Cuando era joven, el padre Sergio participó de la experiencia de una misión en un barrio carenciado y eso lo decidió a dejar atrás un empleo bancario y un futuro económico promisorio. Se convirtió en sacerdote y hoy vive en comunidad en Forres, provincia de Santiago del Estero, donde acompaña sin vacilar las luchas de los campesinos.
Por Juan Manuel Mannarino
Villa Ojo de Agua es un pueblo serrano de casi 8 mil habitantes. A un costado de la ruta 9, oculto entre quebrachos, talas y cactus, hay un pequeño sendero que conduce hacia la Universidad Campesina del Movimiento Campesino de Santiago del Estero (MOCASE). Son seis hectáreas que ya cobijan edificios que pronto se llenarán de aulas (ver recuadro).
Día caluroso y hay jornada de trabajo voluntario. Son cerca de 30 personas. Entre ellos, un hombre rubio, alto, que viste una camiseta de Racing y un pantalón largo de básquet. Está rodeado de gente pero es tímido y habla poco. Las mujeres le festejan las pizzas que cocinó la noche anterior. Otros le preguntan sobre las chacareras que cantó hasta la madrugada.
Se llama Sergio Raffaelli, tiene 42 años y vive hace diez en Santiago. Llegó desde Forres, donde ahora ejerce el sacerdocio luego de su paso por Brea Pozo, y nadie de los que está allí conoce demasiado su historia. Entonces se decide a contar.
Todo comenzó cuando la madre trabajaba en Caritas y su casa era un asilo permanente para los pobres de la zona. Recibió educación en un colegio agustiniano pero no le gustaban esos curas serios empeñados en retarlo por sus travesuras. A los 20 años, mientras estudiaba la carrera de Comercio Exterior, ingresó como empleado al Banco Quilmes. Ganaba bien, era simpático y tenía buena llegada a las mujeres. En el barrio de San Martín donde creció se la pasaban hablando de su exitoso futuro.
Pero Sergio no estaba bien consigo mismo. Se aburría y sentía que le faltaba hacer algo. Entonces un amigo lo invitó a una jornada de trabajo voluntario en Monte Chingolo. Como iba una chica que le interesaba, agarró el bolso y subió al micro. Llegó a una villa y enseguida amagó con irse. Lo convencieron de que se quedara. Al otro día, escuchó las historias de las familias. Vivió con ellos 15 días. Jugó con los chicos, trabajó con los adultos y se sintió cómodo, como si fuera uno más de los del lugar.
Los amigos lo notaban raro. Cuando volvió fue a visitar a Miguel, el cura del barrio, y le dijo que quería entrar al seminario. El sacerdote le contestó que podía regresar a la villa de otras maneras. Que no se confundiera: para ser seminarista había que pasar por un largo proceso de renuncias. Era más fácil ayudar como abogado, periodista o trabajador social. Sergio intentó abandonar varias veces. Salía con mujeres y la familia, que lo imaginaba un profesional con hijos y casa propia, le rogó que lo pensara una y mil veces. Eso hizo y se convenció de que, siendo cura, podría vivir como quería, despojado de cosas materiales y alejado de la ciudad.
Así vive hoy el Padre Sergio, como lo conocen los suyos. Entre el silencio del monte, la lucha por la tierra y las ofrendas comunitarias.
-¿Cuándo decidiste transformarte en un cura rural?
-Fue un lindo proceso que comenzó con mi formación como seminarista en la orden de los agustinos recoletos. Allí se estimula la vida comunitaria y hacíamos trabajo pastoral en un barrio marginal de Vicente López. En todos esos años, me di cuenta de que ése era el perfil de cura que quería ser, no cura de colegio ni de iglesia de la ciudad, sino cura comunitario. Y ese fue el germen para convertirme en cura rural.
-¿Hubo experiencias o lecturas que te marcaron el camino?
