Autor de El sentimiento de inseguridad, asume que los investigadores críticos que estudian el tema “somos pocos y estamos solos”, pero reclama “ser más disruptivos”. “Nuestro gran desafío es proponer políticas públicas”. El sociólogo Gabriel Kessler conversó con La Pulseada sobre el delito y el miedo al delito en América Latina, el rol de los medios, los temas que faltan en el debate público y los proyectos oficiales que son “un delirio” como las patrullas juveniles.
Por Daniel Badenes y Esteban Rodríguez
Un fantasma recorre la Argentina: el fantasma de la inseguridad. Desde hace tiempo se ha convertido en la “preocupación principal” de los argentinos. Y no sólo los gobiernos dedican cada vez más presupuesto para hacerle frente, sino que gran parte de la economía doméstica está destinada a solventar gastos para una “vida segura”: rejas, cerraduras reforzadas, sistemas de alarma, monitoreo con cámaras de vigilancia, perros guardianes, vidrios blindados, luces que se encienden al menor movimiento, custodios, armas, cursos de defensa personal, más armas…
La otra cara de la obsesión seguritaria es la demagogia punitiva: funcionarios y dirigentes que dicen lo que la gente quiere escuchar, prometen más policía a cambio de votos, y como gesto efectista modifican leyes, aumentan penas, construyen cárceles, dan más facultades a la policía y buscan criminalizar a la pobreza con propuestas como los códigos contravencionales, el Servicio Voluntario Cívico, las patrullas juveniles…
“Es necesario desarmar la forma en que está presentado mediáticamente el tema. No negarlo, pero sí reconstruirlo en sus distintas dimensiones”, dice el sociólogo Gabriel Kessler, investigador del CONICET y ahora profesor de la Universidad Nacional de La Plata, quien ha dedicado los últimos años a pensar críticamente el problema de la seguridad. En 2005 publicó Sociología del delito amateur, una indagación sobre pibes ubicados en los márgenes de la sociedad que cometieron delitos violentos contra la propiedad. Al entender la trayectoria de esos jóvenes, sus formas de socialización en la familia y en el barrio, su vínculo con el mundo del trabajo, con las drogas y con las armas, la relación con la policía y con las víctimas, sentó bases para discutir con mayor seriedad el problema de la violencia urbana. Cuatro años más tarde publicó otro libro fundamental: El sentimiento de inseguridad.
–Camino a esta entrevista, el taxista prendió la radio y a raíz de la noticia del asesinato de un colectivero comentó: “¡Ah! Y dicen que la inseguridad es una sensación”…
-La inseguridad es una sensación en el sentido de que siempre expresa una demanda insatisfecha sobre lo que se considera un umbral de riesgo que sería aceptable. Que sea una sensación no quiere decir que no tenga una entidad real. El amor, la lealtad o el odio también son sensaciones y tienen un efecto real. Pero la sensación nunca es un reflejo mecánico de las tasas de delito, ni sigue las oscilaciones de esas tasas. Y tiene un costado político porque la sensación de inseguridad siempre implica una demanda de lo que podría considerarse “mayor seguridad”. Ni en Argentina ni en ningún lugar del mundo, la demanda de seguridad o la sensación de inseguridad, en sus diferentes dimensiones, son un reflejo de las tasas objetivas del delito.
–Cuando la gente dice “tengo miedo”, ¿siempre está diciendo lo mismo?
