Tras el repudio masivo al “2 por 1” a genocidas, La Pulseada conversó con dos investigadores especializados sobre el rol de la jerarquía eclesiástica durante y después de la dictadura, el significado de la reciente reinstalación del obispado castrense y la ambigua conducta del papa Francisco.
Por Carlos Gassmann
El sociólogo Ariel Lede (UNLP) y el historiador Lucas Bilbao (UNCPBA) son dos jóvenes expertos en el papel de la Iglesia católica durante la última dictadura, como así también en los vínculos de esa institución religiosa con los gobiernos sucedidos desde 1983 hasta la actualidad y con las organizaciones que han luchado y siguen bregando por la memoria, la verdad y la justicia. El año pasado publicaron, con prólogo de Horacio Verbitsky, el libro “Profeta del genocidio: el vicariato castrense y los diarios del obispo Bonamín en la última dictadura”. Allí analizan las 750 páginas del diario personal de Victorio Bonamín, un valiosísimo documento -hoy incluido en el archivo bajo custodia de la Comisión Provincial por la Memoria-, que contiene más de mil nombres de militares y clérigos y se salvó azarosamente del fuego que el propio obispo ligado al vicariado castrense encendió antes de su muerte para hacer desaparecer documentación. (Ver La dictadura registrada en el diario de un obispo – La Pulseada 125).
Algunos hechos permiten contextualizar el diálogo de La Pulseada con Ariel y Lucas:
* El 18 de febrero de 2005, el entonces obispo castrense, Antonio Baseotto, acusó por carta al ministro de Salud, Ginés González García, de “apología del delito” por proponer despenalizar el aborto y añadió que merecía que “le cuelguen una piedra de molino al cuello y lo tiren al mar” por repartir preservativos entre los jóvenes. Enfurecido, el entonces presidente Néstor Kirchner decidió desconocer a Baseotto en su cargo, dejar de pagarle el correspondiente sueldo asignado por el Estado y negarle todo reconocimiento oficial. Pese a ello, la Iglesia lo mantuvo al frente de la Vicaría hasta mayo de 2007, cuando renunció tras cumplir la edad jubilatoria de 75 años. A partir de entonces el obispado castrense quedó vacante y fue provisionalmente administrado por Pedro Candia, un ex militar carapintada que dejó las armas para tomar los hábitos.
* A fines de marzo pasado, el presidente Mauricio Macri y el papa Francisco acordaron designar oficialmente como titular de la Vicaría a Santiago Olivera, ex obispo de Cruz del Eje.
* La resurrección de la vicaría castrense antecedió por muy poco tiempo al último intento de “reconciliación” de la Conferencia Episcopal, que a su vez se anticipó por escasas horas al fallo de la Corte a favor del “dos por uno”.
* El 11 de junio de 2014 el arzobispo de Bahía Blanca, Guillermo Garlatti, imputado por encubrimiento del ex capellán Aldo Vara, acusado de delitos de lesa humanidad, declaró ante la Justicia que Rogelio Livieres Plano, obispo de Ciudad del Este, Paraguay (donde Interpol detuvo al prófugo Vara), había mentido al afirmar que el ex capellán había sido acogido en su diócesis por pedido de Garlatti y que percibía mensualmente dinero que le era girado desde la Argentina.
* En cuanto a Jorge Bergoglio, pese a sus esfuerzos -desde que es Papa- por desligarse de cualquier responsabilidad, nunca se disiparon las sospechas de que en dictadura “entregó” a dos sacerdotes de su orden, Orlando Yorio y Francisco Jalics, mientras que la Universidad del Salvador -bajo su órbita, en tanto superior de los Jesuitas- entregó un Doctorado Honoris Causa al almirante Emilio Massera. Más adelante, como presidente de la Conferencia Episcopal, no tramitó la excomunión de los genocidas, rechazó la consulta de los archivos de la CEA y negó que contuvieran documentación sobre los desaparecidos (aunque la Justicia comprobó lo contrario); no acompañó las causas para esclarecer los crímenes en perjuicio de religiosos; no calificó jamás de “asesinatos” a las muertes de los obispos Enrique Angelelli y Carlos Horacio Ponce de León; no formó comisión alguna para revisar la legitimación del genocidio por parte de autoridades eclesiásticas, curas y capellanes ni el papel del Movimiento Familiar Cristiano en la apropiación de bebés; no gestionó ninguna sanción para el condenado sacerdote Christian Von Wernich y en 2006 ordenó publicar las actas de las reuniones episcopales realizadas entre 1976 y 1983 censurando las frases más comprometedoras.