-Descubrí la teología latinoamericana, que era rechazada en la formación tradicional. En la universidad en la que estudié se seguía la perspectiva tomista, que es la línea de pensamiento y acción medieval de la iglesia ortodoxa. En 1992 se organizó la primera misión a Santiago del Estero. Para mí fue una revelación. El primer año fuimos a un pueblo que se llama La Fortuna, en el departamento de Jiménez. Nos esperaba un tractor que nos llevó a dos por hora por un camino lleno de pozos, con cien grados a la sombra. El tractorista señaló un lugar y dijo: “acá está la escuela”. Nos queríamos matar. Los yuyos tapaban por completo al edificio. Al otro día nos pusimos a limpiar con la gente y ahí sentí que de Santiago ya no me iría. Percibimos que allí nos necesitaban más y que había un conflicto latente con la tierra que nos animaba a participar con ellos, como ocurrió con los curas tercermundistas en los ´70. Una cosa era leerlo y otra vivirlo en carne propia, en el territorio mismo. Éramos cuatro curas y pedimos el pase a Santiago del Estero. A mí me mandaron primero a Rosario pero en 2004 volvimos a insistir y nos consiguieron un lugar en Pozo Hondo, otro pueblo santiagueño.
-¿Cómo los recibió la comunidad?
-Al comienzo parecíamos caballos desbocados, yendo de acá para allá. Las parroquias rurales están insertas en lo que se conocen como parajes en donde hay unas 30 casas bastantes distantes entre sí. Entre los cuatro nos organizábamos para visitar las setenta comunidades de la zona. Era una forma muy diferente de practicar el sacerdocio, con viajes permanentes y una inserción en la comunidad que se construye cotidianamente y cara a cara. Comprendimos que la tierra es el eje de la vida de los campesinos. Y que ellos tienen una tradición de lucha desconocida por el resto del país. Conocí en carne propia la declaración que el MOCASE (actualmente tiene 11 centrales campesinas organizadas y reúne casi 10 mil familias sobre 16 mil que existen en toda la provincia) repite desde hace más de diez años: “comunidad organizada, comunidad que resiste”. Ofrecimos la parroquia para organizar reuniones y fuimos testigos de la invasión de los empresarios, con su tropa de gente armada con armas de guerra, tipo itacas. Cuando los campesinos se organizan no les expropian las tierras. Pero cuando están dispersos, son presa fácil de la extorsión.
-¿De qué modo se sumaron a esa lucha?
-Aprendimos mucho de la gente. Ellos nos enseñaron qué tipo de cura querían para su comunidad. Hace años que están resistiéndose ante el modelo expulsivo de la soja y de la ganadería a gran escala. Se resisten a veces palo en mano, a veces parándose frente a las topadoras, a veces cortando los alambrados. Y a su vez construyen política con cursos de formación, con asambleas permanentes y se reúnen con campesinos de otras zonas. Lo hacen de una manera horizontal, porque si bien hay líderes, las decisiones las toma la comunidad. Eso nos conmovió. Los curas somos referentes comunitarios y tenemos mucha responsabilidad, por eso organizamos reuniones con los líderes de cada zona. Debemos tener conciencia de lo nuestro, tomar decisiones por nuestra cuenta antes de que lo hagan los punteros políticos y los jueces, que son cómplices de los empresarios. Uno tiene que meter presión desde la comunidad organizada, ésa es la forma de evitar que la justicia no favorezca la especulación y defienda la posesión comunitaria. Es un proceso de lucha que sigue y que está amenazado por el poder, pero con los años nos sentimos fortalecidos. Y eso que tenemos una gran prensa en nuestra contra.
-¿Qué tipo de comunicación usaron para intentar unir a las comunidades?
-Creamos una radio chiquita y la llamamos FM La Merced. Es una herramienta de comunicación muy importante porque las transmisiones llegan a todas las comunidades de la zona. Hay programas especiales sobre la cuestión de la tierra. La gente llama para contar sus historias y denunciar que hay una topadora o un deslinde en su zona. La radio sigue funcionando actualmente y está sostenida por jóvenes que son voluntarios. La idea es ponerle más contenidos y conseguir algunos sueldos. Fuimos creciendo de a poco. Compramos equipamiento con la recaudación de unos bingos, después nos donaron cosas y armamos una feria. Ahora la radio tiene una torre de80 metros.El año pasado nos asociamos al Foro Argentino de Radios Comunitarias (FARCO) y recibimos una capacitación. Es muy importante. Los campesinos, al no tener televisión, conciben a la radio como una voz permanente en sus vidas. También hicimos una revista desde la escuela. Retratamos la vida del barrio. Los chicos salían con la cámara de fotos, con el grabador, recogían información, luego redactaban y editaban. Los profesores aprovechaban la experiencia como herramienta de evaluación. Y tuvo un valor comunitario esencial, porque la gente la leía y después se acercaba a contar nuevas historias. Son esas experiencias las que tenemos que seguir apoyando. Cuando el barrio mira para dentro, la vida comunitaria crece y podemos observar hacia afuera con mayor espíritu de lucha. Pero no debemos olvidar que el camino es largo, estamos bajo presión permanente y lo único que no es negociable para nosotros es la entrega de la tierra. Ni aunque nos ofrezcan un millón de dólares o todo el oro del mundo.