-No, siempre están diciendo cosas diferentes. Por eso suelen distinguirse por lo menos tres dimensiones: la preocupación política, es decir, afirmar que a mí el tema me parece importante; la impresión cognitiva o la percepción de probabilidad de ser víctimas de un delito; y en tercer lugar el sentimiento. Cuando digo sentimiento hay una crítica fuerte a la asociación entre temor y delito. Hay voces que dicen: ¿por qué presuponer que el sentimiento que se asocia con el delito es el temor? Algunos estudios muestran que tiene que ver con la angustia o la bronca… Al mismo tiempo, esas tres dimensiones no coinciden entre sí: una persona puede considerar que el tema es importante pero no sentir temor; otra persona pensar que es probable que sea víctima de un delito por su propia rutina cotidiana pero afirmar que no es un tema realmente importante. Por otro lado, yo critico lo que podríamos llamar el circuito de retroalimentación del temor: la devolución a la sociedad por medio del uso de encuestas, con preguntas que por lo general están mal formuladas, de la imagen de una sociedad que vive constantemente atemorizada. Estoy totalmente seguro de que no es así. Diría que en los grandes, medianos y en hasta los pequeños centros urbanos de la Argentina tiene un rango intermedio; es decir, existe, es oscilante, tiene picos en torno a ciertos hechos, pero luego vuelve a bajar. Además cambia de acuerdo al sector social al que uno pertenezca: si es hombre, si es mujer, si es joven, si es mayor, y también cambia el objeto del temor. Cuando uno ve jóvenes de sectores populares, y no sólo ellos pero sobre todo ellos, el mayor temor es a la policía. Si uno ve a mujeres de sectores populares del interior, en provincias del noroeste, hay mucho temor al poder local, ligado al secuestro de mujeres para la trata de personas. Entonces hay una geometría variable de a quién se teme y qué se teme. Ese conglomerado de sentimientos, de demandas individuales, no se deja englobar con la imagen preponderante de la sociedad atemorizada, como si el temor fuera un agente que se puede imponer sobre las personas…
–¿Cuándo aparece esa imagen? ¿Cuándo y cómo aparece la inseguridad como principal problema en las encuestas y en la agenda mediática?
-Hay que tener en cuenta que en la dictadura no teníamos encuestas; no podemos saber cuál era la sensación de inseguridad en aquel tiempo. Se puede suponer que el temor en la dictadura estaba obviamente ligado al terrorismo de Estado. Con la restauración democrática, desde el 84 hasta acá, con encuestas en la mano se puede observar cómo la preocupación por el delito fue penetrando acompasadamente, de forma paulatina, de los sectores populares a los sectores medios, de las mujeres a los varones, de los grandes centros urbanos a los medianos… Durante el gobierno de Alfonsín, a grosso modo se puede decir que un 25% pensaba que era un tema importante pero no lo ponía como principal preocupación. En los noventa fue aumentando hasta un 40, 50 por ciento. Después de la crisis, en el 2002-2003, por primera vez se observa que la preocupación por el delito es mayor que la preocupación por el desempleo. Esto no es casualidad: en un momento de estabilización, hay un efecto de vasos comunicantes entre preocupaciones más socioeconómicas y preocupaciones por el delito. Cuando se aplaca una, en general aumenta la otra. Estos cambios coinciden con el tratamiento mediático. En la época de Alfonsín, el delito común todavía estaba confinado a los casos excepcionales, monstruosos, aberrantes, que eran la materia prima favorita de los diarios de los sectores populares. Para los diarios de clase media de tirada nacional el tema era la mano de obra desocupada ligada a los represores que realizaban delitos comunes en la democracia. La hiperinflación del año 89-90 marca un corte porque muestra, por primera vez -por lo menos así lo ven los medios en la época- vecinos contra vecinos. Los medios empiezan a decir que “este país es otro país”…
-La latinoamericanización…
–Sí… pero había otra sorpresa: la necesidad generando violencia. En los noventa, en paralelo con el aumento del desempleo, la desigualdad y la pobreza, va aumentando el delito. La tematización de la cuestión social y la tematización del delito van juntos. La inseguridad en Argentina es en gran medida subsidiaria de la desestructuración de una imagen de país. La desestructuración venía de antes; pero si vos comparás con otros países de América Latina o incluso de Europa, en Argentina, el relato se organiza a partir de la exclusión social. A veces aparece la droga, a veces la complicidad policial, pero la idea preponderante es que el delito es un fenómeno resultante de la exclusión social. Y lo que llama la atención es que se trata de un relato compartido por la izquierda, el centro y hasta por un sector de la centro derecha. Esto tuvo un efecto positivo y otro negativo. El positivo es que en parte sirvió para morigerar el discurso más punitivo. Y creo que, después de 15 años, hay que seguir insistiendo con este discurso: el delito es un problema estructural. Claro que esto muchas veces circula en la opinión pública de una manera simplista y termina en frases como “ah, los pobres delinquen”. Es decir, hay un doble juego, porque como señaló la antropóloga Laura Nader a principios de los 70: es peligroso estudiar a los pobres, porque todo lo que se diga sobre ellos podrá ser usado en su contra. Es un dilema del que no es fácil salir. Por un lado creo que cuando uno habla a la opinión pública, hay cosas que hay que repetirlas siempre. Pero también la capacidad de escucha de la sociedad sobre eso hace que nuestro discurso tenga una posibilidad de decodificación donde se iguala pobreza con delito. Es complicado.
