Hace unas semanas, recibió de la mano de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner el documento de identidad argentino. La increíble historia de un kelper que tiene su corazón entre dos países enfrentados a muerte hace 29 años. De cómo el hombre, que representa la cuarta generación de malvinenses en su familia, pintó el dolor de los soldados argentinos; hizo que su padre, héroe británico, se encontrara con un ex combatiente platense; se enamoró de una porteña, con la que tuvo dos hijos… y ahora es líder de una banda de rock.
Por Juan Manuel Mannarino
“Vivo casi como un esquizofrénico. Estoy dividido entre Argentina y Malvinas. Allá soy una cosa y acá otra. Dos personas en una. Eso es lo que soy”. El hombre se ríe de sí mismo con la boca entreabierta, se hace chistes en un inglés castellanizado. El rostro luce cansado. Los ojos son dos luces verdes encendidas de tristeza. “Allá soy un hombre apagado, tranquilo, reservado. Acá soy simpático, cálido y me relaciono con cualquier persona como si fuera un amigo de años”, larga, sin preámbulos, con un tono despreocupado. La risa es espasmódica, y los ojos van y vienen, pero nunca miran fijos.
Es James Peck, nacido en Puerto Stanley, 43 años, artista plástico, hijo de un padre que fue héroe británico en la guerra de Malvinas, padre de dos hijos porteños, separado, amigo de soldados argentinos y uno de los solitarios más extraños que hoy por hoy deambula entre los bares de Buenos Aires. Un solitario con fama reciente: la presidenta Cristina Fernández de Kirchner le acaba de entregar en mano el documento nacional argentino. El artista había renunciado a la nacionalidad británica cuando las autoridades malvinenses se negaron a brindar asistencia médica a su esposa, nacida en la ciudad de Buenos Aires, durante el parto de uno de sus hijos. Como quiere vivir en Argentina, su historia llegó a los oídos de la Presidenta, quien aceleró los trámites. En un acto en el Registro Civil de Ushuaia, Peck fue inscripto como ciudadano de Tierra del Fuego. Es la primera vez en la historia que un kelper se convierte en argentino.
Ahora estamos en el Centro Cultural Islas Malvinas. Todo está vacío. Hay gente del Centro de Ex Combatientes (CECIM) que descuelga los cuadros y las telas. “Son mis amigos. Me están ayudando. Son gente buena”, dice el kelper que prefiere denominarse “isleño”. La obra de James Peck, un conjunto de óleos, dibujos y telas sobre el paisaje desolador de Malvinas, se exhibió en el Centro Cultural durante abril y ahora está en el piso, embalada entre cintas, cajas y cartones.
“No me pesa pintar sobre Malvinas como ocurría en el pasado. Estaba en una etapa muy oscura, tenía cosas fuertes reprimidas en mi interior. Mis obras ahora tienen más luz, me saqué los fantasmas de encima, y ya no me incomoda mirar el pasado, porque tengo claro el presente y el futuro será lo que será”, piensa Peck, y recuerda que su primera maestra de dibujo murió en un bombardeo durante la guerra, que nunca pensó pintar acerca de las islas hasta que a mediados de los ´90 ciertas imágenes se hicieron insoportables, como los cuerpos mutilados que vio cuando era adolescente, como los conscriptos hambrientos que descubrió robando o pidiendo comida para sobrevivir.
En los cuadros hay soldados que parecen espectros, camas solitarias, amantes pasajeros, una hilera de casas abandonadas, árboles raquíticos y montañas de tormenta y nieve que calan los huesos. Es Malvinas, para Peck, un escenario de pérdidas irreparables y una tierra detenida en el tiempo. Pero también hay campos soleados, niños sonrientes y una naturaleza misteriosa de caminos de ripio y praderas inmensas que esconden trincheras. «En mis primeras pinturas reflejaba el dolor de la guerra, pero no pintaba la victoria británica sino el dolor de los soldados argentinos. Me sentí muy identificado con ellos y quise transmitir ese mensaje de sufrimiento. Son, diría, metáforas de mi propia tristeza. Entiendo que mi trabajo es autobiográfico, de lo que significa Malvinas para mí, es como una imagen que cambia a cada época, porque la desolación y la soledad, que son dos sentimientos comunes en las islas, se mezclan con la esperanza y la fraternidad entre los pueblos, que es una utopía personal”, explica James. Las pinceladas son, entonces, para él, un verdadero grito de guerra: una canción desesperada sobre la condición humana, que rescata en carne viva sus ambigüedades, frustraciones y sueños en una comarca que tiende a tapar con un manto blanco y helado las emociones de los individuos.