La UNICAM en marcha
La Universidad Campesina del MOCASE es hoy casi una realidad. Ya se construyó el edificio principal y en pocos meses estarán terminadas las habitaciones, la radio y las aulas. El objetivo es que los jóvenes y adultos de la zona permanezcan una semana estudiando en la universidad y luego continúen en sus casas con las rutinas del campo. Funcionará a partir de mediados de año y podrán cursarse, entre otras, las carreras de Maestro Rural, Agroecología y Derecho. El MOCASE está en plena búsqueda de los avales para seleccionar el cuerpo docente y oficializar los títulos de grado. Desde hace años viene funcionando la Escuela de Agroecología en Quimilí y el sueño de la universidad propia ya está a punto de volverse realidad.
De omisiones, muertes y resistencias
En los últimos años, una serie de hechos represivos pusieron nuevamente en alerta a Santiago del Estero. Para el Padre Sergio es consecuencia del accionar cómplice de empresarios, jueces, policías y políticos que responden al actual gobernador Gerardo Zamora. Dice que ningún sector del poder quiere dar la discusión de fondo: la regularización de las tierras. Para ellos, los campesinos son un estorbo en el camino del “progreso”: hay que destruir su cultura y su modo de vida. Se les expropia la tierra con títulos comprados de forma oculta y a precios bajos para favorecer los agronegocios. Entre los sucesos más graves, en el 2000 un empleado de un empresario mató a Ezequiel Jerez, de 6 años. El niño viajaba en sulky con su papá hacia el pueblo de Nueva Esperanza. Y como pisó propiedad privada fue aniquilado sin hesitar. Otro caso es el de Ely Juárez, fallecida el 13 de marzo de 2010. Era una joven de 33 años, madre de dos niños que vivía en la comunidad de San Nicolás. Años atrás, la empresa cordobesa Namuncurá compró un campo lindante y realizó un desmonte. La comunidad resistió pero la empresa consiguió el desalojo por orden judicial. Una columna de mujeres se paró frente a la infantería. Ante la tensión por el posible enfrentamiento, Ely sufrió una crisis nerviosa y se desplomó contra una topadora. En noviembre del año pasado fue asesinado Cristian Ferreya, militante del MOCASE de 23 años. Fue en Monte Quemado, en el norte santiagueño, y lo mató a quemarropa un sicario del empresario santafesino Jorge Ciccioli. Mientras tanto, en la zona de Sumampa, al sur de la provincia, la comunidad resiste ante la posible llegada de una empresa minera con capitales canadienses. El conflicto sigue vigente.
Curas rebeldes
Sergio Raffaelli no es un caso aislado. En Santiago del Estero hay una larga tradición de curas rurales que toman posición en defensa de los campesinos. Quizá la historia más paradigmática sea la del Obispo Monseñor Gerardo Sueldo, de la diócesis de la capital santiagueña. Sueldo, activo defensor de los campesinos, murió el 4 de septiembre de 1998 bajo circunstancias dudosas: según la versión policial, el fallecimiento habría ocurrido porque su auto colisionó con un caballo. Pero su círculo íntimo cree que lo asesinaron. El año pasado y tras ser amenazado por narcotraficantes de Buenos Aires, José María Di Paola, más conocido como el Padre Pepe, se incorporó a la diócesis de Añatuya, a 130 kilómetrosde la capital provincial. Amparado por un grupo de curas entre los que está el Padre Sergio, eligió seguir con su labor pastoral en Santiago por ser una de las provincias donde el sacerdocio va de la mano con la lucha política junto a la comunidad.