Omar Cigarán tenía 17 años, vivía en el barrio Hipódromo y fue asesinado por un efectivo de la Bonaerense en febrero de 2013. Sus padres, que durante años habían golpeado puertas para sacarlo de la calle y de las adicciones, ahora lo hacen para que el homicidio no quede impune. Una historia más donde la Policía pone la bala y la Justicia la esconde.
Por Rubén Calligo
El viernes 15 de febrero de 2013 Omar se levantó, saludó a su mamá y fue hasta la calle 42 con los pibes del barrio.
—Quedate acá, Omar —le dijo ella.
—No pasa nada, viejita.
Su mamá tenía miedo porque todavía recordaba el allanamiento del día anterior: cerca de las ocho de la noche, Sandra sintió un ¡PUM!… Le habían volado la puerta de una patada, ella salió con su hijo pequeño en brazos y encontró una escopeta Itaka que le apuntaba directo a la cabeza. “¿Adónde está el guacho, dónde está ese hijo de puta?”, le gritó el policía.
La insultaron durante dos horas, mientras revolvían y rompían. Buscaban a Omar y no lo encontraron. Antes de irse, un policía se le acercó y le dijo: “Si no lo entrega a ese guacho, mañana lo tiene muerto”.
“Y así fue…”, repite Sandra cada vez que lo cuenta. El viernes, un rato después de salir de su casa, Omar pasó por la puerta con la moto prestada por un amigo y le sonrió a su mamá, que estaba justo afuera. Fue la última vez que se miraron. Pocos minutos después sonó el teléfono. “Vení a la 43, vení que lo mataron a Omar”, escuchó. Corrió pocas cuadras hasta el lugar y cuando llegó vio a su hijo tapado con una bolsa de residuos, tendido sobre la calle junto a una boca de tormenta. Faltaban cinco días para su cumpleaños de 18.
El policía Diego Flores declaró que volvía de trabajar en Quilmes, viajaba en su auto particular, estaba uniformado y portaba su pistola 9mm. Otro policía, Leandro Junquera, que estaba de civil, venía sobre su moto por la diagonal 115, casi llegando a 43 y 122. Tenía en frente un semáforo en rojo. Según la versión policial, Omar tomó por el cuello a Junquera y le apoyó un revólver para robarle la moto, y Flores dio la voz de alto. Dice que el chico lo apuntó con un arma y que entonces, desde adentro del auto, disparó. La bala entró debajo de la tetilla izquierda de Omar, que caminó unos metros y se desplomó. Un pibe que había bajado de un colectivo vio la secuencia y llamó a la ambulancia, pero cuando ésta llegó Omar ya había muerto.
El policía quedó libre a las pocas horas gracias a que la fiscal Ana Medina siguió al pie de la letra esta versión. Sin embargo, los peritos que rastrillaron el lugar y registraron el cuerpo nunca encontraron el arma que se suponía tenía Omar. Increíblemente, varias horas después, en la morgue, apareció un arma entre sus piernas. En la causa no se investigaron estas irregularidades.
La calle y los pibes de la plaza San Martín
Era la hora del almuerzo y la mesa estaba servida en la casa donde Milton Gustavo y Sandra criaron a sus cinco hijos entre el paso de caballos de carrera y chicos de Villa Catella que salían en carros a cirujear en el centro. Era mediodía, a fines de julio de 2008. Ya hacía dos años desde que Omar se había rajado por primera vez para alternar periodos entre la calle y su hogar. En el televisor, el conductor del noticiero hablaba de un grupo de chicos y chicas que vivían en la calle y habían sido atacados a golpes y palazos por desconocidos en la glorieta de la plaza San Martín.
Omar abrió grandes sus ojos claros:
—¡Me voy!
—¿Adónde vas, Omar? —gritó Sandra— quedate acá.
—Me voy porque mis amigos me necesitan.
Se levantó y se fue sin comer. Su familia lo vio alejarse por el pasillo; llevaba una mochila con una frazada adentro.
Esos “amigos” eran una docena de chicos y chicas que compartían historias de vida parecidas y por distintos motivos se encontraron viviendo en la calle, parando en el edificio que entonces utilizaba la Facultad de Humanidades, de donde fueron echados, y luego durmiendo en la glorieta. Hacía varios meses que los diarios El Día, Hoy y Perfil se habían encargado de marcarlos como “la banda de la frazada”.