Le ceban mate, le dan palmaditas en la espalda huesuda, lo tratan como si fuera un hijo recién llegado del extranjero y al cual no ven hace tiempo. James dice “okey, okey”, parlotea en un castellano histriónico, camina despreocupado con pasos de adolescente y devuelve abrazos y apretones de manos.
Soy una mujer enamorada
No es fácil escuchar a James. Habla bien castellano, comprende al otro, pero quiere darle profundidad a sus palabras y no sabe cómo hacer. “Es una deuda pendiente. Tengo que hablar mejor el español para comunicarme mejor con mis hijos. Me resulta muy complicado. Ustedes tienen como diez palabras para nombrar una cosa mientras que en el inglés hay una sola”, confiesa.
De perfil, James es un anglosajón de pura cepa: rubión, colorado, pelo corto y ojos claros. De frente, parece la estampa de un rockero de los 70, con sus anteojos Ray Ban, una especie de adulto joven al que le cuesta aceptar las arrugas, y viste pantalón negro ajustado, zapatillas All Star, algo de barba, muñequeras y tatuajes en los brazos. Hay letras escritas en cursiva sobre la piel. En una primera impresión, por la caligrafía desprolija, parecen tatuajes de presos o marineros, hechos a mano alzada. En el antebrazo derecho, están los nombres de sus tres hijos. Joshua, de 19 años y malvinense; Juani, de 9 y Jack, de 5, ambos nacidos en Argentina. Todos con J, como el padre.
James extiende el brazo izquierdo y la frase, “I’m a woman in love”, desconcierta. “Es una canción de Barbra Streisand, no te asustes, no es por mí”, aclara y reímos juntos. “Me la hice tatuar como un homenaje a mi padre. Era uno de sus temas favoritos, lo escuchaba siempre, lo cantaba. A mi me gustaba verlo así, y cuando él murió de cáncer hace unos años, pensé en la canción. Sentí que estaba haciendo justicia con él, que estando grabado en mi cuerpo estaría presente para siempre en mí”, dice mientras pasa los dedos largos sobre la letra, acariciando la piel rugosa.
El padre, Terry Peck, es un héroe de guerra, una celebridad local. Miembro de la Fuerza de Defensa de las Islas Malvinas, espió a los soldados argentinos y fue uno de los hombres más buscados por el Ejército argentino. El 21 de abril de 1982 se escapó de Stanley en motocicleta y, con la ayuda de algunos granjeros, sorteó cinco semanas de frío y aislamiento para unirse a los británicos. Por su conocimiento de la isla, fue explorador del Regimiento de Paracaidistas y participó en los combates del 12 de junio en Monte Longdon, una de las batallas más sangrientas. Terry Peck recibió medallas de honor y participó de la vida política de Malvinas.
La relación con él fue tormentosa. Antes de la guerra, sus padres se habían separado y la madre se había juntado con un argentino que vivía en las islas. Fue un escándalo que no duró mucho, porque después del conflicto bélico, el cónyuge fue expulsado de Falkland y la madre acusada de deshonra. Para James, la presencia de un argentino en sus afectos cercanos sería una huella temprana de un destino tironeado entre dos patrias, entre dos sangres. Una dualidad que, como bien dijo al comienzo, la vive como si fuera una patología extraña, una especie de tragicomedia que se representa en su cuerpo día a día.
“Estuve mucho tiempo sin hablarme con mi padre. Su figura es muy fuerte en las islas y él no apoyaba que pintara a soldados argentinos. Pero los años fueron curando heridas. Empezó a ver con otros ojos mis pinturas y nos acercamos a través de Miguel Savage, un ex combatiente. Y él disfrutó de mis hijos argentinos, cuando en las islas se piensa que yo le falté el respeto. Hay mucho rencor de gente mala, que no entiende la relación que tuve con mi padre y que sólo opina defendiendo un nacionalismo ridículo”, dice James y niega con la cabeza, le molesta, hace un resoplido de enojo.