* Una vez convertido en el papa Francisco, Bergoglio sobreactuó su supuesta oposición a la dictadura: apoyó al comienzo de los trámites de canonización de Angelelli, recibió cálidamente a Hebe de Bonafini –quien hoy lo defiende con ahínco– y habilitó la consulta de los documentos reservados que la Iglesia acumuló entre 1976 y 1983, aunque con un protocolo de acceso a consulta sumamente restrictivo.
Esta es la charla que sostuvimos con Ariel Lede y Lucas Bilbao:
-¿Hay que sumar a la seguidilla de hechos concatenados que terminaron en el «2 x 1” de la Corte a algunos ligados a la Iglesia, como el acuerdo con el gobierno para revitalizar la Vicaría castrense y el llamado a la «reconciliación» del Episcopado?
L.B.: -Totalmente. La Iglesia, nunca tuvo un lugar cómodo en la escena política durante los gobiernos kirchneristas -al menos públicamente- y menos en relación a la cuestión de su pasado reciente. Con el cambio de gobierno logró cierta distensión frente a este tema y un contexto adecuado para avanzar en algunos de sus reclamos pendientes. La designación del obispo castrense, luego de diez años de vacancia, fue un punto importante. Es el único obispado de la Iglesia católica en el que la designación episcopal la realizan conjuntamente el Papa y el Poder Ejecutivo nacional. Con esa designación, el presidente Macri logró clausurar un problema latente en la relación Estado-Iglesia, pero seríamos ingenuos si pensáramos que esa negociación sólo traería beneficios para la segunda. Por otro lado, el tema de la “reconciliación”, que tomó gravitación nuevamente en la opinión pública, no es nuevo en la historia de la Iglesia. Recordemos que en 1982, pos Malvinas y frente a la inminente caída de la dictadura, la Iglesia fue la primera que propuso borrar todo pasado y “caminar hacia la reconciliación de los argentinos”. Eso implicaba, en primer lugar, deslindarse de sus responsabilidades durante el terrorismo de Estado y, al mismo tiempo, colocarse por encima de una sociedad fracturada y dividida por el accionar de los “dos demonios de izquierda y derecha”. La Iglesia nunca abandonó ese discurso y esa convicción. Mientras rigieron las leyes de impunidad, tuvo asegurado un tránsito relativamente tranquilo y un discurso hegemónico en el cual se refugió. La cuestión se tornó más difícil cuando se derogaron esas leyes y arrancaron los juicios por delitos de lesa humanidad, en los que se evidenciaba su participación en el terrorismo de Estado. Allí es donde comenzó a tomar fuerza nuevamente esta idea de “reconciliación”, en un contexto diferente al del ‘82, pero con los mismos objetivos. En 2015, algunos prelados, con el obispo emérito de San Isidro, Jorge Casaretto, a la cabeza, motorizaron unas jornadas en la Universidad Católica con el fin de avanzar en un debate y accionar sobre la “reconciliación de los argentinos”. De esa manera, los obispos sentaron en la misma mesa, por un lado, a “víctimas de la dictadura” -parientes de desaparecidos- y por el otro, a familiares de “asesinados por la guerrilla”. En su última asamblea, el Episcopado reeditó esta “mesa reconciliadora” con el mismo formato. El repudio inmediato de los organismos de Derechos Humanos y de la sociedad en general, sumado al fallo de la Corte Suprema que habilitaba el “2 x 1” para represores que se conoció ese mismo día, obligaron a los obispos a retractarse y despegarse de los hechos.
-Tratándose de una institución tan verticalista, ¿es creíble que el Episcopado haya promovido nuevamente la «reconciliación» sin el conocimiento y el aval del Papa?