“Él vivía como si se le terminara la vida”, explica Sandra. Gustavo recuerda qué agotador fue el tiempo aquel cuando su hijo comenzó a vivir a la intemperie del mundo y a consumir drogas. Cuando volvía de trabajar se iba a recorrer las calles y las instituciones, buscándolo: “Omar anduvo por tantos centros que ya ni me acuerdo los nombres”, dice.
“Se perdió mucho tiempo con esos pibes. Los dejaron crecer para que estén presos —se lamenta Sandra—. Porque vos fijate, en la época de la banda de la frazada ¡eran nenes! que los podrían haber rescatado… si bien el deber de educar a un menor es de los padres, en un caso de adicción los papás solos no podemos, por más que yo baje un cielo entero para ayudar a mi hijo, no podemos”.
“Todas esas instituciones —continúa él— están para la parte formal. Vos vas, te atienden, todo lo mas bien, pero después todo lo que hacen no sirve para nada. Es sólo para perder tiempo, nada más, para que vos te quedes contento y te vuelvas a tu casa. Por la parte formal está bárbaro, porque hay un montón de gente, toda gente buena, licenciados en no sé qué; pero en la realidad lo único que hicimos fue peregrinar por todos lados”.
Sandra recuerda que fueron años de lucha sin ayuda del Estado. “Si lo mismo le ocurre a una persona que está bien económicamente paga un lugar privado y lo tiene bien a su hijo. Pero yo en ese tiempo trabajaba en una clínica de mucama, no ganaba mucho, y Gustavo de albañil. No podemos pagar un lugar privado. Y el Estado, como verás, no hizo nunca nada”.
“Toda la generación de esos pibes que yo conocí con el Omar están muertos o presos”, concluye Gustavo.
El nombre de la inseguridad
El cartel de “pibe de la frazada” confinó a Omar a su barrio. Sandra cuenta que “él no podía ir al centro, porque cada vez que cruzaba de la Estación para allá siempre tenía problemas con los de la comisaría Primera. Si tenía que comprarse unas zapatillas o algo, se tomaba un taxi”.
Hacia fines de 2012 Omar salió de un centro cerrado donde había estado privado de la libertad. Al día siguiente, un policía lo amenazó de muerte en la puerta de su casa. “A la inseguridad, los servicios de calle le habían puesto un nombre y se llamaba Omar Cigarán”, cuenta Gustavo. Tres semanas después, padre e hijo fueron juntos hasta la fiscalía para hacer una denuncia penal y presentar un recurso de habeas corpus. La declaración de Omar fue clara: “Desde que me encuentro en libertad que vengo padeciendo una constante persecución policial por parte de un efectivo de la Seccional 2da. La Plata (…), luego pude identificarlo como el Teniente Chavarrito”.
El texto narra una secuencia en la que Omar estaba en el interior de un comercio charlando con el dueño cuando “ingresó el personal que vengo denunciando y me llevó a la fuerza hasta la seccional (…); mi defensora se comunica telefónicamente a la Seccional 2da., donde pregunta las causales de la aprehensión”. Chavarrito le informó “que yo había sido trasladado al sólo efecto de certificar mi identidad”.
“Identificarlo ¿de qué? —pregunta ahora, con enojo, Sandra— si él ya sabía cómo se llamaba mi hijo. Y actualmente sigue amenazando a los chicos del barrio: ‘Ustedes van a terminar como Omar’, les dice”.
Pese al habeas corpus, la historia se repitió varias veces. Lo verdugueaban, lo golpeaban, le robaban, lo llevaban a comisaría o lo largaban en cualquier parte y volvía caminando a su casa, a las puteadas.
“Todos te dicen ‘tenés que denunciar, tenés que denunciar’. Lo denunciamos ¿Y qué hicieron? No hicieron nada —asegura Sandra—. Se metió con mi otro hijo, a Gustavo lo golpearon para que levante la denuncia. ¿Y cómo terminó Omar? Entonces a veces no sabés qué hacer. Si denunciamos a un policía que lo perseguía y Omar ahora está muerto, ¿qué puedo denunciar yo? Yo tengo miedo”.