-Volviendo a lo anterior… Desde los 90 se dice que Argentina se está latinoamericanizando, pero cuando uno revisa las estadísticas y compara lo que sucede en otros países de la región, llama la atención el contraste. ¿A qué atribuís que países con mayor inseguridad objetiva, sientan menos temor, y acá donde hay menos crímenes violentos, el miedo sea mayor?
-En primer lugar, cuando se habla en esos términos, hay que entender que Latinoamérica ha cambiado y que en sí misma tiene una heterogeneidad enorme. No es lo mismo la seguridad hoy en México o en Costa Rica, en Chile o en Colombia, en Uruguay… Pienso que aquellas sociedades que tuvieron parámetros y una autoimagen de inseguridad y de delito urbano más sosegada, son las sociedades más sensibles a los cambios de situación. Quiero decir: si uno toma ciudades como Santiago de Chile, Buenos Aires o Montevideo, que comparadas con otras grandes urbes latinoamericanas tenían menores tasas de delito, vemos que hoy tienen una demanda de seguridad increíble… Allí donde se ve que situaciones y prácticas cotidianas, referidas al cuidado de los hijos, la salida por la noche o conductas individuales se ven modificadas, hay una mayor sensibilidad al delito. ¿Qué quiero decir? Hay rutinas y dispositivos que en Lima, México, las grandes ciudades brasileras o en toda América central, existen hace veinte años. En Colombia ni hablar. Hace poco estuve en Medellín, donde los homicidios ya no son noticia. Un señor que iba al lado mío en el avión me dijo “ah, vas a Medellín, traénos soluciones para Argentina”. ¿Soluciones para Argentina? ¡Si Medellín, que no están en el peor momento, tiene una tasa de 95 homicidios sobre 100.000 habitantes! En la Argentina estamos en 5… Con esto no niego la importancia del problema… A su vez, estuve en Montevideo, donde realmente la situación es muy tranquila, y en televisión vi un programa que dedicó cinco minutos a una dramatización sobre los robos de una bicicleta. Es decir: Montevideo todavía no se adaptó a que es una ciudad grande, donde pasan las cosas que pasan en ciudades de dos millones de habitantes… En Argentina, lo primero que hay decir es que el delito aumentó un 250% en dos décadas; o sea, cambió toda la experiencia cultural del delito en la sociedad. De ser algo excepcional, alejado y extraño pasó a ser una cuestión cotidiana. En las grandes ciudades argentinas tenés un 30% de victimización en un año: tres de cada diez personas fue víctima de algún delito, aunque sea menor. Y si uno lo multiplica porque esos tres conocen a alguno de los otros siete, significa que todo el mundo escucha todo el tiempo que el delito pasa. Entonces: más allá de que la tasa de crímenes violentos sea más baja, la tasa de victimización es muy alta, sobre todo cuando se trata de delitos que tienen mucha presencia mediática y ya no están ligados a una zona particular. Porque además de la desidentificación hubo una deslocalización del miedo: la inseguridad ya no está vinculada a un territorio en particular. La gente tiene la sensación de que en cualquier momento, en cualquier lugar puede ser víctima de un delito poco profesionalizado. La conjunción de todo esto genera mucho temor. A su vez –y en esto los medios influyen mucho- se tiene la sensación de que estamos peor que hace un año y que las cosas van a seguir empeorando. Esa idea de que todo empeora, de que nada funciona, también genera una sensación de inseguridad.