En 1993, el crítico de arte Edward Shaw viajó por una semana a Malvinas, siendo el primer residente argentino que visitó las islas después de la guerra. Shaw conoció la obra de James Peck, se mantuvieron en contacto y tres años después le consiguió la Galería Sara García Uriburu para que pudiera exponer los cuadros. Fue el primer viaje a Buenos Aires, hecho con sus ahorros vía Chile y sin ningún tipo de ayuda del gobierno malvinense. La obra despertó gran interés en el público y un día cierto hombre se le acercó, se presentó como “Miguel Savage, ex combatiente argentino, un ex soldado del Regimiento 7º de La Plata” y lo invitó a tomar un café. Charlaron durante varias horas. Miguel Savage, conmovido por las pinturas, estaba interesado en conocer a James, se preguntaba cómo podía ser que el hijo de un soldado inglés mostrara tanta sensibilidad por el dolor ajeno.
Así nació una amistad que, hasta hoy, luce orgullosa e inquebrantable. A través de Miguel, James conoció a otros ex combatientes platenses y se vinculó a las actividades del CECIM. Pero el suceso cumbre ocurrió en enero del 2000, cuando el soldado regresó a las islas luego de 18 años. Por intermedio de James, Miguel Savage se encontró nada más ni nada menos que con su padre, Terry Peck, al que se enfrentó a muerte casi dos décadas atrás. Fueron a Monte Longdon, donde el argentino salvó la vida de milagro tras sufrir hambre y frío y después de que su trinchera fuera bombardeada. Bebieron whisky, se abrazaron y lloraron juntos. Antes de irse, Savage devolvió a una familia de la isla un pulóver que había robado de su casa abandonada para soportar las bajas temperaturas. Dejó una carta donde expresó arrepentimiento, criticó las miserias de la guerra, y se convirtió en protagonista del documental “Con la mano de Dios”, emitido sólo en Europa.
Después del encuentro entre Miguel Savage y su padre, James sintió un profundo alivio. “Mi padre cambió la actitud para con la posición británica sobre la guerra. Cuando fue concejal, discutió con el gobierno inglés porque consideraba injusto que los familiares argentinos no pudieran entrar a la isla a visitar las tumbas. Cuando se encontró con Miguel, y después de que se hicieron amigos, siento que quiso redimirse, que antes de morir expresó un sentimiento humano que tenía escondido detrás de las medallas y el fervor patriótico”, expresa James.
La tierra baldía
Las islas son estériles. James nació en ellas en 1968, tenía catorce cuando sucedió la guerra y de joven se fue estudiar Artes Plásticas a Inglaterra. La vida en la metrópoli no lo cautivó y regresó a Malvinas para intentar vivir de su arte. Tuvo amigos, novias y un hijo, pero de adulto sintió que detrás de las montañas y los campos a cielo abierto, había una abulia desesperante. No había nada. Sólo agua, soledad, algo de paz, un silencio abrumador que sólo le gusta para poder pintar y una línea en el horizonte que imagina como el último paraje del mundo.
“Me interesa la sensación de soledad y tranquilidad del campo. No tengo sentimientos nacionalistas, pero me conmueve el paisaje de las islas: estar ahí, solo en el fin del mundo, es una sensación única. Es una imagen de infancia, de paz y silencio que de un momento para otro se quebró y convirtió a las islas en un espacio siniestro”, reflexiona. Quizás lo que quiera explicar James Peck es lo absurdo de pensar que en un lugar tan bucólico, en el que vivían 1500 aldeanos, haya ocurrido una guerra atroz que hizo desfilar 50.000 soldados y dejó más de 900 muertos (650 del lado argentino y 255 del lado británico). Detrás del impacto de las cifras, están las historias de carne y hueso, las transformaciones del paisaje, el cambio de sensibilidades. Historias como las de su padre y Miguel Savage, enemigos por el designio fatal de países locos por matar, y amigos porque así lo decidieron, por su cuenta, sin ninguna imposición.