L.B.: -Hay una cuestión real y es que los episcopados católicos son autónomos en sus decisiones y acciones, mientras respeten su “fidelidad” a Roma. Pero en este caso, al tener un Papa argentino, es casi imposible pensar que esas decisiones y acciones no estén, si no avaladas, al menos “visadas” por Bergoglio. Mientras éste último se desempeñó como obispo metropolitano y cardenal fue uno de los impulsores y de los que más trabajó en pos de este “proceso de reconciliación”, que no resultó del todo fructífero. El nuevo escenario político argentino habilitó la posibilidad de reflotar el tema de la “reconciliación”, cuestión que, después de lo sucedido durante la semana del fallo de la Corte Suprema, deberán maquillar muy bien para continuar alentándolo públicamente.
–En una nota publicada en Página 12 ustedes han afirmado que la Vicaría Castrense afecta a nuestra democracia y es lesiva de nuestra soberanía. ¿Cuáles son los argumentos?
A.L.: -Me parece que la historia del obispado castrense es suficiente argumento para cuestionar su existencia en democracia. Repasemos: fue creado en 1957 por el gobierno de facto del general Pedro Aramburu y creció exponencialmente durante otros gobiernos militares, fundamentalmente el último, que incrementó el número de capellanes en un 26%. Desde su origen promovió y legitimó la violencia estatal contra la sociedad argentina y en los años ‘70 facilitó el sostenimiento de la dictadura mediante una acción pastoral combinada, tanto a nivel de las cúpulas militares como en la “trinchera” con los soldados. Como si esto fuera poco, desde el retorno democrático estuvo integrado por sacerdotes que cumplieron funciones durante la dictadura. Quiero decir, ninguno fue apartado de la institución, todos permanecieron hasta la edad jubilatoria. Eso habla de una institución que no revisó su papel durante el terrorismo de Estado y de ahí no puede surgir algo bueno para la profundización de la democracia. Es más, durante las cuatro décadas que nos separan de la última dictadura siempre estuvieron a la cabeza de las demandas de impunidad para los genocidas.
–¿Cuáles son y a qué corrientes internas dentro de la Iglesia pertenecen los institutos donde se forman los capellanes militares y policiales?
A.L.: -Los futuros curas castrenses se forman en el seminario de Mercedes (provincia de Buenos Aires) junto a otros seminaristas y luego asisten a instancias de instrucción específica como capellanes: el Curso Introductorio, el Encuentro Anual del Clero Castrense y las Jornadas de Formación Permanente. En esas circunstancias cuentan con el aporte intelectual de los sectores católicos menos afectos a los Derechos Humanos, como son las universidades Santo Tomás de Aquino, Austral, Católica o Fasta. El arzobispo de La Plata, Héctor Aguer, es uno de los que hace esos “aportes intelectuales”.
–¿Qué es lo que hasta ahora se conoce respecto del nuevo obispo castrense, Santiago Olivera?
L.B.: -Lo que sabemos es aquello que se ha ofrecido a la opinión pública. Es un obispo que participó del proceso previo a la canonización del cura Brochero, de allí su imagen de “conocedor del interior y del ámbito rural”. Alguien que no proviene ni es cercano al mundo de las Fuerzas Armadas. Pero no provenir del mundillo militar no es garantía de nada. Sin ir más lejos, Victorio Bonamín, uno de los obispos que legitimó con más fuerza el accionar represivo de las Fuerzas Armadas, hasta su entrada en las filas castrenses se desempeñaba como un sacerdote experto en temas catequísticos. Por supuesto que el contexto es otro al de la década del ‘70, pero hay que estar alerta. En sus primeras declaraciones afirmó que en su servicio de “acompañar a las Fuerzas Armadas y de seguridad” quería hacer un camino con justicia “pero también cerrando heridas, historias y reconociendo errores”, al tiempo que consideró que la prisión domiciliaria a los represores mayores de 70 años no era una puerta cerrada, que era un derecho “por más que se hayan equivocado gravemente”.
–¿Con qué fundamentos aseveran que la Vicaría atenta contra la separación de la Iglesia del Estado y contra la libertad de cultos consagrada constitucionalmente?