-¿Cómo opera el hecho de que los medios pongan en un lugar central al dolor de la víctima?
-Antes la víctima estaba oculta, era el personaje avergonzado del proceso penal y no aparecía en los medios. En los 80 y los 90 empieza a tener un lugar central en todo el mundo. Eso viene de la mano de la derecha en los Estados Unidos y también en Inglaterra. El protagonismo de la víctima legitima las posturas más duras. Cuando se pone a hablar a las víctimas es común escucharlas pidiendo pena de muerte, reclusión perpetua, etcétera. Yo diría que en Argentina, a pesar de Blumberg, la situación es más matizada. Y no se puede pensar el tema sin considerar el lugar que tienen las víctimas del terrorismo de Estado y sus familiares.
-En Argentina, el dolor como argumento, como legitimidad de la voz, ¿lo instaló el movimiento de derechos humanos?
-Claro, nosotros tenemos un movimiento de derechos humanos que protagonizó a la víctima. De ahí en más la víctima tiene la palabra, la víctima es puesta a opinar de todo: de salud, de la violencia policial, de los accidentes de tránsito, de los delitos. Pero también es cierto que las víctimas se organizan cuando no ven respuestas por parte del Estado… La víctima adquiere centralidad porque genera identificación, porque potencialmente nos identificamos con el dolor del otro. Lo que le pasó a la víctima no es un caso individual, nos puede pasar a todos. Esto va de la mano con los cambios de la experiencia del delito. Cuando éste se vuelve algo cotidiano, nos identificamos con la víctima. Y los medios están todo el tiempo mostrando el delito del momento, exigiendo transparencia, responsabilidades; transmiten dolor en vivo. Esa experiencia antes sólo se tenía cara a cara. Ahora los cambios tecnológicos posibilitan que la cámara esté ahí registrando… En Argentina lo hizo primero Nuevedario, a mediados de los 80…
–¿Hasta qué punto el miedo no se convierte en un imperativo social? O sea: “hay que tener miedo”. Y el que no tiene miedo es un irresponsable.
-Cuando se define la situación como riesgosa, expresar un sentimiento y una queja es contribuir a una definición de la realidad, y no hacerlo es como una especie de divergencia moral. ¿Cómo me vas a decir que las cosas no están peor que antes? Me ha pasado algunas veces… Hace un tiempo me llamaron unos productores de Canal 26 para hacerme una entrevista sobre “victimización”. Mientras preparaba la intervención, prendí la tele para saber qué estaban diciendo y estaban mostrando algo funesto, no sé, un cadáver. Yo dije “uuhhhh, lo que va a ser esto”. Y el tipo me empieza diciendo: “¡todo está muy mal!” Terminamos peleando. El tipo me cortó. Después alguien que se solidarizó, me contó que cuando cortó, el periodista dijo: “¡¡yo le hablo de la realidad y él me da cifras!!”
-Con esa exaltación aparece el latiguillo de la demagogia punitiva. ¿Qué tipo de ciudadanía perfila…?
-Hay algunas cosas que fueron instalándose en Argentina a lo largo de los años. Una es lo que llamo la presunción generalizada de peligrosidad. Digamos: un lazo social donde prima la sospecha sobre la confianza, que se puede verificar en dispositivos físicos como las barreras arquitectónicas que se montan para evitar al otro. Se escrutan las caras, los comportamientos. Esto tiene muchos efectos graves y va a ser difícil volver atrás. Se va generando cada vez menos contacto entre los sectores sociales. Se produce una sensación de discriminación, que aparece cuando hay una intención de discriminar, y aún cuando no la hay… Otra cosa que estoy viendo en jóvenes de sectores medios, comparado con los jóvenes de dos o tres generaciones atrás, es que si bien son mucho más abiertos y tolerantes a problemas de diversidad sexual, religiosa, estética, etcétera, resultan muy intolerantes e incluso pueden llegar a ser autoritarios respecto al orden público. O sea: cuando aparece un diferente al que no se conoce y que resulta amenazante, uno ve demandas de mano dura… Pero aclaremos: no creo que el punitivismo haya ganado en Argentina. La disputa sigue abierta. Hay un sector democrático fuerte, que es potente, que tiene presencia en los medios de comunicación, en la academia, que está dando esa disputa. Hay un sector que puede pensar que el tema es importante pero no va a tener una respuesta autoritaria. Y hay otro tercio, que digamos es el sector históricamente autoritario en Argentina, que también procesa autoritariamente la demanda de seguridad. Me parece que el futuro depende de lo que pase en el medio, en ese sector que no apoya medidas autoritarias, que tiene una lectura estructural del tema, que está en contra de la pena de muerte, pero ante la falta de respuestas, con la idea de que “bueno, mientras las medidas sociales den resultado hay que hacer algo para el mediano plazo”, se puede inclinar hacia medidas más o menos punitivas. Ahí hay un terreno de disputa, una situación no zanjada ni para un lado ni para el otro.