Malvinas, ahora, es una tierra maldita. “Todos te vigilan para ver qué hacés, con quién charlás, adónde vas. Antes era una aldea pequeña, parecía un pueblo antiguo de Gran Bretaña. Después de la guerra, muchas familias inglesas poblaron las islas y explotó el negocio de la pesca. Está lleno de turistas que van a ver los pingüinos. Los kelpers se beneficiaron materialmente, tienen grandes negocios con el apoyo de Inglaterra, pero es un engaño. Antes éramos felices, yo crecí sin televisión, vivíamos más tranquilos, más relajados con la naturaleza”, explica, y el gesto se inunda de nostalgia. Los ojos miran fijo.
Son más de tres mil habitantes. Muchos más que antes, es cierto, pero James está agobiado por no poder expresarse, por no lograr discutir abiertamente sobre el pasado, por no escapar de un circuito de vigilancia y control. “Nunca expuse en mi tierra. No hay salones ni una comunidad de artistas. Hay una muerte cultural, hay una muerte espiritual muy grande. Después que fallecieron mis padres, sólo me quedó mi hijo mayor, que estudia en Inglaterra, y unos pocos amigos y familiares. Todos piensan que estoy medio loco por venirme a la Argentina, mis hermanos no están muy de acuerdo. Pero en la isla no se puede conversar con nadie, nadie escucha a nadie, sólo se piensa en el bienestar material y en vivir cada uno en la suya. Están encerrados en un sentimiento antiargentino; son tan ignorantes que piensan que en Argentina todavía hay soldados en la calle”, señala James, indignado, y en su cabeza las islas se fracturan hacia un lugar remoto, casi imaginario.
Sangre gitana
James es fanático de Boca y fue pareja de la artista plástica argentina María Abriani, con la cual tuvo dos hijos, Jack y Juani. Le cuesta hablar de ella. Todavía siente dolor por la separación. “A María la conocí cuando ella fue a las islas a hacer una experiencia artística. Nos conocimos y después empezamos a salir. Para verla a ella viajaba seguido a Buenos Aires y me enamoré de la ciudad. Acá hay mucha cordialidad, en Europa son muy estructurados y en las islas hay mucha dureza. Argentina me encanta porque es un país apasionado, hay afecto y calidez”, confiesa, y ya no habla de María, balbucea que está solo, pregunta a qué bar puede ir a tomar cerveza artesanal, que nomás conoce el Tortoni, porque está viviendo a unas pocas cuadras de allí con un amigo.
Cuenta que un abuelo holandés suyo fue gitano. Que vivió de viaje en viaje, nómade, sin echar raíces en una tierra. «Mi vida es cambio y eso me hace sentir vivo», señala James, y se identifica con la sangre del pariente. Se reconoce como un “trotamundos”, y enumera los trabajos por los que pasó, desde empleado de Aduana hasta chofer de una ambulancia, cruzando la isla de punta a punta, de noche y bajo tormentas. El presente es otro. Quiere vivir en Buenos Aires “bastantes años” y viajar poco a las islas, “para pintar en la soledad, ver a mi hijo y vender lienzos a los turistas”. Le gustaría, en el futuro inmediato, pertenecer a un lugar. Y ese lugar es Argentina.
James recibió premios en Inglaterra por algunas de sus obras y piensa dedicarse de lleno a las clases de pintura particulares y a la enseñanza de la teoría del arte. Hace poco, unos amigos lo invitaron a escuchar un ensayo de su banda de rock. James aceptó, pero poniendo una condición: que él fuera el guitarrista y la voz del grupo. Los amigos, sorprendidos, lo desafiaron a unas pruebas de sonido y James se transformó en el líder. La banda está por debutar en vivo, toca un estilo de rock tipo Iggy Pop y todavía no le han puesto nombre. “Tuve unos problemas con mis documentos de tanto ir y venir de las islas. A ellos les gustó la historia y se les ocurrió algo así como ‘Mr.Peck y la banda de los documentos’. Vamos a ver qué pasa”, dice James, sonrojado, y mira hacia fuera, donde un grupo de ex combatientes lo saludan, sentados y en fila, con un termo y sonrisas cómplices.