A.L.: –El Estado argentino siempre ha garantizado el predominio del catolicismo mediante legislaciones, recursos económicos, prácticas, discursos e instituciones, entre ellas el obispado castrense. Con una pata dentro del organigrama estatal, queda claro que se trata de una prerrogativa de un Estado (el Vaticano) sobre otro (el nuestro). Que integre la estructura estatal significa que el sostenimiento mensual del obispo y sus capellanes surge de las cuentas públicas y también implica que las Fuerzas Armadas y de seguridad exaltan el catolicismo como religión oficial. Esto atenta contra la libertad religiosa de los uniformados que se identifican con otros cultos o no son creyentes. La verdad es que no tiene fundamentos serios la existencia de este obispado.
–¿Sólo está condenado Von Wernich? ¿Conocen la cifra y los nombres de otros curas imputados en los juicios por crímenes de lesa humanidad?
A.L.: –Desde la reapertura de los juicios hasta hoy, solamente hubo dos sentencias a sacerdotes: la condena a prisión perpetua para Von Wernich y la absolución para José Eloy Mijalchyk, sacerdote tucumano que asistía a los militares de la Compañía de Arsenales 5 (una de las unidades responsables del Operativo Independencia y que alojó un centro clandestino de detención), a pesar de que el juez que instruyó la causa y uno de los miembros del tribunal, que votó en disidencia, lo acusaron de haber realizado acciones de inteligencia y tortura. Además hubo 6 imputados, de los cuales dos murieron y uno está prófugo. Apenas 8 sacerdotes procesados, de una institución por la cual pasaron 400 durante la dictadura.
–¿No consideran que a muchos de ellos, aunque no pueda probárseles participación material en los delitos, les cabría ser acusados como partícipes del genocidio?
A.L.: –Pese a la impunidad judicial, hay otras vías para tomar dimensión de lo ocurrido: los testimonios de sobrevivientes han denunciado la participación o complicidad de 35 clérigos y la documentación del Vicariato Castrense prueba que al menos 110 sacerdotes trabajaron en unidades con centros clandestinos de detención. Con estas magnitudes, y luego de haber analizado la posición de los capellanes al interior de las unidades, podemos sostener que la Iglesia católica fue un “partícipe necesario” del terrorismo de Estado, desplegando a través del Vicariato Castrense un “poder espiritual” que se ejerció tanto sobre los detenidos (para incrementar la funcionalidad de la tortura) como sobre soldados y oficiales (para influir en las conductas y aliviar las conciencias, otorgando un sentido religioso a los tormentos y el exterminio). Sin dudas, la dictadura fue cívico-militar-eclesiástica.
–¿Por qué creen que sostener la vicaría es contradictorio con la nueva orientación que desde el restablecimiento de la democracia se ha querido dar a las FF.AA.?
A.L.: –El obispado va a contramano de una serie de tendencias de cambio en las Fuerzas Armadas que emergieron en los años ‘90 y se profundizaron desde la gestión de Nilda Garré en el Ministerio de Defensa. Por un lado, vemos que con los años se ha ido erosionando el sustrato religioso de la carrera militar, para impregnarse de sentidos profanos como la apelación al futuro, la búsqueda de estatus profesional, la estabilidad laboral y la valoración del conocimiento académico. A contramano de eso, el mismo Estado sustenta una institución que trabaja para volver a asociar la misión castrense a valores católicos. En segundo lugar, con mayor o menor éxito, se ha promovido la integración de los militares a la sociedad civil, algo que también encuentra un obstáculo en la existencia de un obispado que ancla la atención religiosa en el lugar de trabajo, en vez de fomentar la asistencia a parroquias comunes. Tercero, al mismo tiempo que se promueve la asignación de derechos ciudadanos al personal militar, se sostiene el monopolio católico dentro de las fuerzas limitando la libertad religiosa, como hablábamos antes. Por último, la existencia relativamente autónoma de una institución privada dentro del ministerio de Defensa no ha sido compatible con el propósito de los gobiernos kirchneristas de reforzar el gobierno político en materia de defensa. Tal vez lo sea ahora, considerando que el actual gobierno delegó atribuciones en los Estados Mayores de las fuerzas. Por estas razones, decimos que el reciente nombramiento de un obispo castrense es un retroceso en varios planos, al margen de quién ejerza el cargo, porque revitaliza una institución que debería ser eliminada.
