Amazonía peruana, con Kinski como cabeza del reparto. Convertida en película de culto, fue incluida por la revista “Time” entre los cien mejores filmes de la historia. Influyó luego en largometrajes del calibre de “Apocalypse Now” (1979) de Francis Ford Coppola o “El nuevo mundo” (2005) de Terrence Malick. Marcó también el inicio de la colaboración con la banda germana de rock “Popol Vuh”, encargada de la banda sonora. Inspirado en una crónica de Fray Gaspar de Carvajal, el guión -como ocurre siempre con Herzog- constituye una recreación libre de los hechos. En 1560 un grupo de conquistadores españoles comandados por Gonzalo Pizarro y acompañados por un centenar de esclavos indígenas se adentraron en la selva en busca de la legendaria ciudad de El Dorado, donde esperaban encontrar enormes reservas de oro. Agotados los recursos y exhausta la tropa, Pizarro le encargó a cuarenta hombres continuar con la misión y designó a Pedro de Ursúa como comandante y a Lope de Aguirre como su segundo. El nuevo y reducido contingente enfrentó numerosas dificultades y cuando Ursúa ordenó regresar al punto de origen, Lope de Aguirre encabezó un motín e impuso su criterio de proseguir con la expedición. Poco a poco fue eliminando a todos los que se opusiesen a sus planes. El naufragio de las balsas, el hambre, las enfermedades y los ataques de los indios fueron menguando cada vez más sus huestes. En su delirio de codicia y destrucción, Lope sueña con fundar una nueva dinastía mediante su unión con su hija adolescente Flores, quien también pasará pronto a engrosar la lista de los fallecidos. La impresionante escena final muestra a un Aguirre ya totalmente enajenado que surca el río solo en una balsa a la deriva, llena de cadáveres e infestada de monos, en medio de una naturaleza exuberante y amenazadora. El paisaje -por sí mismo o como metáfora de los tormentos del alma- es siempre protagonista en los filmes del alemán. La cinta muestra que la ambición desmesurada conduce a la crueldad extrema y a la locura absoluta. Aguirre es como un führer cuyos sueños megalómanos lo han conducido a la destrucción de todo y de todos cuantos le rodeaban.
Elogio del buen salvaje
Con “El enigma de Kaspar Hauser” (1974), estamos frente a otro filme que tiene como disparador a una historia verídica. En 1828, en Nüremberg, apareció un joven de 16 años de aspecto descuidado, con ropas otrora costosas pero ahora convertidas en andrajos y con zapatos que le quedaban tan chicos que le lastimaban los pies. Sólo era capaz de decir su nombre y su fecha de nacimiento. Había permanecido atado y aislado en un sótano, sin contacto social alguno, durante todo el tiempo. Llevaba consigo una carta dirigida al capitán de caballería del lugar, que lo acogió en su casa de inmediato. El caso del huérfano de Europa sigue siendo todavía un misterio. Muchos piensan que era un hijo extramatrimonial de la familia real del condado de Baden y había sido ocultado por su carácter de descendiente ilegítimo. Lo cierto es que en pocos años el muchacho aprendió a hablar, escribir y tocar el piano. Para que contribuya a su sustento fue exhibido en un humillante espectáculo de feria que incluía también a un enano, un faquir y un indio americano. ¿Nacemos o nos hacemos? ¿Cuánto hay en nosotros de naturaleza y cuánto de cultura? A Kaspar quieren imponerle unas costumbres que no comprende ni comparte y su rechazo es tomado como un signo de inferioridad. Sin embargo, su intuición y su sensatez, no contaminadas por la socialización, ponen en evidencia lo absurdo y arbitrario de la cultura burguesa de su tiempo. Desde su supuesta ingenuidad, es capaz por ejemplo de preguntarle a una sirvienta: “¿Para qué sirve una mujer? ¿Para estar sentada y coser?”, poniendo de manifiesto la opresión y el lugar de inferioridad asignado por la época al género femenino. Personaje incómodo, fue asesinado a cuchillazos, en circunstancias nunca esclarecidas, cuando apenas había cumplido 21 años. El papel de Kaspar fue asignado con acierto a Bruno S., un ex enfermo mental que había pasado casi veinte años en instituciones psiquiátricas pero que, al mismo tiempo, había demostrado un gran talento creativo como pintor. Su rostro perplejo cuadra perfectamente con el rol que le toca asumir. En manos de Herzog, el asunto se transforma en una ácida crítica social. “La película –dice el realizador– cuenta lo que la civilización nos hace a todos, cómo nos deforma y nos destruye metiéndonos dentro del redil social”. En respuesta a los críticos que le habían reprochado infidelidad a los hechos por representar a un adolescente de 16 años mediante un hombre de 40, Herzog señaló: “no es una película histórica -yo soy director de cine, no historiador- sino que tiene un tema central, el de la condición humana, que es atemporal”.
La vida eterna como condena
El clásico “Nosferatu, una sinfonía del horror” (1926), de Friedrich W. Murnau, se basó en “Drácula” (1897) de Bram Stoker. Lo que Herzog quiso hacer fue una remake del filme de Murnau, que homenajeara a quien consideraba el cineasta alemán más importante de la historia. En “Nosferatu, el fantasma de la noche” (1979), el maquillaje convierte al ya de por sí inquietante rostro de Kinski en un perfecto vampiro. Lucy, la joven mujer de la que el conde se enamora, es representada por la hermosísima Isabelle Adjani, cuyo rostro pálido contrasta con el azabache de su cabellera y el verde intenso de sus ojos.
