Historias en primera persona de quienes protagonizaron las tardes y las noches de febrero de 2020 en las que el campo de vuelo del Club de Planeadores se transformó en uno de los asentamientos más grandes de la provincia de Buenos Aires.
Mudanza de barrio
Un relevamiento realizado por la Subsecretaría de Hábitat de la Comunidad a fines del primer año de la toma se contrapone con la hipótesis planteada por algunos actores políticos y medios de comunicación respecto del origen de los habitantes del predio. El propio intendente Julio Garro machaca con que “la mayoría ni siquiera son platenses”.
Aunque es parcial, el relevamiento al que tuvo acceso La Pulseada indica que sobre una población de 1.826 personas que se habían radicado en el lugar en diciembre de 2020, el 74% había llegado desde otros barrios de la ciudad o la región: 1.277 eran de La Plata, 44 de Berisso y 32 de Ensenada. Sobre ese punto desde la Subsecretaría mencionan la cercanía de otros nueve barrios populares que nacieron del mismo modo y son productores de nuevas familias que necesitan un lugar donde vivir.
Eso implica que el 26% (473 personas) llego de otros lugares o no declararon domicilio anterior. El 3,5% venía del conurbano (65 casos), el 5,7% del resto de la provincia de Buenos Aires (105), el 2% de otras provincias y el 1% de CABA.
El detalle de los nuevos habitantes que llegaron del Gran Buenos Aires muestra que casi el 60% llegaron de los distritos más cercanos a La Plata: Quilmes (18%), Berazategui (15%), Florencio Varela (15%) y La Matanza (11%).
La noticia corrió rápido y fueron decenas las familias que se apuraron a marcar territorio. Era la noche del 16 de febrero de 2020, el final de un domingo largo. Por la tarde las calles de Los Hornos que rodean al enorme predio del gobierno nacional en el que en algún momento funcionó el Club de Planeadores se convirtieron en un desfile de gente que llegaba cargando palos y chapas. En las primeras semanas hubo desalojos y reinstalaciones, denuncias penales, peleas por las ubicaciones, ventas y reventas de parcelas, ofertas de tierras a través de las redes sociales, disputa de poder y violencia entre quienes se plantan como referentes territoriales o pretenden ser los interlocutores con el Estado.
El terreno se describe como una planicie que tiene un sector inundable y otro en el que es posible la radicación de viviendas. Quienes llegaron aquella noche y en los meses posteriores no distinguieron entre uno y otro y en la primera mitad de ese año la superficie completa se cubrió de viviendas precarias que evolucionaron de simples chapas apoyadas entre sí a casillas de madera o incipientes casas de material.
El encuentro con la tierra
Cuando Braian Romero llegó esa noche a la única arboleda más o menos frondosa que hay en el predio se encontró con Héctor Giménez, un paraguayo que venía desde Altos de San Lorenzo. Al principio se miraron con recelo, pero enseguida entablaron diálogo. Ambos venían con la misma necesidad a cuestas y atraídos por los rumores que decían que había terrenos libres.
Braian lo hacía desde otra zona de Los Hornos donde junto a su compañera Carla López y sus hijos se amontonaban con otras tres familias en un pequeño terreno. “Llegó un momento que éramos tantos que era imposible”, dice ella. Por su lado, Héctor y su mujer Idemía León Espinoza buscaban escapar de un alquiler que ya no podían afrontar. La situación económica de todos sería aún peor en los meses siguientes, con el aislamiento por la pandemia ya decretado.
“Héctor estuvo acá la primera noche y yo vine al día siguiente porque él (y señala al pequeño Eitan que está en su falda) era muy chiquitito todavía”, recuerda Idemía, a quien todos conocen como Mía. A su marido le había avisado un amigo y él llamó a otros, incluidos sus cuatro hermanos, alimentando ese “boca en boca” que circuló rápido en los barrios.
“Llegué exactamente a este lugar y a la primera persona que veo es a Héctor, que estaba acá parado”, escenifica Braian. Su vecino escucha y asiente. “Le pregunté cómo venía la mano y me mostró dónde estaba el terreno que él había marcado, así que hice lo mismo al lado, porque no había nadie”. Lo hicieron de noche, a la luz de una fogata improvisada. A esa altura sabían que eran muchos los que estaban en la misma búsqueda porque las antorchas se multiplicaban en la oscuridad.
Dos años después la escenografía es totalmente distinta. Los hombres y las mujeres que se juntaron con La Pulseada cuentan que limpiaron el lugar a machetazo limpio y que a mano también se encargaron de abrir las primeras calles, que son las que hoy les permiten entrar y salir para ir trabajar. Y señalan la casilla que hoy ocupa Laura, ubicada justo enfrente de la hilera de árboles. Aseguran que es la primera que tuvo techo y recuerdan que la hicieron todos juntos cuando en aquellos primeros días de febrero de 2020 los sorprendió a la intemperie una feroz tormenta de viento y lluvia.
Braian y Carla, Héctor e Idemia, así como Margarita, Ramona y Matilde, que es más nueva porque llegó hace unos pocos meses, viven en la zona de lo que sería el cruce de 83 y 147, donde hay una cancha de volley y una pista larga de carrera a pie en la que durante varios domingos organizaron competencias por plata, para juntar los fondos con los que harían una perforación e instalarían la bomba de agua.
Saben que el sector que ocupan está descripto como inundable, por lo que la incertidumbre los domina ante un conflicto que puede ser inminente (ver Las tierras inundables). Menos incierta es la situación de Derlis Cantero Mendieta y Silvina Gaitán, quienes levantaron su casilla azul a no más de 400 metros en línea recta hacia la zona urbana de Los Hornos. Él trabaja en una gomería más o menos cercana y junta cartones con una moto. Ella dedica el día a cuidar a sus dos pequeños hijos. Derlis fue el primero de la familia en llegar después de que una conocida le avisó que se estaba gestando la ocupación. Vivían en Olmos, en un terreno prestado, sin chances a la vista de conseguir algo propio. Improvisó una casilla de chapa que pudo ocupar un tiempo más tarde, cuando Ulises, nacido poco antes, creció lo suficiente.
No sería el lugar definitivo porque unos meses después, cuando el proyecto de urbanización empezó a avanzar, la pareja fue relocalizada. Ahora esperan que la Subsecretaría de Hábitat de la Comunidad les entregue –como ya lo hizo con otros vecinos– el documento que acredite que son los ocupantes del lote. Viven sobre una calle que fue abierta y mejorada con la maquinaria provincial en 78 y 151, enfrente de un gran espacio alambrado ocupado por la Gendarmería. Derlis se entusiasma con que pudo plantar un árbol que espera pronto le brinde sombra y cuenta que ya hizo el contrapiso para dejar de caminar en la tierra dentro de su casa.
“Cuando fue la relocalización –recuerda Silvina–, despacito empezamos a trasladar la casita”. Y habla del primer invierno (el de 2020) que pasó en el predio. “En general fue tranqui” dice, pero aún tiene muy presente el frío. “Teníamos sólo la casa de chapa, pero ahora ya pudimos avanzar con la madera. Acá estamos felices, ojalá podamos empezar a hacer de ladrillo, pero para eso necesitamos que el terreno sea nuestro”, explica.