–¿Cabe presumir que con concesiones como el restablecimiento del vicariato el gobierno busca acallar las condenas a las consecuencias sociales de las políticas neoliberales que podrían provenir de la Iglesia?
L.B.: –Puede ser. Como decíamos, el nombramiento del obispo castrense, luego de diez años, no debe leerse como una acción benévola de un gobierno que no exige nada a la Iglesia. Quizás sea una estrategia para acallar o pedir moderación en las condenas a las políticas económicas, aunque saben que es difícil. La pretendida homogeneidad del Episcopado nunca es tal. Sin ir más lejos, durante el menemismo hubo muchos obispos alineados y dependientes del oficialismo (Antonio Quarracino, Emilio Ogñenovich, Rubén Di Monte, entre otros) y otros muy críticos (Miguel Hesayne, Jaime De Nevares, Gerardo Sueldo, etc.). Hay que pensar que los obispos son actores políticos en sus territorios y allí también se juega gran parte de su legitimidad o capacidad de articulación y mediación. Por tanto, frente a temas como la cuestión económica, puede ser difícil encontrar una voz homogénea a su interior, pero es un tema que, al mismo tiempo, no perjudica en nada la imagen del Episcopado. Lo opuesto sucede en lo que se refiere a su lectura sobre el pasado. Al ponerse en juego la imagen de todo el cuerpo episcopal, entonces sí hallamos muchos más puntos de acuerdo y discursos similares. Si durante la dictadura acompañaron y legitimaron la actuación de las Fuerzas Armadas (sólo 7 de 90 fueron los obispos que se opusieron enérgicamente), del retorno de la democracia a esta parte también mintieron como cuerpo episcopal, sosteniendo las mismas explicaciones autoindulgentes.
–La protección del arzobispo de Bahía Blanca, Garlatti, al ya fallecido capellán Vara, imputado por delitos de lesa humanidad, ¿debe considerarse algo aislado o un modus operandi de la Iglesia en estos casos?
A.L.: –Creo que cada caso tiene sus particularidades y un nivel de trascendencia distinto, pero no son episodios aislados. Manteniendo su condición sacerdotal, la Iglesia ha otorgado protección institucional a personas sospechadas de haber cometido delitos de lesa humanidad. Eso pesa en muchos jueces. También los ha protegido al esconder todos aquellos archivos que prueban su inserción en el mundo militar. Esta cobertura es una muestra más de que la Iglesia mantiene inalterada su visión del pasado. Podría haber optado por soltarles la mano a los sacerdotes más expuestos públicamente y presentar la “complicidad” como propia de acciones individuales. Pero eso hubiera significado correr el riesgo de que se rompiesen los pactos de silencio. La participación corporativa se niega corporativamente…
–¿Hay una estimación aproximada de los recursos que nuestro Estado supuestamente laico destina anualmente a la Iglesia?
A.L.: –Es un cálculo muy difícil. En principio, habría que sumar los montos de partidas especiales (que en general no se publican) y los previstos en el presupuesto nacional (que no están agrupados y deben rastrearse en distintas categorías). A eso hay que agregar el valor equivalente a los impuestos inmobiliarios de los cuales está exenta la Iglesia (para eso habría que conocer la cantidad y valor fiscal de todas sus propiedades: parroquias, hospitales, colegios, asilos, casas, locales comerciales, terrenos). En 2016, por ejemplo, la Secretaría de Culto le giró $ 134.000.000 para costear los ingresos de 130 obispos, jubilaciones de sacerdotes, más de 500 parroquias de frontera, más de 1.000 seminaristas y tribunales eclesiásticos, entre otros gastos. A valores de hoy, un obispo titular cobra un básico de $ 67.000 y los auxiliares o jubilados $ 59.000. Por otro carril van los ingresos del obispo castrense y los 170 capellanes, enrolados en el personal civil de las Fuerzas Armadas y de seguridad. Pero todo eso es apenas un detalle, el grueso de los aportes lo representan los subsidios a los colegios católicos. Según el portal Infobae, en 2016 el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires transfirió por ese rubro alrededor de $2.500 millones y el de la provincia de Buenos Aires aproximadamente unos $7.500 millones.