Las imágenes de la cinta son de una belleza abrumadora. Sobre todo cuando el barco, con el ataúd que traslada al conde, llega a la población y desata la peste. Miles de ratas invaden la villa mientras algunos habitantes sólo atinan a beber y bailar en una última celebración previa a la muerte. El Nosferatu de Herzog no es una encarnación del Anticristo, como el de Murnau: es un ser inmortal que ya no desea serlo, una criatura patética, angustiada por la soledad y ávida de amor, que sólo ansía perecer para poder al fin descansar. Como otros personajes del creador alemán, no es sólo victimario sino también víctima de su destino. Rasgos expresionistas y románticos se conjugan en una película de una calidad estética apabullante.
Humillación y crimen
Apenas cinco días después de finalizado el rodaje de “Nosferatu”, Herzog, Kinski y el mismo equipo de producción comenzaron a filmar “Woyzek” (1979). Basada en la obra teatral homónima que Georg Büchner dejó inconclusa en 1837, suma otro personaje a su galería de seres alienados.
El soldado Franz Woyzek es constantemente humillado por sus superiores. Como el capitán -a quien diariamente peina y le arregla la barba- o el médico -que sabe de su precaria salud mental y lo emplea como cobayo en sus experimentos-, quienes no hacen más que rebajarlo. Él tolera con sumisión todos los desprecios. Sabe de su desfavorable condición económica y escucha de boca del capitán que la pobreza nunca va de la mano con la virtud. Su único remanso es Marie, una mujer joven y hermosa con quien ha tenido un hijo, aunque no están casados. Pero Marie posa sus ojos sobre el Tambor Mayor, quien también se siente atraído por ella. El frágil Woyzek, alertado de lo que ocurre, pasa de la constante tensión nerviosa a un estado liso y llano de demencia. Voces interiores le dicen que la apuñale y el soldado, ya completamente enajenado, siente como una expiación al acuchillar a Marie.
La vejación de los pobres, el dolor humano que conlleva y la angustia existencial -que puede conducir a la locura y al asesinato- son los tópicos que se despliegan en esta obra desgarradora.
El delirio de narrar una quimera
Nunca en la carrera de Herzog hubo un paralelo tan marcado entre los riesgos mostrados en la pantalla y los peligros del rodaje como en “Fitzcarraldo” (1982). El guión se centra en Brian Sweeney (otra vez Klaus Kinski), un fanático de la ópera, en especial de Enrico Caruso, que proyecta levantar un teatro lírico en plena selva e invitar al célebre tenor a cantar en la inauguración. Nuevamente la ficción tiene asidero en la realidad. José Fermín Fitzcarrald fue un magnate del caucho del período de entre siglos con un ejército privado de 5.000 hombres y control de un territorio equivalente al de Bélgica. En cierta oportunidad había hecho desarmar un barco para trasladarlo de un afluente del Amazonas a otro. Atravesó una montaña llevando las partes de la embarcación y la rearmó en el curso fluvial del otro lado. Herzog convirtió esa empresa de Sísifo en otro proyecto disparatado: el de construir un gran teatro de ópera en medio del Amazonas. La idea del guión reconocía no obstante un antecedente: en su etapa de esplendor, los barones del caucho de Manaos construyeron un imponente teatro lírico, pero en el Amazonas brasileño, no en el peruano. La trama ficticia plantea que, en su afán de conseguir dinero para erigir la sala, Fitzcarraldo quiere atravesar la montaña con un barco que le permita navegar por un río hasta entonces inaccesible en cuyas orillas crecían millones de árboles de caucho.
Las dificultades de la producción fueron innumerables. En principio se había pensado en Jack Nicholson como protagonista, pero cuestiones de agenda impidieron su contratación. El papel recayó entonces en Jason Robards, quien a poco de llegar a la región de Iquitos enfermó de disentería y tuvo que renunciar. Fue recién entonces cuando volvió a entrar en escena Kinski, lo que auguraba nuevas peleas con el director. Hasta Mick Jagger tenía reservado un lugar en el elenco, pero las demoras sufridas y su compromiso de salir de gira con los Stones lo llevaron también a abandonar la filmación.
El rodaje incluía subir por una colina -con la ayuda de cientos de nativos- un barco de vapor de 320 toneladas, pero íntegro, no desarmado, como había ocurrido en realidad. Como era su costumbre, el director había renunciado de antemano al uso de maquetas o cualquier tipo de efectos especiales. En su recorrido por los rápidos del río el barco chocó contra las rocas y seis integrantes del staff resultaron heridos. El director de fotografía se abrió la mano y debió sufrir una operación de dos horas y media sin anestesia. A otro miembro del equipo hubo que amputarle un pie para que sobreviviera a la picadura de una serpiente. Para poder seguir filmando hubo incluso que negociar con militares peruanos y ecuatorianos que se disponían a librar una guerra de fronteras. Tampoco faltaron los conflictos con los distintos grupos de nativos.
La subida de la nave por la ladera se efectuó mediante un complicado sistema de poleas, en un esfuerzo titánico, donde más de cien indígenas -sofocados por un calor extremo- empujaron al barco montaña arriba. Las peripecias de aquella insólita filmación se narran en un libro que Herzog tituló “Conquista de lo inútil”. Pero el esfuerzo no fue en vano y el realizador ganó el premio al Mejor Director en Cannes con otra historia hecha a su medida: la de un ególatra arrastrado a acciones demenciales por sus fantasías ilimitadas de poder.