-En ese sentido ¿cuáles serían los desafíos pendientes del progresismo frente al aumento de la sensación de inseguridad?
-El progresismo tiene varias tareas. Una es seguir insistiendo con la cuestión social, seguir contextualizando el problema. Sin negarlo: mostrar que lo que aparece como inédito no siempre es inédito, que ha pasado en otros lugares, que ha pasado en otros momentos de la historia argentina, no para restarle gravedad pero sí para poner algo de racionalidad en la sensación del abismo, del Apocalipsis, de que esto va hacia una especie de caos. Después tiene una labor crítica y tiene que empezar a poner temas en agenda. Hay temas críticos como la cuestión penal que hoy están fuera de la agenda y es un escándalo en Argentina. Seguir insistiendo y estar muy atentos a la violencia policial. La policía de la provincia de Buenos Aires nunca estuvo demasiado controlada, pero estamos viendo cosas en la Policía Federal como el caso Lezcano que hace diez años no veíamos. Con las policías del interior, de las que sabemos menos, también están pasando cosas terribles. También hay que instalar la problemática de las armas. Y se tiene que ser un poco más valiente en algunos debates, como intentar des-demonizar la cuestión de la droga y el escándalo de que tengamos en las cárceles gente que está ahí por simple posesión de droga. En relación a estos temas somos un progresismo un tanto pacato. Como que queremos poner un poco de racionalidad pero tampoco queremos ir muy lejos. Me parece que deberíamos ser un poco más disruptivos como lo son otros grupos de colegas que trabajan otros temas. Somos demasiado poco disruptivos. Y el gran desafío –y la verdad es que ahí no soy muy optimista- es poder tener medidas, proponer políticas públicas concretas. Cuando uno mira al progresismo de América Latina o Europa, lo que ve es que tiende a eludir el tema, y después cuando es gestión muchas veces reproduce las políticas de la derecha, aunque tal vez un poquito más moderadas. Hay algunas estrategias para mirar. Por ejemplo, el realismo de izquierda inglés, que tiene sus detractores pero que, si uno las compara con el punitivismo neoliberal o conservador, es preferible en términos de políticas. Y también hay experiencias en algunos países como Canadá, o en los países escandinavos que, más allá de que son países con una riqueza enorme y una relación con el delito mucho menor, construyeron modelos híbridos exitosos, diferentes al populismo punitivo. Entonces: hay que buscar qué funciona, mirar también dentro de la Argentina algunas experiencias municipales con participación comunitaria… Sin perder de vista que somos pocos y estamos solos. Somos muy pocos los que trabajamos estos temas y además estamos en la academia, y no necesariamente todos queremos hacer política… Me parece que al menos instalar temas, mantener nuestro perfil crítico fuerte, generar un debate sobre políticas, es parte de nuestra labor. Pero deberíamos ser por lo menos doscientas personas trabajando estos temas. Por suerte ahora hay mucha gente joven que se está sumando a investigar y discutir estos problemas.
–En noviembre arrancan las audiencias públicas por el proyecto de Código Contravencional. ¿Qué habría que hacer ahí? ¿Cuál es tu posición?