–¿Creen que desde la sociedad civil existe conciencia sobre lo anacrónica y peligrosa para la democracia que resulta la Vicaría y sobre la necesidad de reclamar su definitiva eliminación?
L.B.: –En general hay una falta de conocimiento debido a las particularidades de ese obispado, con un pie en la Iglesia y otro en el Estado. A las personas que defienden los intereses católicos y reclaman la “no injerencia” del Estado en materia eclesiástica o que sus miembros no tengan relación con la política (en cualquiera de sus variantes), deberíamos recordarles que una de las primeras cosas que deberían suceder para eso es la eliminación de la vicaría. Como ya dijimos, esto atenta contra la pretensión de laicidad del propio Estado.
-A.L.: Evidentemente es un tema que nunca estuvo en la agenda pública. Ni hablar en esta coyuntura, donde la aparición de problemas más urgentes hace difícil que se resalte su importancia. No obstante, pienso que buena parte de la sociedad estaría de acuerdo en suprimir el obispado castrense. Acá el obstáculo principal sigue siendo la dirigencia política, que no quiere conflictos con la Iglesia y mucho menos con Bergoglio. Es tarea de los gobernantes y legisladores avanzar hacia la eliminación de la Vicaría. Fundamentos para hacerlo, sobran.
Jueces de la historia
–Cuando ahora todos los obispos, empezando por Arancedo, salen a despegarse diciendo que no puede haber «reconciliación» sin reconocimiento de culpas y arrepentimiento ¿No insisten en colocarse en el lugar del juez cuando han sido parte?
L.B.: –Esa ha sido siempre la actitud de la Iglesia: la de juez de la historia. Los obispos ahora evocan el pedido de perdón que hicieron en el año 2000 con motivo del “Jubileo universal católico”. Esa celebración, solicitada por el papa Juan Pablo II a todos los episcopados y realizada en Córdoba, fue otra estrategia de la Iglesia argentina para lavar su imagen. Para ese acto invitaron al entonces jefe del Ejército, Ricardo Brinzoni (quien venía de plantear la interrupción de los entonces “juicios por la verdad” y su reemplazo por una mesa por la reconciliación y la “memoria completa”), pero nunca pensaron, por ejemplo, en sumar la invitación a alguna de las víctimas del terrorismo de Estado. Es decir, un pedido de perdón muy selectivo. Durante su alocución, los obispos colocaron en el mismo plano “la violencia guerrillera y la represión ilegítima” y sólo admitieron su indulgencia a las “posturas totalitarias que lesionaron las libertades democráticas”. En 2012, frente al apriete en que los puso un grupo de cristianos que pedían la excomunión a (Jorge Rafael) Videla y otros represores por no arrepentirse de los crímenes cometidos, los obispos redactaron una carta en la que se autoindultaron por su actuación durante la dictadura. Insistieron con los mismos términos: que conocían “los sufrimientos a causa del terrorismo de Estado” y la “muerte y desolación causada por la violencia guerrillera” y una vez más colocaron a la Iglesia por fuera de una sociedad “diezmada por la violencia de ambos signos”. En su búsqueda por imponer una imagen de colaboración con el proceso de memoria, verdad y justicia, el año pasado la Conferencia Episcopal anunció la “organización y clasificación” de los archivos de la época de la dictadura. Se trata de correspondencia y solicitudes por detenidos-desaparecidos, documentos que los familiares y los organismos de derechos humanos ya tienen. Sin embargo, continúan sin poner a disposición las actas de las reuniones entre el Episcopado, la Nunciatura y la Junta Militar, la correspondencia entre esas instituciones o los archivos del obispado castrense. Lo que más llama la atención es su vergonzosa sentencia respecto al tema, al aseverar que esos documentos darán cuenta de que “la presencia de la Iglesia va a aparecer con más luces que sombras”. Y por si quedaban dudas de esto, desafían sosteniendo que lo hecho “es un servicio a la Patria para la reconciliación de los argentinos” y que “no le tenemos miedo a los archivos”.