Hijos de la miseria

In Edición Impresa, Niñez -
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Un nene de dos años y medio murió en La Plata víctima de una de las peores enfermedades que se conocen: ataca a los que no tienen cómo combatirla; quienes la padecen se sienten culpables y no víctimas; provoca la muerte o deja secuelas que no se pueden superar; generalmente es contraída por los más pequeños; es provocada por un mal concreto al que se suele denominar «sistema» y tras el cual se esconden los verdaderos responsables. Se sabe cómo combatirla pero no hay interés en hacerlo y, además, las autoridades se niegan a reconocer su existencia. Así es la desnutrición. Esta nota firmada por Pablo Mugica, el seudónimo que Lalo Painceira usó en los primeros números de La Pulseada, es la primera de un informe especial publicado en mayo de 2003.

Texto  Pablo Mugica

Nota publicada en La Pulseada Nº 11 de mayo de 2003

Corrado Alvaro describió la vida miserable en las covachas levantadas en las montañas de Calabria señalando, con delicadeza latina, que «no es buena la vida de los pastores del Aspromonte cuando empieza el invierno». Tampoco lo es para los pobres de La Plata, habitantes de un cinturón cada vez más ancho que engrosa día a día sumando casillas precarias de chapa, cartón y madera.

El pediatra Carlos Bertolotti, que dos días a la semana recorre casa por casa los asentamientos de barrio Aeropuerto, asegura que «hay que vivir en esas condiciones o estar con ellos un buen tiempo para comprobar cómo los deteriora la pobreza» y no sólo se refiere al deterioro del organismo. Y tiene razón. Para hablar o comprender ese fenómeno que los tecnócratas anonimizan detrás de cifras cada día más abultadas o detrás de eufemismos como población NBI o similares. Lo que Bertolotti quiere decir en buen cristiano es que a la pobreza hay que conocerla desde adentro, tutearla, sentir su olor hasta dejar de distinguirlo, sentir cómo lastima el cuerpo el chiflete que se filtra por las rendijas de sus paredes de madera o chapa, tener que echar aliento a las manos para poder asir el tazón de mate cocido caliente que engañará al estómago para poder dormir esa noche.

Recorrer hasta la madrugada la ciudad, calle por calle, arrastrando el carro en busca de cartón que asegure un mínimo sustento para el día siguiente, llueva o corra un viento helado. Hacer el amor sabiendo que la mujer parirá chicos en desventaja, como lo fueron ellos y sus padres. Saber que no se puede pensar en pasado mañana, porque hay que solucionar el hoy, acotando los sueños a 24 horas. Darse cuenta de que uno de sus hijos se hartó de agachar la cabeza y trajinar con el carro y decidió jugarse la vida en una noche de caño; hijo que si se topa con la policía podrá decir con aquél pastor rebelde de la novela de Alvaro, «al fin podré hablar con la justicia. ¡Cuánto ha sido necesario para poder encontrarla y contarle mis problemas!», porque es sólo así, en su forma represiva, que la justicia llega a los pobres.

Y es allí, en esas casillas misérrimas, en donde vive la desnutrición. No es algo nuevo. Es la vieja pata de cabra. Sucede que el modelo imperante la ha tornado inocultable a los ojos de la clase media y de los pudientes. Es tal su número que no cabía debajo de la alfombra en donde el poder barre y esconde sus llagas. Por ella, la gente pobre suele ser más petiza que los de la clase media y repiten más asiduamente de grado o dejan la escuela. Son los sobrevivientes, los que vivirán en desventaja respecto a sus pares de otra clase social a la hora de pelear un sitio en el mercado laboral. Crecerán y vivirán en la adversidad. Serán changarines mal pagos de la construcción o las quintas, vivirán del cirujeo o del servicio doméstico.

Son los hijos de la miseria, los pobres estructurales que no son sólo cifras. Son personas. Tienen nombre y apellido, familia, un barrio en el que su drama cotidiano no los distingue de otros. Es Elena que bajó los brazos y la sostienen sus ocho hijos pequeños en barrio Aeropuerto, que de tan flaquitos parecen altos. Conmueve verlos pelear con la vida, hermosos, con sus ojos encendidos golpeando puertas o hurgando en lo que tiran para encontrar algo que les permita cocinarse. Es el hijo de Juan, cuya muerte golpeó a los platenses; habitante de Romero, desnutrido de segundo grado, murió de un cuadro broncopulmonar que cualquier chico de clase media hubiera sorteado con dos días de cama. Pero el hijo de Juan vivía en una casilla de chapa y madera, lejos, como viven los pobres y por lo que siempre llegan tarde al médico. Todos ellos, como asegura Bertolotti, reciben sólo el 50% de las comidas que alimentan a chicos de otras clases sociales. Un almuerzo magro y farináceo, tazas de mate cocido y pan.

Miseria que genera rebeldías, jugarse al todo o nada con una pistola después de limarse con merca o evadirse con el vino barato y químico o el pegamento.

Hay otros que encauzan la rebeldía para agruparse porque así descubrieron que son más fuertes. Como Adriana y Luis, militantes de la CTA de Romero, que en la casa de su mamá levantaron un comedor que alimenta a 200 familias del barrio y que claman por una balanza y una cinta para salir puerta por puerta y encontrar a tiempo los casos de desnutrición. También está Elsa, que vive heroicamente con su marido y sus 7 hijos en un asentamiento de El Retiro y que agrupó a las otras mujeres junto a Sandra y María, cavando zanjas, instalando caños para llevar agua potable, levantando un comedor para 150 chicos. Y es tan conmovedor el gesto de Elsa, por la precariedad de la casilla que habita, en la que sus hijos comparten a la noche una pieza en donde sólo caben colchones, uno pegado al otro y ella cocina en un tambor de latón de 200 litros que perforó para colarle las ramas y encender el fuego. Elsa, Adriana, Sandra, María, Luis, iniciaron sus luchas reivindicativas desde sus propias necesidades, conscientes como Evita que en donde hay una necesidad, hay un derecho. Y no son los únicos.

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