-No sé mucho del Código Contravencional de la Provincia porque soy porteño. No hay duda de que hay que estar, dar nuestra opinión. Quienes trabajamos estos temas nos estamos empezando a reunir… Hay leyes que se están tratando a nivel nacional, en el Senado, en Diputados, a nivel del Código, donde debemos ir y hablar, instalar públicamente nuestro punto de vista. Para ello hay que buscar aliados también en los medios, porque no todos están enfrascados en una lógica punitivista. La relación con los medios es complicada; lo es en general, y en particular con estos temas. Después de cada paso nuestro por la televisión o las radios, siempre quedamos disconformes. Hay que ser muy cuidadosos. Pero si no salimos nosotros a poner temas y aclarar debates, no lo hace nadie.
–¿Qué pensás de las patrullas juveniles?
-Es un delirio… La mayoría de las políticas son para dar la imagen de que se hace algo… Pero se mantiene el esquema del doble pacto: el ministro del Interior delega la seguridad en la Policía Federal mientras le asegure que más o menos todo esté tranquilo; y en la provincia de Buenos Aires con la contrarreforma se llegó a lo mismo. La verdad es que la Argentina tiene una carencia de políticas de seguridad increíble. Y en el gobierno de Scioli es patente. Sólo hay políticas policiales pero existe muy poca reflexión sobre cualquier otro tipo de políticas.
“Sabemos muy poco sobre el crimen”
-En nuestro país, ¿cuáles son las características del crimen predatorio y cuáles las particularidades del crimen organizado?
-Creo que todavía sabemos relativamente poco sobre el delito en Argentina. Podemos tener cifras y tasas de homicidios, pero sociológicamente hablando, sabemos poco. ¿Cuáles son las redes? ¿Cuánto hay de organizado y cuánto de desorganizado? ¿A qué podemos llamar crimen organizado en Argentina? Son debates pendientes. Diría que hasta nos faltan herramientas teóricas para poder conceptualizar la diferencia entre lo organizado y no organizado. Me parece interesante hablar de mercados de delito, porque permite tener una imagen de crimen organizado que va más allá de las bandas, donde hay conocimiento, identidad y jerarquía. Pero ¿qué es lo que más o menos sabemos? A grandes rasgos diría que hay tres tipos de delitos violentos. Por empezar el no organizado: es el delito anónimo, individualizado, con mínima organización, o directamente sin organización, que se realiza al voleo. Es lo que sale en los medios. Después tenés el delito semi-organizado; por ejemplo, el robo de autos, donde entre los que roban el coche, los que lo cortan en pedacitos y los que los venden no necesariamente se conocen entre sí. Las partes están muy separadas. Entonces ahí tenés un tipo de organización donde existe un mercado. Otros delitos premeditados, con una mini organización, pero sin mercado, pueden ser las salideras bancarias. Después, finalmente, tenés el delito organizado, las organizaciones criminales. Se calcula que en Argentina no tiene mucha influencia en relación con la generación de violencia, si uno lo compara con otros países de América Latina. Puede haber algún tipo de disputas territoriales, pero no vemos grandes guerras por el control de territorios. Y hay una parte del crimen organizado vinculada con Argentina como país de tránsito de drogas, de venta de precursores químicos, que tiene impacto en el lavado de dinero, pero no pareciera tener un gran impacto en la violencia. Todo esto nos obliga a pensar en términos de mercados de delito y ver en cuál de esos mercados hay mayor violencia, y así fijar prioridades para desarticularlos. Hablamos de una desarticulación que necesita menos presencia policial y más inteligencia policial-judicial, con ahogo de mecanismos financieros, y otro tipo de políticas para delitos más zonalizados… Pero hay muchas partes del mapa general de lo que está pasando en Argentina, de las que sabemos muy poco. Un ejemplo: las armas. Sabemos muy poco de las armas que circulan en el país, cómo circulan. No sabemos qué pasó con las miles de armas que quedaron libres después del fin del servicio militar obligatorio. ¿Se destruyeron? ¿Se vendieron? ¿Fueron integradas al mercado ilegal? ¿Están en arsenales del Estado? No hay transparencia. Nos quedan entonces muchas investigaciones pendientes, muchos debates inconclusos, muchas tareas por hacer en la Argentina de hoy.