El castigo y las pesadillas
Gustavo y Sandra tienden la cama de Omar y se debaten entre despejar su habitación o mantenerla intacta. Guardan sus regalos y por momentos quitan la vista de las fotos. Afuera de la casa el sufrimiento sigue: la morgue, la burocracia amarga del cementerio, las peregrinaciones hacia la fiscalía, el maltrato de funcionarios.
El abogado de la familia, Juan Manuel Morente, explica que los familiares de víctimas “pierden por partida doble, primero, frente al agresor, y segundo al negarles el derecho al acceso y participación en el proceso judicial. Esto se intensifica cuando las víctimas provienen de los sectores subalternos y el victimario es un miembro de la fuerza policial protegido por el aparato penal y el sector político. En este contexto, la Justicia surge desde las víctimas, como respuesta a la experiencia de la injusticia”.
Desde que Omar fue asesinado sus padres conocieron personas que pasaron por la misma desgracia, como la familia de Ezequiel “El Alfa” Heredia. El chico vivía a veinte metros de la casa de Omar hasta que el 8 de diciembre de 2009 el policía Sergio Aguirre, de la comisaría Segunda, le disparó directo a la cara, delante de toda su familia. Ahora, mientras se organizaba una protesta para exigir que no se cierre la causa de Omar a un año del crimen, también conocieron a Agustina, madre de Braian “Toty” Mogica, de 16 años, del barrio San Carlos, asesinado por el policía Gabriel Yuguet el 19 de noviembre de 2013. “Pensar que esto lo veía por televisión, y ahora estamos acá”, le dijo Agustina a Sandra en una marcha a la que fueron juntas en José León Suarez, al cumplirse tres años de la masacre de Villa La Cárcova, donde la Policía asesinó a Mauricio Ramos y Franco Almirón, de 17 y 16 años (La Pulseada 116).
Esa misma noche Sandra publicó en Facebook: “Esta marcha me dio más fuerzas para seguir en mi lucha. Basta de matar a nuestros hijos”. La mamá de Omar cuenta que desde febrero de 2013 cada noche se le aparecían imágenes crueles que no le permitían dormirse pero cuando volvió de aquella marcha junto a otros familiares fue la primera noche en un año que se durmió tranquila, sin esas imágenes. “Y hasta ahora —dice—no volvieron”.
La causa y las complicidades
Desde principios del año pasado, el defensor juvenil Julián Axat asegura que en la región hay un clima de “eliminación social” (La Pulseada 111) y puso el ojo en que se investiguen una serie de crímenes similares, de adolescentes asesinados durante supuestos intentos de robo a policías vestidos de civil. En la mayoría de los casos, las víctimas habían denunciado previamente amenazas y hostigamiento de agentes de la fuerza. Y en todos, las causas judiciales están frenadas. El de Omar Cigarán es uno de ellos. La Pulseada habló con Juan Manuel Morente, abogado de la familia y miembro de la Asociación Miguel Bru:
—¿Qué irregularidades encontraron en la investigación?
—Hay pruebas pendientes, muchos testigos que no declararon. Hay mucho por hacer. Había una persecución por parte de un policía de la comisaría Segunda contra Omar y todo eso hay que incorporarlo a la causa. Además, dudamos de cómo se encontró el arma de fuego en poder de Omar. Ningún testigo la ve, solamente el imputado, y se encontró recién en la morgue. Ahora la fiscal (Ana María Medina) pidió el sobreseimiento (del policía Diego Flores) y a mi entender es bastante apresurado. Hay muchas cosas que se hicieron mal.
—¿Puede la policía intervenir en la investigación cuando está imputada?
—La resolución 1390 de la Suprema Corte de Justicia bonaerense dice que cuando en un hecho interviene un funcionario policial la Policía no tiene que intervenir en la investigación ni recolectar pruebas. Y no se respetó esa resolución, vigente desde 2001.
—¿Qué hace falta para cambiar estas prácticas?
—Que se respete esa resolución y que se implemente la policía judicial, que se aprobó hace un año. Después, que el Estado tenga una participación de asistencia y no de castigo a los chicos. La intervención asistencial para los chicos no existe, y encima los reprimís, no los estás incluyendo, los estás eliminando.
1 commentsOn Hijos nuestros
Exijamos que la ley se cumpla para beneficio de todos, es notable que en nuestro país la ley se aplica o no según conveniencia de los mas fuertes.
Muy bueno el artìculo y muy doloroso.